Relato inspirado en la fotografía
Inés caminaba deprisa como si con sus pasos largos pudieran dejar
atrás su pensamientos. Aún tenía muchos trámites pendientes que
iba resolviendo poco a poco, pues tras noches de sueños inquietos
poblados de pájaros negros y amenazantes, no lograba salir de la
cama hasta bien pasadas las diez de la mañana. Después, su vida se
convertía en un tiovivo en continuo movimiento: intentar comer algo,
ducharse, arreglarse sin gana intentando disimular las ojeras oscuras
y profundas que parecían haberse instalado para siempre en su
rostro, comprobar el papeleo... para acabar dirigiendo sus pasos
hacia el lugar al que nunca hubiera querido ir y en el que
últimamente desearía pasar las veinticuatro horas del día.
Después, ya de noche, regresaba a casa para derrumbarse sobre la
cama triste, fría y vacía donde derramaba todas las lágrimas
ahogadas durante el día hasta quedar sumida en un sueño agitado que
no duraba más de tres o cuatro horas.
Esa mañana había pasado más de una hora esperando primero y
rellenando y entregando impresos después en las oficinas del seguro.
Ya eran las doce y media y corría al encuentro del ser que más
amaba en el mundo. De pronto, al cruzar un paso de cebra, se encontró
frente a un escaparate que parecía llamarla. Quedó allí plantada,
bajo la lluvia, sintiendo que aquel era el lugar al que quería ir;
el lugar al que querían ir los dos. Entró y preguntó el precio. Le
dijeron que no estaba en venta. Era una fotografía de un metro y
treinta centímetros de largo por un metro de ancho, de exposición,
propiedad de un fotógrafo amigo. Las lágrimas que se agitaron en
los ojos de Inés al escuchar la negativa conmovieron al dueño de la
tienda que tras saber a quien iba dirigida decidió llamar al
fotógrafo. Éste no solo accedió a su venta, sino que insistió en
regalársela. Inés salió de allí con el voluminoso bulto entre los
brazos, paró un taxi y se dirigió al hospital.
Marcos yacía en la cama como un muñeco de trapo descolorido y
descosido. Inés, al verlo, no podía evitar pensar en la imagen
del mártir asaetado que la aterraba de niña, aquel que tenía su
abuela en la cabecera de la cama. Así estaba su pequeño, con
numerosas agujas y tubos profanando su cuerpo menudo de ocho años.
Inés sintió una opresión en el pecho; nunca se acostumbraría a
verlo así. Marcos abrió sus ojos grandes y cansados al sentir
llegar a su madre. ¡Mira que te he traído! dijo ella mientras
desenvolvía con lentitud el paquete, alargando la sorpresa. ¿Qué
es? preguntó el niño con desgana. ¿Te acuerdas de tu deseo de
volar? Si, pero ya sé que no se puede. Pues con lo que te traigo
podrás hacerlo, dijo Inés mostrándole la fotografía. ¡Qué
pasada! dijo Marcos con una gran sonrisa. Me gusta. Es muy bonita,
mamá, pero no sirve para volar, musitó con desilusión en la voz.
Eso lo dirás, tú, contestó su madre. ¿Sabes qué voy a hacer? La
colgaré frente a tu cama y volaremos los dos juntos. ¿Cómo?
preguntó el niño. Soñando, respondió ella. ¿Podremos ir a dónde
está papá? preguntó Marcos ya más convencido de lo que decía su
madre. Sí, cariño, volaremos a donde está papá, contestó Inés
con un nudo en la garganta.
Desde ese día la gran fotografía iluminó la habitación y la vida
de Marcos. Y desde ese día su recuperación fue acelerándose, como
si el solo hecho de ver esos globos aerostáticos surcar el cielo lo
hicieran desear la vida. ¿Qué globo será el nuestro?, le había
preguntado Inés. El primero, habíaa respondido él. Es el más
grande y el más bonito. Me gustan esas rayas de colores alegres.
Desde entonces, Inés se sentaba todos los días en la cama al lado
de su hijo y con las manos entrelazadas soñaban. Soñaban que subían
al globo y que en él surcaban un cielo despejado y azul, mientras un
viento tibio les acariciaba la cara. Y desde allí arriba veían un
manto verde del que emergían como un par de ojos, dos lagos de aguas
cristalinas en los que algunos días, tras hacer descender su globo,
se daban un buen baño. Me gusta este lugar, mamá, es ahí donde
vive papá ahora ¿verdad? Si, cariño, es ahí, y desde el interior
de esa fotografía nos está viendo y quiere que seamos felices. Y
esas montañas del fondo parecen centinelas ¿A qué si mamá? ¿A
que están ahí para que no se escape nuestro globo?
Marcos fue recobrándose con lentitud de las graves lesiones
sufridas en el accidente en el que murió su padre. Fueron siete
meses de hospitalización, muy duros los dos primeros en los que se
temía por su vida, más esperanzados los siguientes confiados en su
recuperación.
Llegó el día del alta y todo la planta del hospital parecía estar
de fiesta. Médicos, personal de enfermería, auxiliares y
limpiadoras pasaron por la habitación seiscientos veinte a despedir
al pequeño que había luchado contra la muerte y la había vencido.
Inés, con el rostro radiante de felicidad fue recogiendo todas las
cosas de sus pequeño: libros, juguetes, regalos y por último se
puso a descolgar la fotografía. No, mamá, no la cojas, oyó decir a
su espalda. Inés se giró y lo miró sorprendida. Seguro que le hace
más falta al niño que venga a ocupar mi cama, dijo Marcos con una
voz que a Inés se le antojó de adulto, como si su pequeño hubiera
crecido de repente muchos años. ¿Estás seguro? Sí, mamá, estoy
seguro. En casa contigo ya no necesitaré ni soñar ni volar.
Marcos e Inés salieron de la habitación y caminaron lentamente por
el pasillo, despidiéndose de todo el personal. Los abuelos los
acompañaban. Una nueva vida se presentaba ante ellos y, aunque
difícil, estaba llena de esperanza.
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