La abuela cumple ochenta años - Isabel Marina





Aquella iba a ser una noche muy especial. Mi abuela Edelmira cumplía ochenta años el día de nochebuena. Mis padres y mis tíos Carlos, Matilde y Eusebio esperaban para entrar al salón, en el que lucía un enorme árbol de Navidad. Sólo faltaba Mario, mi tío más joven, que con sólo veinticinco años estaba en una clínica de rehabilitación desde hacía dos, tratando de superar su adicción a las drogas. Os preguntaréis cómo era posible que Mario fuera hijo de Edelmira, una anciana. La respuesta es que no era hijo biológico, sino adoptado por mi abuela cuando ya se había quedado viuda.

La noche, como digo, se presentaba bien. A mis dieciocho años, yo me daba cuenta de bastantes cosas. En las conversaciones anteriores entre mis tíos y mis padres, había comprendido que ellos tenían muchas expectativas respecto a esa nochebuena. Tradicionalmente, cuando el dueño de la empresa bodeguera familiar cumplía ochenta años cedía la propiedad de la empresa a sus hijos. Y mi abuela Edelmira era, desde la muerte de mi abuelo Paco, la dueña de la empresa, una empresaria muy activa, que pedía constantemente información sobre cómo iba todo y no sólo a sus hijos, los jefes, por así decirlo, de la bodega, sino a los propios trabajadores, a los agricultores, a los operarios, al capataz Marcelino, que se desvivía por la empresa como si fuera suya. No en vano trabajaba en ella desde los catorce años. Gracias a Marcelino y a los trabajadores, mi abuela se había enterado de las desavenencias existentes entre mi padre y sus tíos, de las discusiones a voces que se escuchaban aunque las puertas de los despachos estuvieran cerradas.

Así que la familia estaba aquella noche nerviosa y algo impaciente.
En el vestíbulo que daba acceso al salón, mi tía Matilde se abanicaba furiosamente para aplacar sus nervios. Mi padre le confesaba a mi tío Carlos que había tenido insomnio durante todo el mes, y mi madre y Eusebio debatían en voz baja sobre las posibilidades de futuro de Vinos la esperanza, que así se llamaba la bodega situada en una fértil zona de la Rioja. Todos tenían planes personales para la empresa y no eran capaces de ponerse de acuerdo.

Sólo yo me acordaba de mi tío Mario, que no iba a poder estar en un acontecimiento tan importante para nuestra familia.
Mercedes, la asistenta, nos indicó que debíamos pasar ya al salón, pues mi abuela estaba a punto de bajar, y deseaba que estuviéramos todos ya sentados en nuestros puestos.

Mi tía Matilde, a la izquierda de mi madre, estaba visiblemente nerviosa. Carlos y Eusebio se miraban también inquietos. Mi padre, para no variar, miraba absorto a su móvil.

Mi abuela no se hizo esperar. Llevaba un vestido de terciopelo negro y estaba bellísima. En su tez blanca se resaltaba la viveza de unos ojos azules llenos de inteligencia y buen humor. Besó a cada uno de sus hijos en las mejillas y a mí me dio un gran abrazo, llamándome “mi dulce y querida nieta”. Mercedes empezó a servir los platos que componían la cena, mientras un viento invernal empezaba a escucharse sobre los grandes ventanales del salón. Las conversaciones entre los miembros de mi familia eran intrascendentes, lánguidas. No se preocupaban en disimular la impaciencia por llegar a los postres y tras ellos al asunto de enjundia que protagonizaba la velada.

Después de la tarta de cumpleaños, se sirvió cava en unas magníficas copas talladas y todos brindamos por la salud de la abuela.
Edelmira miraba a la concurrencia con ojos inquisitivos en los que me pareció ver algo de sorna. Mi abuela cogió un polvorón y empezó a comérselo muy poco a poco, a mordiscos muy pequeños, mirando a sus hijos, que se habían quedado callados. Después, con parsimonia, bebió de su copa y se limpió los labios con el borde de la servilleta. Y de repente dijo:

- ¿Sabéis una cosa muy buena de llegar a vieja? Se deja de tener prisa.
Se empieza a ver con claridad, con lucidez, y hay algunas cosas que son muy evidentes.

Mi padre la miró algo contrariado y le preguntó:
- ¿Qué es lo que ves tan claramente, madre?

- Para empezar, respondió mi abuela, que aquí falta alguien. Os habéis olvidado de vuestro hermano Mario y ni siquiera lo habéis mencionado. Pero eso no me sorprende, sabía que iba a ocurrir. Y os tengo reservada una sorpresa, la primera de la noche.
Mercedes, la asistenta, salió un momento y volvió con Mario, mi tío más joven, que se sentó a la mesa, a mi lado, y me acarició la mejilla, mientras saludaba a todos. Mis padres y mis tíos disimularon su disgusto, y le preguntaron cómo se encontraba, pero él simplemente sonrió y dijo: “Feliz de estar aquí, con mi familia”.

Mario besó a mi abuela y pidió después a Mercedes una copa de cava. Se hizo un silencio sepulcral mientras mi abuela decía estas palabras:

-Tradicionalmente, cuando el propietario de la bodega cumple ochenta años cede el control de la empresa a sus hijos, y sé que vosotros estáis esperando a que yo haga esto en esta nochebuena, pero eso no va a ocurrir hoy.

Mi tía Matilde empezó a enfurruñarse, y mis tíos Carlos y Eusebio se miraban consternados, pálidos como la cera. Mi padre dijo:

-¿A qué viene esto, madre? ¿Qué es lo que pretendes?

-Pretendo que seáis maduros y responsables y no lo sois, a pesar de vuestra edad, respondió ella. No os merecéis gobernar esta empresa que tiene doscientos años porque no os ponéis de acuerdo sobre el futuro de la bodega. Pasa Marcelino, pasa, dijo la abuela.

El capataz, que adoraba a Edelmira, apareció en el salón y saludó a la concurrencia. Mis padres y mis tíos le miraron extrañados y muy enfadados.

Mi abuela entregó un sobre con un papel a Marcelino y este empezó a leer:

-Esta es la decisión que he tomado hoy, día de nochebuena, en que cumplo ochenta años, sobre el futuro de la bodega familiar vinos la esperanza. A la vista de las desavenencias entre mis hijos y de la falta de una decisión clara, voy a postergar durante un año mi relevo al frente de la bodega. Marcelino llevará las riendas de la empresa durante este año, será mis ojos y mis oídos mientras yo aprovecho este año, posiblemente uno de los últimos de mi vida, para hacer lo que siempre he querido hacer.

Voy a viajar alrededor del mundo acompañada por mi hijo Mario, al que no habéis prestado nunca la menor atención, al que no consideráis realmente un hermano, y mi nieta si ella lo desea.

A mi vuelta, espero que os hayáis puesto de acuerdo respecto a los planes de futuro de la bodega, porque, si no es así y Dios me da vida, volveré a viajar durante otro año más y mi querido capataz Marcelino seguirá estando al frente. Así que vosotros veréis lo que hacéis.

Aquella noche mi padre y mis tíos se enfadaron mucho y también disimularon mucho. Sabían que su madre era genio y figura, llena de firmeza y que cumplía siempre sus amenazas. Y yo también tuve que disimular la alegría que sentía por irme de viaje con mi abuela y Mario.

Aquella decisión de mi abuela fue la más acertada. Yo puedo atestiguarlo. A nuestra vuelta, mi tío y mis padres habían preparado un plan de expansión de la bodega que dio grandes resultados, multiplicó los beneficios y permitió contratar a treinta trabajadores más. Mi abuela Edelmira falleció hace tres años pero nos ha dejado un gran legado, su enseñanza: la unión hace la fuerza. Mañana, como heredera de vinos la esperanza, me corresponde recoger un galardón del que estoy muy orgullosa: el premio a la mejor empresa por su excelencia y por su calidad de la Rioja.














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