Aquella
iba a ser una noche muy especial. Mi abuela Edelmira cumplía ochenta
años el día de nochebuena. Mis padres y mis tíos Carlos, Matilde y
Eusebio esperaban para entrar al salón, en el que lucía un enorme
árbol de Navidad. Sólo faltaba Mario, mi tío más joven, que con
sólo veinticinco años estaba en una clínica de rehabilitación
desde hacía dos, tratando de superar su adicción a las drogas. Os
preguntaréis cómo era posible que Mario fuera hijo de Edelmira, una
anciana. La respuesta es que no era hijo biológico, sino adoptado
por mi abuela cuando ya se había quedado viuda.
La noche,
como digo, se presentaba bien. A mis dieciocho años, yo me daba
cuenta de bastantes cosas. En las conversaciones anteriores entre mis
tíos y mis padres, había comprendido que ellos tenían muchas
expectativas respecto a esa nochebuena. Tradicionalmente, cuando el
dueño de la empresa bodeguera familiar cumplía ochenta años cedía
la propiedad de la empresa a sus hijos. Y mi abuela Edelmira era,
desde la muerte de mi abuelo Paco, la dueña de la empresa, una
empresaria muy activa, que pedía constantemente información sobre
cómo iba todo y no sólo a sus hijos, los jefes, por así decirlo,
de la bodega, sino a los propios trabajadores, a los agricultores, a
los operarios, al capataz Marcelino, que se desvivía por la empresa
como si fuera suya. No en vano trabajaba en ella desde los catorce
años. Gracias a Marcelino y a los trabajadores, mi abuela se había
enterado de las desavenencias existentes entre mi padre y sus tíos,
de las discusiones a voces que se escuchaban aunque las puertas de
los despachos estuvieran cerradas.
Así que la
familia estaba aquella noche nerviosa y algo impaciente.
En
el vestíbulo que daba acceso al salón, mi tía Matilde se abanicaba
furiosamente para aplacar sus nervios. Mi padre le confesaba a mi tío
Carlos que había tenido insomnio durante todo el mes, y mi madre y
Eusebio debatían en voz baja sobre las posibilidades de futuro de
Vinos la esperanza, que así se llamaba la bodega situada en una
fértil zona de la Rioja. Todos tenían planes personales para la
empresa y no eran capaces de ponerse de acuerdo.
Sólo yo me
acordaba de mi tío Mario, que no iba a poder estar en un
acontecimiento tan importante para nuestra familia.
Mercedes,
la asistenta, nos indicó que debíamos pasar ya al salón, pues mi
abuela estaba a punto de bajar, y deseaba que estuviéramos todos ya
sentados en nuestros puestos.
Mi tía
Matilde, a la izquierda de mi madre, estaba visiblemente nerviosa.
Carlos y Eusebio se miraban también inquietos. Mi padre, para no
variar, miraba absorto a su móvil.
Mi abuela
no se hizo esperar. Llevaba un vestido de terciopelo negro y estaba
bellísima. En su tez blanca se resaltaba la viveza de unos ojos
azules llenos de inteligencia y buen humor. Besó a cada uno de sus
hijos en las mejillas y a mí me dio un gran abrazo, llamándome “mi
dulce y querida nieta”. Mercedes empezó a servir los platos que
componían la cena, mientras un viento invernal empezaba a escucharse
sobre los grandes ventanales del salón. Las conversaciones entre los
miembros de mi familia eran intrascendentes, lánguidas. No se
preocupaban en disimular la impaciencia por llegar a los postres y
tras ellos al asunto de enjundia que protagonizaba la velada.
Después de
la tarta de cumpleaños, se sirvió cava en unas magníficas copas
talladas y todos brindamos por la salud de la abuela.
Edelmira
miraba a la concurrencia con ojos inquisitivos en los que me pareció
ver algo de sorna. Mi abuela cogió un polvorón y empezó a
comérselo muy poco a poco, a mordiscos muy pequeños, mirando a sus
hijos, que se habían quedado callados. Después, con parsimonia,
bebió de su copa y se limpió los labios con el borde de la
servilleta. Y de repente dijo:
-
¿Sabéis una cosa muy buena de llegar a vieja? Se deja de tener
prisa.
Se
empieza a ver con claridad, con lucidez, y hay algunas cosas que son
muy evidentes.
Mi
padre la miró algo contrariado y le preguntó:
-
¿Qué es lo que ves tan claramente, madre?
-
Para empezar, respondió mi abuela, que aquí falta alguien. Os
habéis olvidado de vuestro hermano Mario y ni siquiera lo habéis
mencionado. Pero eso no me sorprende, sabía que iba a ocurrir. Y os
tengo reservada una sorpresa, la primera de la noche.
Mercedes,
la asistenta, salió un momento y volvió con Mario, mi tío más
joven, que se sentó a la mesa, a mi lado, y me acarició la mejilla,
mientras saludaba a todos. Mis padres y mis tíos disimularon su
disgusto, y le preguntaron cómo se encontraba, pero él simplemente
sonrió y dijo: “Feliz de estar aquí, con mi familia”.
Mario
besó a mi abuela y pidió después a Mercedes una copa de cava. Se
hizo un silencio sepulcral mientras mi abuela decía estas palabras:
-Tradicionalmente,
cuando el propietario de la bodega cumple ochenta años cede el
control de la empresa a sus hijos, y sé que vosotros estáis
esperando a que yo haga esto en esta nochebuena, pero eso no va a
ocurrir hoy.
Mi
tía Matilde empezó a enfurruñarse, y mis tíos Carlos y Eusebio se
miraban consternados, pálidos como la cera. Mi padre dijo:
-¿A
qué viene esto, madre? ¿Qué es lo que pretendes?
-Pretendo
que seáis maduros y responsables y no lo sois, a pesar de vuestra
edad, respondió ella. No os merecéis gobernar esta empresa que
tiene doscientos años porque no os ponéis de acuerdo sobre el
futuro de la bodega. Pasa Marcelino, pasa, dijo la abuela.
El
capataz, que adoraba a Edelmira, apareció en el salón y saludó a
la concurrencia. Mis padres y mis tíos le miraron extrañados y muy
enfadados.
Mi
abuela entregó un sobre con un papel a Marcelino y este empezó a
leer:
-Esta
es la decisión que he tomado hoy, día de nochebuena, en que cumplo
ochenta años, sobre el futuro de la bodega familiar vinos la
esperanza. A la vista de las desavenencias entre mis hijos y de la
falta de una decisión clara, voy a postergar durante un año mi
relevo al frente de la bodega. Marcelino llevará las riendas de la
empresa durante este año, será mis ojos y mis oídos mientras yo
aprovecho este año, posiblemente uno de los últimos de mi vida,
para hacer lo que siempre he querido hacer.
Voy
a viajar alrededor del mundo acompañada por mi hijo Mario, al que no
habéis prestado nunca la menor atención, al que no consideráis
realmente un hermano, y mi nieta si ella lo desea.
A
mi vuelta, espero que os hayáis puesto de acuerdo respecto a los
planes de futuro de la bodega, porque, si no es así y Dios me da
vida, volveré a viajar durante otro año más y mi querido capataz
Marcelino seguirá estando al frente. Así que vosotros veréis lo
que hacéis.
Aquella
noche mi padre y mis tíos se enfadaron mucho y también disimularon
mucho. Sabían que su madre era genio y figura, llena de firmeza y
que cumplía siempre sus amenazas. Y yo también tuve que disimular
la alegría que sentía por irme de viaje con mi abuela y Mario.
Aquella
decisión de mi abuela fue la más acertada. Yo puedo atestiguarlo. A
nuestra vuelta, mi tío y mis padres habían preparado un plan de
expansión de la bodega que dio grandes resultados, multiplicó los
beneficios y permitió contratar a treinta trabajadores más. Mi
abuela Edelmira falleció hace tres años pero nos ha dejado un gran
legado, su enseñanza: la unión hace la fuerza. Mañana, como
heredera de vinos la esperanza, me corresponde recoger un galardón
del que estoy muy orgullosa: el premio a la mejor empresa por su
excelencia y por su calidad de la Rioja.
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