A través del tabique - Cristina Muñiz Martín

                                    

No te perdono lo último que me has hecho. Y no digas nada, no quiero oírte ni una sola palabra. Lo nuestro hace mucho tiempo que acabó, aunque yo no quería darme cuenta. Pero hasta aquí hemos llegado. Coge tus cosas y sal de mi casa y de mi vida. No quiero volver a verte.
Los gritos de Tesa llegaban a oídos de Rodolfo, su vecino. No podía evitarlo, las dos viviendas estaban separadas por un ligero y desde luego no insonorizado tabique.
Rodolfo era un hombre discreto al que nunca le había interesado la vida ajena. Sin embargo, la vida de su vecina sí que le interesaba. Al principio le molestaba escuchar las conversaciones, bueno conversaciones no, en realidad solo la escuchaba a ella, el hombre hablaba más bajo, como en un susurro, o al menos así lo percibía él, por lo que nunca sabía lo que decía.
Normalmente la casa estaba en silencio, quizás alguna vez un poco alta la televisión o las mañanas del fin de semana el sonido de la música entremezclado con el de la aspiradora. Por lo demás eran unos vecinos estupendos. El problema era que llevaban una semana riñendo a diario. Entonces ella subía la voz como si quisiera comunicar al mundo entero sus problemas.
Al día siguiente de entrar a vivir en el edificio había coincidido con ella en el portal. Se dieron unas de esas buenas tardes educadas y descafeinadas que se dan entre desconocidos y entraron juntos en el ascensor. Sus dedos entrechocaron al ir al pulsar los dos el mismo botón y Tesa rompió el hielo con una risa nerviosa y un amago de conversación. Al llegar a sus respectivas puertas, muy pegada una a la otra, Tesa le preguntó si era el nuevo vecino. Rodolfo contestó con un “sí” escueto pero no pudo eludir los dos besos que le plantó Tesa en la cara mientras le decía su nombre. Él, con el rostro como un campo de amapolas, le dijo el suyo y un cortés y rápido “encantado” perdiéndose, sin perder ni un segundo, en el interior de su refugio.
Desde entonces se habían visto muchas veces. Tesa medía unos centímetros menos que él, delgada, vestida de manera informal pero con buena ropa, pelo largo de un precioso color castaño claro y ojos almendrados. Una preciosidad dirían sus amigos. Ella lo había mirado de arriba abajo, lo había notado. Más de una vez sus ojos se habían encontrado, acariciándose en la distancia. Tesa siempre había intentado hablar con él, unas veces sobre el tiempo, otras sobre qué tal se encontraba en su nueva casa, u ofreciéndole ayuda en caso de que tuviera algún problema. Pero Rodolfo no conseguía articular palabra en presencia de su vecina. Era como si todos sus sentidos se negaran a responder en su presencia, como si el resto del mundo desapareciera y solo quedara ella, como si en el cielo hubiera una sola estrella.
A Rodolfo le gustaría hablar con ella, invitarla a tomar algo, comportarse como lo había hecho siempre con el resto de las mujeres. Pero la sola presencia de Tesa lo paralizaba. Nunca había sentido ese tipo de atracción tan fuerte, como si el destino le hubiera puesto delante de sus ojos a la persona con la que compartir el resto de su vida. Y el sentir eso lo aterraba.
Una noche Rodolfo los sintió hacer el amor. Primero fueron unos gemidos placenteros, seguidos de ayes y suspiros y finalizados con un poderosos grito de placer. Hasta entonces nunca los había oído y se enfadó con él mismo pensando que otro hombre se le había adelantado. O quizás no, quizás tuviera marido o pareja que había estado de viaje. Quién sabe. Sin embargo, Tesa lo miraba como si ella también sintiera algo por él. No sé, se dijo Rodolfo, agitando una mano, igual son imaginaciones mías. Tendré que sacarla de mi cabeza.
Sin embargo, como había ocurrido el primer día, cada vez que sentía los frecuentes encuentros amorosos de los vecinos, sin pretenderlo, su miembro reclamaba su atención. Rodolfo, embriagado por la excitante música de fondo de los gemidos de Tesa se entregaba al placer solitario. Todas las noches se sentaba en el sofá, expectante, impaciente, la cabeza muy pegada a la pared, con su órgano ya excitado de solo pensarlo. Y así pasaron dos meses en los que sus noches se llenaron de Tesa. Tesa antes de acostarse. Tesa en la cama con otro hombre. Tesa en sus encuentros casuales y frecuentes en el portal. Tesa. Siempre Tesa, aunque él siguiera paralizado ante su presencia, mudo, sintiéndose un idiota y sonrojándose como un adolescente pensando en su vergonzoso secreto.
Un portazo hizo vibrar todo el edificio anunciando la huida del hombre. Rodolfo nunca lo había visto cara a cara, no lo reconocería en la calle. Tesa solía llegar a las ocho de la tarde, cargada con una bolsa de deporte y alguna de la compra. La veía a través de la mirilla. Él nunca llegaba a la misma hora, pero siempre después de las nueve y media. Quería verlo, conocer al hombre que vivía con la mujer que consumía sus sueños, pero no lo había logrado. Cuando sentía cerrarse la puerta ya era demasiado tarde. Solo en tres ocasiones los había visto salir juntos de casa. Él la cogía por la cintura y reían. Se les veía felices. Se preguntó que les habría pasado en tan poco tiempo, qué sería lo que ella ya no estaba dispuesta a soportar. Qué importaba, se dijo, al fin y al cabo eso le dejaba el campo libre. Tenía que espabilar si no quería perderla. La imaginó llorando en el salón, sola, desesperada. Pegó la oreja a la pared. Nada. Solo se oía el sonido lejano de la televisión. Apagó la suya. ¿Qué estaría viendo? Rodolfo se echó las manos a la cabeza; estaba perdiendo el juicio. Él nunca había sido así ¿qué le pasaba con aquella mujer? Se respondió al instante: estaba locamente enamorado de ella, de su cuerpo, de su cara, de sus intentos de acercarse a él. Al día siguiente, cuando coincidieron una vez más en el ascensor, estudió la cara de Tesa. Estaba triste y lucía las ojeras del insomnio. Sin pensarlo le preguntó cómo se encontraba y ella se echó a llorar sobre su hombro. Al llegar al rellano, la condujo con suavidad hasta su casa, la sentó en el sofá y le preparó un té. Han pasado seis meses de aquello y ahora Rodolfo y Tesa viven juntos, aunque él se niega a hacer el amor en el sofá, temiendo los pueda escuchar el nuevo vecino, el que ocupa su antiguo apartamento. Tesa sonríe ocultando su secreto. Nunca ha hecho el amor en el sofá con nadie. Nunca ha vivido en esa casa con nadie. Tan solo, cuando se enamoró de Rodolfo y tras intentarlo varias veces, comprobó que era imposible llegar a él, fingió conversaciones, orgasmos y discusiones. Su hermano, sin saberlo, había actuado de extra pasando por su supuesto novio. Y por fin, el caro curso de teatro que se había empeñado en hacer a los veinte años había servido para algo. Lástima no poder contárselo a su madre; seguro que le gustaría saberlo.





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