Primavera florida - Cristina Muñiz Martín

                                       

La calle estaba alfombrada con diminutas flores azules, moradas y lilas como mandaba la tradición. Vecinos y turistas se agolpaban curiosos en las plazas y en los estrechos pasillos dejados entre el tapiz floral y las fachadas de los edificios. Miles de cámaras analógicas, digitales y de teléfonos móviles dejaban constancia del espectáculo entre alegres comentarios. Violeta no. Violeta, desde su balcón del primer piso, pensaba en el trabajo que le esperaba cuando todo hubiera acabado, ya pasada la procesión.
Tras una noche de insomnio, como tantas otras, se había levantado tarde. Preparó un café bien cargado y se asomó al balcón a ver si por una carambola del destino llovía, anulándose la fiesta. No hubo suerte. Un viento racheado, que haría mucho más fatigoso su trabajo, había llegado acompañado de un cielo azul y despejado que animó a la gente a salir a la calle en masa, como si las pesadas y heladas rejas del invierno se hubieran derrumbado de repente bajo el toque de la varita mágica de un hada.
Malhumorada, decidió entretener el poco tiempo que le quedaba en hacerse la cera, pues después del trabajo había quedado con Pipo, su casi novio, y ante un abanico de posibilidades sabía que podían acabar en la cama. Se dirigió al cuarto de baño y acababa de echarse una tira de cera en la pierna derecha, cuando sonó el teléfono. No pensaba cogerlo, pero ante la insistente llamada temió que fuera algo importante; su madre últimamente se caía a menudo. Fue corriendo y descolgó. Era Pipo para decirle que esa noche no podía quedar, que tenía un asunto importante. Qué asunto importante iba a tener ese imbécil, pensó ella, aunque evitó decir nada e hizo como si no le importara. Ya de un humor de perros, volvió al baño a arrancarse la cera que había quedado incrustada en su pierna como una lapa a una roca. Tuvo que tirar varias veces y casi se despelleja, quedando la piel tan roja como si hubiera sufrido una quemadura. Fastidiada y dolorida, decidió dejar la depilación para otro momento. Se echó una crema para calmar el ardor de la piel y se vistió dispuesta a salir a la calle para comer cualquier cosa antes de entrar al trabajo. Ya fuera de casa, no pudo evitar mirar con rabia a las calles con flores, a los turistas, a las familias y a las parejas felices. Entró en el bar de Azucena y pidió un mosto. Su mejor amiga se lo sirvió junto a una pregunta ¿Qué te pasa? Tienes cara de mala hostia. Violeta habló de su insomnio, del trabajo y de las flores, pero no le contó nada de Pipo. No fue necesario, Azucena lo adivinó al instante. No sabía cómo lo hacía, pero siempre descubría sus preocupaciones y disgustos solo con mirarla a la cara; parecía una bruja. Violeta contestó con gesto huraño, diciéndole que la dejara en paz y le pusiera algo de comer. Azucena, en plan jocoso, le acercó un polvorón de las pasadas navidades, en alusión al polvo que ya no se iba a echar esa noche. Tú lo que quieres es que engorde, le reprochó ella, no dándose por aludida. Si lo prefieres te doy un caramelo, contestó Azucena divertida. La historia del caramelo venía de largo, de aquellos primeros años de adolescencia cuando compraron caramelos masticables antes de entrar al cine. Allí se encontraron con unos chicos que les gustaban y con los que se estaban iniciando en las artes amorosas. En la oscuridad podían cogerse las manos y sentir las locas sensaciones físicas producidas por las hormonas cuando se rozaban los brazos o las piernas. Ese día Violeta recibió su primer beso sin esperarlo, mientras el caramelo se dejaba querer por su aparato bucal. El chico reculó al instante y salió del cine aprisa y corriendo sin decir adiós. Mucho se habían reído las dos de ese incidente pasados los años, aunque en su momento a Violeta le costó una buena llorera y una gran dosis de vergüenza. Después los años le habían traído unos cuantos novios aunque ninguno se quedó demasiado tiempo en su vida. Quizás era ella, pensaba demasiadas veces, harta ya de esperar por la llegada de un hombre que llenara su corazón, algo que no acababa de suceder. Pipo era su último intento, se lo había prometido a si misma, y el intento era fallido, lo supo desde el primer momento, por más que quisiera engañarse. Azucena la sacó de sus cavilaciones poniéndole delante un plato de aromáticas albóndigas con patatas fritas. Violeta comió con ganas, pues su amiga era una excelente cocinera, no como ella que apenas sabía freír un huevo. Después se dirigió al trabajo con desgana. A la salida iría a casa a ducharse y a cambiarse para vivir la noche. Pensaba ponerse especialmente guapa, se lo pedía el cuerpo.
La tarde discurrió monótona y cansada. Las calles, antes salpicadas de flores perfectamente colocadas, se habían transformado en un basurero. Flores pisoteadas y mugrientas, de un color indefinido, inundaban las calles, las aceras y los bordillos, mezcladas con papeles, paquetes de cigarrillos, envoltorios de golosinas y chicles. Los chicles, incrustados en las baldosas como amantes eternos, le recordaron a la cera de sus piernas. Por qué no encontraría ella a un hombre que quisiera vivir siempre pegado a ella, como los chicles o la cera, se preguntó por enésima vez. Le gustaría tanto despertar todos los días con sus piernas enroscadas en las de su amante, con un beso en los labios, con un torso desnudo en el que cobijarse...en fin, solo eran sueños.
Los brazos de Violeta hermanados con la rabia hacían bailar la escoba de izquierda a derecha de la calle con brío, como si intentara derribar los muros de las casas. Sus dos compañeros apenas le dirigieron la palabra, pues bien sabían que cuando estaba de mal humor era mejor dejarla sola, a su aire. La tarde por fin pasó y la noche se ofreció espléndida; el viento se había esfumado y en el cielo brillaban miles de estrellas.
Cuando llegó al portal de su casa se encontró con Azucena, ya lista para salir. Subieron para que Violeta se diera una ducha y se cambiara. Tenían toda la noche por delante, aunque ninguna de las dos esperaba nada de ella, ambas por distintos motivos. Violeta salió de la ducha con una toalla enrollada a su cuerpo, sacudiendo su melena larga y rizada con un movimiento elegante y gracioso. Pasado ya su malhumor comenzó a hablar de Pipo y de lo harta que estaba de los hombres. Azucena le seguía la corriente, como siempre, ya que cuando Violeta empezaba a hablar tras unas horas de enfado, no había quien la hiciera callar. Quiero ponerme un vestido, pero no se cuál, ven a ayudarme, dijo Violeta. Azucena se dirigió a la habitación de su amiga y entre las dos fueron sacando vestidos del armario. Este de flores te queda muy bien, dijo Azucena. No me hables hoy de flores, por favor. Cualquiera menos ese, respondió Violeta. Al final quedaron sobre la cama uno de tirantes amarillo y otro en estampado marrón. Violeta, situada frente al espejo, se ponía alternativamente uno u otro vestido, sin llegar a decidirse. De pronto, Azucena se acercó a ella y con un movimiento rápido, de sorpresa, la besó con dulzura en los labios. Violeta quedó desconcertada, mientras su cuerpo era recorrido por una sensación extraña en la que no había rechazo. Azucena, visiblemente nerviosa, comenzó a acariciarla con suavidad: el pelo, la cara, los hombros...Sus manos se deslizaban por ese cuerpo largamente deseado que se dejaba hacer. La toalla, queriendo participar en los hechos, deshizo su nudo, deslizándose con delicadeza hasta depositarse en el suelo. En ese momento Violeta se preguntó por qué no había acabado de depilarse las piernas, aunque supo que no importaba demasiado.
Los bares de copas y el bullicio de la noche las siguió esperando mientras ellas daban los primeros pasos hacia un mundo desconocido, sugerente y prometedor. Un mundo con el que Azucena había soñado muchas veces, mientras su amiga le hablaba de su mala suerte con los hombres. Al amanecer, Violeta despertó, al fin, con las piernas enroscada en las de su amante, con un beso en los labios y con un torso desnudo donde cobijarse. Afuera, lucía un día espléndido, sin asomo de viento.
Horas después, Pipo caminaba contento en dirección a la casa de Violeta con un gran ramo de flores en la mano. La noche anterior había quedado con unos colegas para hablar de un negocio en el que se jugaba su futuro y las cosas habían ido bien. Violeta se pondría contenta, sin duda. Además iba a decirle lo que nunca le había dicho: estaba locamente enamorado de ella y le gustaría formalizar su relación, hasta el punto de estar dispuesto a casarse si ella así lo quería.






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