Sir Don JenkinsJote de la Gran Bretaña - Esperanza Tirado

                                 



De acuerdo con mi guía de viajes hay un país al otro lado del mar, en el que bellas mujeres cantan viejas canciones de amor y dolor; y los hombres, siempre rudos, se enfrentan en duelos a vida o muerte por defender su honor.

¡Qué exótico suena!

Pero a mi esposa, Lady Anne, le parece muy peligroso viajar fuera de las fronteras del Reino Unido, país civilizado por excelencia.
Ya me costó más de un disgusto el poder conseguir que me acompañara hasta Dublín.

¡Dublín! ¡Menudos provincianos incultos! Eso me dijo.

¿Y Joyce, querida mía? -le pregunté.

No sé quién es ese. No tengo el placer. ¿Acaso vende sombreros?

Y ya no abrí la boca hasta que, por fin, una mañana comentó, así como de pasada mientras desayunábamos, que en Dublín habían abierto unas sombrererías que eran el último grito.
El viaje en barco fue un tormento. Bien me acordé de aquel desayuno de aquella mañana. Sus sombreros nuevos lucieron en los acontecimientos más renombrados de Londres.

Esta vez no correría el riesgo de preguntar. Ya me inventaría alguna excusa para mi viaje. Asuntos de negocios. Eso suena muy bien; ni demasiado explícito ni demasiado oscuro como para que mis intenciones fueran vetadas. Mis negocios eran, de hecho, un asunto fundamental para mi, Lord Henry Jenkins; respetado propietario de fábricas y aserraderos con cuyos beneficios mi querida esposa podía comprarse todos los sombreros que deseara. Y asistir ataviada con ellos a meriendas y reuniones con otras damas, igualmente ensombrereadas, con las que organizaba actos de caridad de todo tipo.

Así que mi plan estaba claro. La dejaría a ella con sus reuniones y yo aprovecharía la información de mi guía y todos los beneficios económicos de mis aserraderos para realizar un viaje de placer e investigación por España.

Pero... ¿Por dónde empezar? ¿Norte o sur? ¿Costas o interior? ¿Gran ciudad o pequeños pueblos?

Lo único que se sabe de España es que hace calor, se baila flamenco y se matan toros.

¡Qué salvajes! Diría mi esposa, olvidando que no hacía demasiado tiempo en nuestro propio país teníamos espectáculos donde perros y osos no bailaban valses, precisamente.

Como quería viajar un poco documentado fui al Club después de almorzar.

Mientras me tomaba un jerez para hacer la digestión y disfrutaba de mi aromático puro de cada tarde, me adentré en la biblioteca del Club. Nadie solía consultarla; era una lástima, pues se gozaba de un sosiego y una privacidad tal, que daban ganas de quedarse a vivir allí por una temporada.

Siempre daré las gracias a Lord Charles Byatt por su legado: kilómetros de estanterías poblados con todos los saberes humanos. Una delicia para cualquier erudito o ratón de biblioteca, como es mi caso.
Embelesado como estaba, me costó encontrar la sección dedicada a Viajes. Pero allí estaba: entre los tomos de Geografía y las bibliografías de políticos ilustres. Quizá yo algún día apareciera en alguno de esos tomos. A mi Anne el título de Dama del Parlamento le encantaría. ¿Cuántos sombreros me costaría acceder a ese cargo...?

Perdido en absurdas disquisiciones sobre moda femenina, mi mano iba pasando por los lomos de los libros. El tacto a piel y el olor a papel viejo hicieron que mi atención se desviara para, de nuevo, volver al asunto para el que había entrado allí.

Y entre los múltiples tomos llenos de mapas, dibujados con los más mínimos detalles y referencias cartográficas, encontré lo que andaba buscando. Un pequeño gran tesoro, de rojas tapas, impreso en letra menuda, cuyos consejos habían sido útiles a cientos de caballeros antes de mí.

Pasando con cuidado las páginas de mi guía encontré información sobre Cataluña, buen destino para intercambiar ideas empresariales; Baleares, bonitas playas, ricos manjares y pueblos perdidos en el tiempo; el interior de Andalucía, muy interesantes y diversas sus costumbres, pero demasiado caluroso; y Castilla La Mancha.
Saqué mi cuaderno de notas y fui anotando todo lo que en la guía se mencionaba sobre los caminos de Don Quijote.
Quizá ni las rutas ferroviarias ni los horarios españoles estuvieran demasiado al gusto británico, pero la aventura era la aventura. Correría el riesgo de perder mi tiempo perdiendo trenes.

Con todos los datos en mi poder, acudí a una agencia con la intención de contratar a un ayuda de cámara para que llevara mi equipaje. Un caballero inglés ha de ir perfectamente arreglado en cualquier ocasión. Aunque no lleve sombrero.

Comprados los billetes de barco y hechas las maletas, me despedí de mi no muy compungida esposa. Y mi ayudante y yo nos dirigimos a la Estación Victoria rumbo a Southamptom donde embarcaríamos en un lujoso paquebote con destino a la exótica España.

Qué distinto fue este trayecto. La verdad, no eché de menos a mi querida Anne y sus consejos sobre moda sombrerera.

En el puerto de Bilbao nos recibió una curiosa lluvia menuda, que nos caló hasta los huesos. Allí le daban un nombre peculiar, pero no tuve tiempo de apuntarlo. Pues debíamos partir de inmediato hacia la Estación de La Concordia con destino a la Estación del Norte en Madrid, y de allí alquilar un coche rumbo a la ancha y desconocida Castilla, tierra de Don Quijote.


¡Oh My God! Mis nobles posaderas lo que sufrieron en ese tren. La de horas que pasé sentado, dormitando, mirando por la ventana, paseando, leyendo el periódico, intentando entender a mis compañeros de viaje. Debería haber aprendido algo de español... La idea de exotismo y aventura me parecía cada vez más absurda y deseaba regresar con ansia a la civilización.
Pero volví a recuperar mi entusiasmo cuando tras la llanura empezaron a verse algunas edificaciones diseminadas. Había llegado a Madrid. Las aventuras de Don Quijote ya estaban un poco más cerca.
Pero yo no era un hidalgo medieval español medio loco. Estaba bien cuerdo, o eso pensaba cuando dejé mi gran isla. Y dudé, a pesar de los consejos de mi guía de viajes y de los intentos de mi ayuda de cámara, sobre cómo continuar mi camino hacia aquellas tierras ignotas. Evidentemente ir nosotros dos solos con mi voluminoso equipaje era algo complicado. Ni siquiera había carruajes de alquiler. Empezaba a pensar que en ese país eran un tanto salvajes...

Ya creía que tendría que dar la vuelta, pero, oportunamente, un carromato tirado por una mujerona enorme, llena de pelos, verrugas y moscas y bizca de los dos ojos, se detuvo delante de nuestras maletas.
Con muchos aspavientos y a grandes voces nos indicó que subiéramos, que ella nos llevaba. Cuando por fin la entendimos, soltó una sonora risotada y escupió al suelo el tabaco que mascaba sin ningún miramiento.

Yo miraba al enclenque borrico, con más moscas encima que su dueña, miraba el vetusto carro y miraba a mi ayuda de cámara, y rezaba para que allá arriba alguien se apiadara de aquel loco inglés. Y ocurrió un milagro, porque el carro siguió camino adelante sin que el borrico sufriera demasiado las consecuencias de nuestro peso.

Estaba ya anocheciendo cuando pasamos por un paraje extraño, lleno de rocas gigantes que a la luz de la luna hacían formas entre espectrales y mágicas.
Intenté preguntar qué era aquello. Pero la bizca solo me decía ‘Cuenca, Cuenca, ya es Cuenca’, mientras arreaba al borrico con todas su fuerzas.

Llegamos a una posada y allí nos detuvimos. Suspiré, deseando que una cama mullida soportara mis molidos huesos. Tuve suerte, pues disfruté de un colchón. Pero las moscas de mi conductora pasaron la noche conmigo. Y, desvelado, aproveché para dibujar en mi cuaderno de viaje aquellas formas que había visto en el camino.

Al amanecer, con un dolor horrible por todos mis huesos y la cabeza zumbando, abrí la ventana de mi habitación. El color del cielo era una maravilla de azules, morados y rosas que hacían aún más maravillosas las construcciones que se veían a lo lejos; unas casas suspendidas en precario equilibrio entre la tierra y el cielo. Una maravilla que enseguida bosquejé en mi cuaderno.

En el desayuno me ofrecieron vino tinto, que se me pegaba a la garganta, pan con manteca y un mejunje de aspecto extraño. No sería peor que el porridge, pensé, mientras me metía cucharadas en la boca. No supe qué ingredientes llevaba pero me llenó el estómago y me dio energías para empezar mi jornada castellana.

La bizca vino a mi encuentro. Y sus moscas también. No sé cómo lo hizo, pero entendí que se llamaba Aldonza y que quería que la acompañara a la plaza de la catedral, pues era día de mercado. Que por eso había venido con su carro, a vender su mercancía. Harina molida en viejos molinos de viento.
Pensé que no era una aventura caballeresca como las de Don Quijote, pero me armé de valor y seguí a mi no demasiado hermosa doncella. Y me adentré en una batalla de ruidos, fuertes olores, gritos en un idioma extraño, sonidos de animales de todo tipo y un aire frío que te crujían hasta los huesos.

Cuando lo cuente en el Club me tomarán por loco, seguro, me dije.
Lástima que entre todos estos tenderetes no haya ni uno de sombreros para llevarle a mi querida Anne como recuerdo de mi visita.










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