La calle estaba alfombrada con diminutas flores azules, moradas y
lilas como mandaba la tradición. Vecinos y turistas se agolpaban
curiosos en las plazas y en los estrechos pasillos dejados entre el
tapiz floral y las fachadas de los edificios. Miles de cámaras
analógicas, digitales y de teléfonos móviles dejaban constancia
del espectáculo entre alegres comentarios. Violeta no. Violeta,
desde su balcón del primer piso, pensaba en el trabajo que le
esperaba cuando todo hubiera acabado, ya pasada la procesión.
Tras una noche de insomnio, como tantas otras, se había
levantado tarde. Preparó un café bien cargado y se asomó al balcón
a ver si por una carambola del destino llovía, anulándose la
fiesta. No hubo suerte. Un viento racheado, que haría mucho más
fatigoso su trabajo, había llegado acompañado de un cielo azul y
despejado que animó a la gente a salir a la calle en masa, como si
las pesadas y heladas rejas del invierno se hubieran derrumbado de
repente bajo el toque de la varita mágica de un hada.
Malhumorada, decidió entretener el poco tiempo que le quedaba en
hacerse la cera, pues después del trabajo había quedado con
Pipo, su casi novio, y ante un abanico de posibilidades sabía
que podían acabar en la cama. Se dirigió al cuarto de baño y
acababa de echarse una tira de cera en la pierna derecha, cuando sonó
el teléfono. No pensaba cogerlo, pero ante la insistente llamada
temió que fuera algo importante; su madre últimamente se caía a
menudo. Fue corriendo y descolgó. Era Pipo para decirle que esa
noche no podía quedar, que tenía un asunto importante. Qué asunto
importante iba a tener ese imbécil, pensó ella, aunque evitó decir
nada e hizo como si no le importara. Ya de un humor de perros, volvió
al baño a arrancarse la cera que había quedado incrustada en su
pierna como una lapa a una roca. Tuvo que tirar varias veces y casi
se despelleja, quedando la piel tan roja como si hubiera sufrido una
quemadura. Fastidiada y dolorida, decidió dejar la depilación para
otro momento. Se echó una crema para calmar el ardor de la piel y se
vistió dispuesta a salir a la calle para comer cualquier cosa antes
de entrar al trabajo. Ya fuera de casa, no pudo evitar mirar con
rabia a las calles con flores, a los turistas, a las familias y a
las parejas felices. Entró en el bar de Azucena y pidió un mosto.
Su mejor amiga se lo sirvió junto a una pregunta ¿Qué te pasa?
Tienes cara de mala hostia. Violeta habló de su insomnio, del
trabajo y de las flores, pero no le contó nada de Pipo. No fue
necesario, Azucena lo adivinó al instante. No sabía cómo lo hacía,
pero siempre descubría sus preocupaciones y disgustos solo con
mirarla a la cara; parecía una bruja. Violeta contestó con gesto
huraño, diciéndole que la dejara en paz y le pusiera algo de comer.
Azucena, en plan jocoso, le acercó un polvorón de las
pasadas navidades, en alusión al polvo que ya no se iba a echar esa
noche. Tú lo que quieres es que engorde, le reprochó ella, no
dándose por aludida. Si lo prefieres te doy un caramelo,
contestó Azucena divertida. La historia del caramelo venía de
largo, de aquellos primeros años de adolescencia cuando compraron
caramelos masticables antes de entrar al cine. Allí se encontraron
con unos chicos que les gustaban y con los que se estaban iniciando
en las artes amorosas. En la oscuridad podían cogerse las manos y
sentir las locas sensaciones físicas producidas por las hormonas
cuando se rozaban los brazos o las piernas. Ese día Violeta recibió
su primer beso sin esperarlo, mientras el caramelo se dejaba querer
por su aparato bucal. El chico reculó al instante y salió del cine
aprisa y corriendo sin decir adiós. Mucho se habían reído las dos
de ese incidente pasados los años, aunque en su momento a Violeta le
costó una buena llorera y una gran dosis de vergüenza. Después los
años le habían traído unos cuantos novios aunque ninguno se quedó
demasiado tiempo en su vida. Quizás era ella, pensaba demasiadas
veces, harta ya de esperar por la llegada de un hombre que llenara su
corazón, algo que no acababa de suceder. Pipo era su último
intento, se lo había prometido a si misma, y el intento era fallido,
lo supo desde el primer momento, por más que quisiera engañarse.
Azucena la sacó de sus cavilaciones poniéndole delante un plato de
aromáticas albóndigas con patatas fritas. Violeta comió con ganas,
pues su amiga era una excelente cocinera, no como ella que apenas
sabía freír un huevo. Después se dirigió al trabajo con desgana.
A la salida iría a casa a ducharse y a cambiarse para vivir la
noche. Pensaba ponerse especialmente guapa, se lo pedía el cuerpo.
La tarde discurrió monótona y cansada. Las calles, antes
salpicadas de flores perfectamente colocadas, se habían transformado
en un basurero. Flores pisoteadas y mugrientas, de un color
indefinido, inundaban las calles, las aceras y los bordillos,
mezcladas con papeles, paquetes de cigarrillos, envoltorios de
golosinas y chicles. Los chicles, incrustados en las baldosas como
amantes eternos, le recordaron a la cera de sus piernas. Por qué no
encontraría ella a un hombre que quisiera vivir siempre pegado a
ella, como los chicles o la cera, se preguntó por enésima vez. Le
gustaría tanto despertar todos los días con sus piernas enroscadas
en las de su amante, con un beso en los labios, con un torso desnudo
en el que cobijarse...en fin, solo eran sueños.
Los brazos de Violeta hermanados con la rabia hacían bailar la
escoba de izquierda a derecha de la calle con brío, como si
intentara derribar los muros de las casas. Sus dos compañeros apenas
le dirigieron la palabra, pues bien sabían que cuando estaba de mal
humor era mejor dejarla sola, a su aire. La tarde por fin pasó y la
noche se ofreció espléndida; el viento se había esfumado y en el
cielo brillaban miles de estrellas.
Cuando llegó al portal de su casa se encontró con Azucena, ya
lista para salir. Subieron para que Violeta se diera una ducha y se
cambiara. Tenían toda la noche por delante, aunque ninguna de las
dos esperaba nada de ella, ambas por distintos motivos. Violeta salió
de la ducha con una toalla enrollada a su cuerpo, sacudiendo su
melena larga y rizada con un movimiento elegante y gracioso. Pasado
ya su malhumor comenzó a hablar de Pipo y de lo harta que estaba de
los hombres. Azucena le seguía la corriente, como siempre, ya que
cuando Violeta empezaba a hablar tras unas horas de enfado, no había
quien la hiciera callar. Quiero ponerme un vestido, pero no se cuál,
ven a ayudarme, dijo Violeta. Azucena se dirigió a la habitación de
su amiga y entre las dos fueron sacando vestidos del armario. Este de
flores te queda muy bien, dijo Azucena. No me hables hoy de flores,
por favor. Cualquiera menos ese, respondió Violeta. Al final
quedaron sobre la cama uno de tirantes amarillo y otro en estampado
marrón. Violeta, situada frente al espejo, se ponía
alternativamente uno u otro vestido, sin llegar a decidirse. De
pronto, Azucena se acercó a ella y con un movimiento rápido, de
sorpresa, la besó con dulzura en los labios. Violeta quedó
desconcertada, mientras su cuerpo era recorrido por una sensación
extraña en la que no había rechazo. Azucena, visiblemente nerviosa,
comenzó a acariciarla con suavidad: el pelo, la cara, los
hombros...Sus manos se deslizaban por ese cuerpo largamente deseado
que se dejaba hacer. La toalla, queriendo participar en los hechos,
deshizo su nudo, deslizándose con delicadeza hasta depositarse en el
suelo. En ese momento Violeta se preguntó por qué no había acabado
de depilarse las piernas, aunque supo que no importaba demasiado.
Los bares de copas y el bullicio de la noche las siguió esperando
mientras ellas daban los primeros pasos hacia un mundo desconocido,
sugerente y prometedor. Un mundo con el que Azucena había soñado
muchas veces, mientras su amiga le hablaba de su mala suerte con los
hombres. Al amanecer, Violeta despertó, al fin, con las piernas
enroscada en las de su amante, con un beso en los labios y con un
torso desnudo donde cobijarse. Afuera, lucía un día espléndido,
sin asomo de viento.
Horas después, Pipo caminaba contento en dirección a la casa de
Violeta con un gran ramo de flores en la mano. La noche anterior
había quedado con unos colegas para hablar de un negocio en el que
se jugaba su futuro y las cosas habían ido bien. Violeta se pondría
contenta, sin duda. Además iba a decirle lo que nunca le había
dicho: estaba locamente enamorado de ella y le gustaría formalizar
su relación, hasta el punto de estar dispuesto a casarse si ella así
lo quería.
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