Tristemente verosímil - Marian Muñoz


                                          


  • ¡No te perdono lo último que me has hecho!
Oí gritar a mi vecina del tercero a su marido. Acababa de aparcar el coche, apagué el motor y las luces. De repente la oí, entraban al garaje en dirección a su coche, justo enfrente del mío, ella gesticulando con los brazos no paraba de gritarle.
  • ¡No te perdono lo último que me has hecho! ¡Eres un canalla, un impresentable, te odio!, no fue suficiente con tirarte a todas mis amigas, ya no me queda ninguna, ¡eres despreciable!, tonta de mi, pensando que mi Juanillo era muy hombre, y yo tan poquita cosa que no podía satisfacerle. ¡Ja! Como no tenías bastante vas y te acuestas con mi hermana pequeña. ¡Cabrón, hijo de …!
Ella roja de ira parecía que iba a estallar, él arrodillado en el suelo, llorando, con las manos juntas implorando perdón. No sabía dónde meterme. Completamente en silencio para no delatar mi presencia involuntaria. Sentía vergüenza ajena siendo testigo del bochornoso espectáculo. Ningún vecino asomaba por allí, a pesar de no querer, tuve que escuchar toda la conversación. Mi ventanilla estaba bajada, y si la subía iban a enterarse de mi presencia.
  • ¡Eres un capullo, aléjate de mí, vete y déjame en paz!, estoy muy harta de ti y de los cuernos que me pones. Menos mal que tu madre no se entera, se estará revolviendo en su tumba por haber engendrado a un tipejo así.
  • ¡A mi madre no la menciones! – dijo él levantándose y con semblante serio.
  • Sí, pobrecita, se murió antes que criar a un bichejo como tú, ¡imbécil, tarugo!
  • ¡Deja a mi madre tranquila!, que sufrió mucho hasta morir, ¡deja que descanse en paz!
  • Claro – dijo ella – descansa en paz pero a mí me haces continuamente la puñeta y por tu culpa todos miran mi cabeza cada vez que salgo a la calle. ¡Feto malparido!
¡Zas! , puñetazo en el ojo, ella se tambaleó, pareció por un momento que iba a caerse, pero enseguida recobró el equilibrio. No tuvo tiempo a reaccionar, inmediatamente rodeó el cuello con sus manos intentando asfixiarla.
No podía consentirlo, tenía que intervenir para evitar lo inevitable, la estaba ahogando y no sabía cómo pararlo. La situación me superaba. El instinto me dijo que cogiera el paraguas plegable que tenía en el asiento del copiloto y me acercara a detenerlo, sino yo también sería cómplice de aquel asesinato.
  • ¡Para, déjala en paz, suéltala, no ves que la estas dejando sin aliento!
No me hacía caso, estaba como poseso apretando sus manos entorno a su garganta, los labios de ella se estaban poniendo azules, la cara amoratada y los ojos parecía que de un momento a otro se le iban a salir de sus cuencas. O no me oía o la furia que habían desatado los reproches de ella le tenía dominado. Como no me hacía caso y estaba viendo que la iba a matar, le aticé con mi paraguas en la sien izquierda, cayendo al suelo como un fardo y soltando a su presa. Ella se dobló por la cintura intentando recuperar el aliento que había perdido. Yo intentaba calmar el dolor de mi mano, pues al pegarle, el mango del paraguas saltó, produciéndome un fuerte golpe en la mano.
No me esperaba que en cuanto ella se repuso, empezó a gritarme: ¡Asesina, mala pécora, has matado a mi Juanillo! Se agachó intentando reanimarlo, al mismo tiempo que me insultaba con múltiples improperios. ¡Socorro, auxilio, nos quieren matar!
Viendo que el asunto iba por mal derrotero, a pesar de temblar por los nervios, conseguí localizar el móvil y llamé al 112, pidiendo una ambulancia y un coche patrulla, no aguantaba más.
Consiguieron reanimarle, permaneciendo veinticuatro horas en observación, por si hubiera complicaciones. A ella le curaron el golpe del ojo, pero del cuello no dijo nada, es más, soltó que el puñetazo se lo había dado yo al defender a su marido. Y tras vendarme la mano los sanitarios, una patrulla me llevó a comisaría, donde cinco veces seguidas tuve que contar lo ocurrido. Me recomiendan que llame a un abogado, porque los dos han presentado denuncia por agresión con lesiones, y yo había reconocido atacarle a él.
Aún tenía mi móvil en el bolso del pantalón, llamé apresuradamente a mi amiga Sara, mi asesora legal, quien no perdió un minuto y enseguida se acercó. Debía pasar la noche en el calabozo y al día siguiente prestar declaración en el juzgado. Como ella tenía buenos contactos y todos se apiadaban de mí, consiguió permiso para dormir en casa, con la promesa de volver al día siguiente ante el juez.
No pude pegar ojo en toda la noche, me acostaba, me levantaba, iba a la nevera, miraba por la ventana hacia la calle, ponía la tele, la quitaba, nada, no conseguía relajarme, la indignación por la mentira y la violencia de la que fui testigo me tenía en un sin vivir. A eso de las tres de la madrugada recordé no haber subido la ventanilla del coche y las llaves debían seguir puestas. A pesar de la recomendación de Sara de no salir de casa hasta el día siguiente, me aventuré hasta el garaje, enfundada en la trenca con la capucha puesta, para que nadie me reconociera. Sentada en el interior volvió a mí el recuerdo de la pelea y el miedo que pasé. Giré la llave para conectar la batería y poder subir la ventanilla, la saqué del contacto y al girarme para salir, me fijo en una lucecita roja que brillaba encima del espejo retrovisor.
Había echado en olvido el aparatito de video que aquella tarde instalé en el coche, lo compré por tele tienda, de esos que la publicidad recomienda para grabar los accidentes que tuvieras conduciendo. La batería se había terminado, así que lo desenchufé y subí a casa para recargarlo.
Como seguía sin poder dormir, empecé a visionar lo que había grabado. Vi al viejecito que cruzó por mitad de la carretera cuando a tres metros tenía un paso de peatones, también pude ver perfectamente al ciclista que adelantando a los coches por la derecha se pasó el semáforo en rojo, y casi atropella a un par de colegiales. El recorrido seguía hasta el portón del garaje, y la bajada de la rampa hasta que aparqué. Y pude contemplar con claridad diáfana la escena que me iba a llevar a la cárcel. Allí estaba, todita grabada y con muy buen sonido, debido a la ventanilla bajada.
Ahora era yo la que estaba furiosa, odiaba a aquella pareja por mentirosa y violenta, así que descargué el video en el ordenador, y por drop box lo envié a Sara. Eran las seis de la mañana, le mandé un mensaje de wasap para informarla, y de paso, que tras ver las imágenes, pusiera una denuncia a la pareja por escándalo público y perjurio. Tras enseñarle el video al juez, aunque no tuviera valor como prueba, le solicitara una orden de alejamiento hacia mi persona de aquellos dos pájaros de cuidado. Y además, a ellos les pidiera un acto de conciliación, en donde les invitara a retirar la denuncia o colgaba el video en todas las redes sociales con nombres y apellidos, contando lo que estaban haciéndome.
No hace falta decir, que el juez al verlo, se enfadó mucho, firmó una orden de alejamiento para los dos, hacia mí y entre sí, encausándolos por haber mentido tan descaradamente. Como no podían acercarse a mí, tuvieron que vender su piso. Me estaba costando superar aquello, por lo que en el primer concurso de traslados solicité plaza. Una vez instalada bien lejos, di parte al juzgado de mi nuevo domicilio e intenté llevar una vida tranquila, aunque no podía evitar pasar mal rato, cada vez que en televisión, en la radio o el periódico aparecía alguna información de violencia de género.
Han pasado ya cinco años de aquello, y hoy me han llamado del juzgado, el funcionario me ha dicho que mis problemas se han solucionado, él la ha matado y luego se ha suicidado.
Me quedé en blanco, no quiero pensar, porque si lo hago, mi lógica me dice que algunas personas tienen lo que se merecen, pero es un error, todos nos merecemos una vida mejor.








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