No
te perdono lo último que me has hecho. Y
no digas nada, no quiero oírte ni una sola palabra. Lo nuestro hace
mucho tiempo que acabó, aunque yo no quería darme cuenta. Pero
hasta aquí hemos llegado. Coge
tus cosas y sal de mi casa y de mi vida.
No quiero volver a verte.
Los gritos de Tesa llegaban a oídos de Rodolfo, su vecino. No podía
evitarlo, las dos viviendas estaban separadas por un ligero y desde
luego no insonorizado tabique.
Rodolfo era un hombre discreto al que nunca le había interesado la
vida ajena. Sin embargo, la vida de su vecina sí que le interesaba.
Al principio le molestaba escuchar las conversaciones, bueno
conversaciones no, en realidad solo la escuchaba a ella, el hombre
hablaba más bajo, como en un susurro, o al menos así lo percibía
él, por lo que nunca sabía lo que decía.
Normalmente
la casa estaba en silencio, quizás alguna vez un poco alta la
televisión o las mañanas del fin de semana el sonido de la música
entremezclado con el de la aspiradora. Por lo demás eran unos
vecinos estupendos.
El problema era que llevaban
una semana riñendo a diario.
Entonces ella subía la voz como si quisiera
comunicar al mundo entero sus problemas.
Al día siguiente de entrar a vivir en el edificio había coincidido
con ella en el portal. Se dieron unas de esas buenas tardes educadas
y descafeinadas que se dan entre desconocidos y entraron juntos en el
ascensor. Sus dedos entrechocaron al ir al pulsar los dos el mismo
botón y Tesa rompió el hielo con una risa nerviosa y un amago de
conversación. Al llegar a sus respectivas puertas, muy pegada una a
la otra, Tesa le preguntó si era el nuevo vecino. Rodolfo contestó
con un “sí” escueto pero no pudo eludir los dos besos que le
plantó Tesa en la cara mientras le decía su nombre. Él, con el
rostro como un campo de amapolas, le dijo el suyo y un cortés y
rápido “encantado” perdiéndose, sin perder ni un segundo, en
el interior de su refugio.
Desde
entonces se habían visto muchas
veces. Tesa medía unos
centímetros menos que él, delgada, vestida de manera informal pero
con buena ropa, pelo largo de un precioso color castaño claro y ojos
almendrados. Una preciosidad dirían sus amigos. Ella lo había
mirado de arriba abajo, lo había notado. Más de una vez sus ojos se
habían encontrado, acariciándose en la distancia. Tesa siempre
había intentado hablar con él, unas veces sobre el tiempo, otras
sobre qué tal se encontraba en su nueva casa, u
ofreciéndole ayuda en caso de que tuviera algún problema. Pero
Rodolfo no conseguía articular palabra en presencia de su vecina.
Era como si todos sus sentidos se negaran a responder en su
presencia, como si el resto del mundo desapareciera y solo quedara
ella, como si en el cielo
hubiera una sola estrella.
A
Rodolfo le gustaría hablar con ella, invitarla a tomar algo,
comportarse como lo había hecho siempre con el resto de las mujeres.
Pero la sola presencia de Tesa lo paralizaba. Nunca había sentido
ese tipo de atracción tan fuerte, como si el destino le hubiera
puesto delante de sus ojos a la persona con la que compartir el resto
de su vida. Y el sentir eso lo
aterraba.
Una noche Rodolfo los sintió
hacer el amor. Primero fueron unos gemidos placenteros, seguidos de
ayes y suspiros
y finalizados con un poderosos grito de placer. Hasta entonces nunca
los había oído y se enfadó con él mismo pensando que otro hombre
se le había adelantado. O quizás no,
quizás tuviera marido o pareja que
había estado de viaje.
Quién sabe. Sin embargo, Tesa lo miraba como si ella también
sintiera algo por él.
No sé, se dijo Rodolfo, agitando una mano, igual son imaginaciones
mías. Tendré que sacarla de mi cabeza.
Sin
embargo, como había ocurrido el primer día, cada vez que sentía
los frecuentes encuentros amorosos de los vecinos, sin pretenderlo,
su miembro reclamaba su atención. Rodolfo, embriagado por la
excitante música de fondo de los gemidos de Tesa se entregaba al
placer solitario. Todas las
noches se sentaba en el
sofá, expectante, impaciente, la cabeza muy pegada a la pared, con
su órgano
ya excitado de solo pensarlo. Y así pasaron dos meses en los que sus
noches se llenaron de Tesa. Tesa antes de acostarse. Tesa en la cama
con otro hombre. Tesa en sus encuentros casuales y frecuentes en el
portal. Tesa. Siempre Tesa, aunque él siguiera paralizado ante su
presencia, mudo, sintiéndose un idiota y sonrojándose como un
adolescente pensando en su
vergonzoso secreto.
Un
portazo hizo vibrar todo el edificio anunciando
la huida del hombre. Rodolfo nunca lo había visto cara a cara, no lo
reconocería en la calle. Tesa solía llegar a las ocho de la tarde,
cargada con una bolsa de deporte y alguna de la compra. La veía a
través de la mirilla. Él nunca llegaba a la misma hora, pero
siempre después de las nueve y media. Quería verlo, conocer al
hombre que vivía con la mujer que consumía sus sueños, pero no lo
había logrado. Cuando sentía cerrarse la puerta ya era demasiado
tarde. Solo en tres ocasiones los había visto salir juntos de casa.
Él la cogía por la cintura y reían. Se les veía felices. Se
preguntó que les habría pasado en tan poco tiempo, qué sería lo
que ella ya no estaba dispuesta a soportar. Qué importaba, se dijo,
al fin y al cabo eso le dejaba el campo libre. Tenía que espabilar
si no quería perderla. La imaginó llorando en el salón, sola,
desesperada.
Pegó la oreja a la pared. Nada. Solo se oía el sonido lejano de la
televisión. Apagó la suya. ¿Qué estaría viendo? Rodolfo se echó
las manos a la cabeza; estaba perdiendo el juicio. Él nunca había
sido así ¿qué le pasaba con aquella mujer? Se respondió al
instante: estaba locamente
enamorado de ella, de su cuerpo, de su cara, de sus intentos de
acercarse a él.
Al día siguiente, cuando coincidieron una vez más en el ascensor,
estudió la cara de Tesa. Estaba
triste y lucía las ojeras del insomnio.
Sin pensarlo le preguntó cómo
se encontraba y ella se echó
a llorar sobre su hombro.
Al llegar al rellano, la
condujo con suavidad hasta su casa, la sentó en el sofá y le
preparó un té. Han pasado seis meses de aquello y ahora Rodolfo y
Tesa viven juntos, aunque él se niega a hacer el amor en el sofá,
temiendo los pueda escuchar el nuevo vecino, el que ocupa su antiguo
apartamento. Tesa sonríe ocultando su secreto. Nunca ha hecho el
amor en el sofá con nadie. Nunca ha vivido en esa casa con nadie.
Tan solo, cuando se enamoró de Rodolfo y tras intentarlo varias
veces, comprobó que era imposible llegar a él, fingió
conversaciones, orgasmos
y discusiones. Su hermano,
sin saberlo, había actuado de extra pasando por su supuesto novio. Y
por
fin, el caro curso de teatro que se había empeñado en hacer a los
veinte años había servido para algo. Lástima no poder contárselo
a su madre; seguro
que le gustaría saberlo.
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