Siempre me
gustaron los globos. Cuando era pequeña y mis padres me llevaban a
la verbena, lo primero que hacía papá cuando llegábamos al recinto
de la feria era comprarme un globo. Yo lo sujetaba por aquel hijo
endeble y traicionero, que en menos de nada se escabullía de mi mano
y elevaba al cielo mi preciado tesoro, dejándome empapada en
llanto. Por eso me sentí muy feliz cuando supe que desde aquí,
desde mi ventana, puedo contemplar esos globos de colores que
majestuosos surcan el firmamento y hacen las delicias de sus
ocupantes. Yo también me monté en uno. Al principio me daba algo de
miedo, pero el guía supo calmar mi inquietud. Me dijo que era
imposible caerse, que ese globo era el transporte más seguro del
mundo, y no sé por qué, yo le creí. La verdad es que fue un viaje
agradable y ahora aquí, en mi nueva casa, desde la que me puedo
pasar horas y horas mirando el cielo coloreado por cientos de
globos... no puedo pedir más.
Al principio me
aburría un poco. Pensé que iba a venir Carlos conmigo pero al final
no pudo ser. Cuando se entere de que he hecho un viaje en globo le
va a dar algo. Hace años, a poco de casarnos, como no habíamos
podido tener luna de miel por motivos de trabajo, hicimos un viaje a
la Capadocia. A mí me hacía mucha ilusión por ver los paisajes,
las ciudades subterráneas y esas cosas, y a él también, pero por
viajar en globo. Yo tenía claro que no lo iba a hacer, y no lo hice.
Me quedé en tierra firme esperándole, aunque no sé que sería
mejor, porque el tiempo que él estuvo en el aire se me hizo eterno,
no pensaba más que en la posibilidad de que aquello se viniera
abajo, y solo cuando lo tuve de nuevo a mi lado sentí alivio.
Fue un viaje
bonito, en realidad todo al lado de Carlos es bonito, es el mejor
hombre del mundo. Todavía recuerdo cuando le conocí, en la
Universidad. Él era mi profesor de Derecho Penal y yo una muchacha
tímida y frágil. No sé por qué se fijó en mí. Cuando le
pregunto siempre me contesta que él tampoco lo sabe, que se fijó y
ya está, que el amor es caprichoso e imprevisible y que es una
tontería buscarle explicación porque nunca se la vamos a encontrar.
Supongo que tiene razón, porque yo le quise en cuanto lo vi aparecer
la primera vez por el aula, con esa planta que aun hoy conserva,
alto, de aspecto ligeramente descuidado, ojos azules, barba de cuatro
días, el pelo un poco largo y revuelto, gafas redondas de
intelectual... me enamoré tonta y platónicamente, con la completa
seguridad de que nunca llegaríamos a nada. Pero llegamos. Un día me
invitó a un café en la cafetería de la facultad, y otro día y
otro... y así poco a poco, un día sentí sus labios sobre los míos
y supe que mi sueño se había cumplido
No fue un noviazgo
fácil. En casa me decían que era demasiado mayor para mí y mi
padre no quería ni oír hablar de él. Tal era su enfado, o su
preocupación, o no sé qué, que casi me llegó a prohibir seguir
estudiando. Pero yo saqué fuerzas para plantarme y no les quedó más
remedio que ceder. Creo que lo hicieron porque nunca pensaron que
alguien como yo pudiera ponerse tan firme. Además, por suerte, en
cuanto conocieron a Carlos sus reticencias se esfumaron, no podía
ser de otra manera. Es un hombre excepcional, bueno, servicial,
agradable, divertido... y me quiere tanto que papá y mamá se han
olvidado de los quince años que nos separan.
Nos casamos hace
ya diez años, justo cuando yo terminé la carrera, y apenas un año
después nació Camila. Mis padres, como siempre, pensaban que era
demasiado joven para tener un hijo, pero yo siempre había querido
tener hijos joven, y además Carlos ya estaba en edad de ser padre, o
de lo contrario parecería abuelo. Pero lo cierto es que cuando
vieron a su nieta , pasó lo mismo que con el papá, que se olvidaron
de todo.
Cuando nos casamos
nos fuimos a vivir a su piso de soltero, un inmueble antiguo pero
bien conservado, situado en la parte vieja de la ciudad. Ambos
sentíamos una debilidad inexplicable por las zonas viejas de las
ciudades. Pensábamos que destilaban un aire añejo, cargado de
sentimientos y de tiempos no vivimos que nos subyugaban sin saber el
motivo. Tal vez por eso nos gustaba tanto nuestro hogar y pasábamos
en él mucho tiempo, sobre todo los largos y ociosos fines de semana
del invierno. Mientras fuera el viento soplaba con fuerza y la lluvia
golpeaba los cristales, Carlos y yo disfrutábamos de nuestra mutua
compañía entre tazas de café y el humo de los cigarrillos que
compartíamos. El piso era de alquiler y desgraciadamente hace unos
meses el dueño nos comunicó que debíamos abandonarlo, puesto que
una de sus hijas lo necesitaba para vivir. Fue entonces cuando nos
planteamos la posibilidad de comprar. Adquirir unos de aquellos pisos
en la zona antigua era una posibilidad que estaba fueran de nuestros
bolsillos, así que optamos por mirar algo más asequible que, sin
estar en el centro, tampoco nos quedara muy a desmano de todas las
comodidades de las que habíamos disfrutado hasta el momento. Tuvimos
suerte. Un amigo nos habló de una familia a la que urgía vender un
adosado y nos hicimos con él. Seguíamos pensando que no tenía
tanto encanto como el piso que habíamos dejado pero a cambio, en su
parte delantera, poseía un pequeño jardín, y en la trasera un
espacio de terreno ideal para que Camila pudiera disfrutar de la vida
al aire libre que tanto le gustaba.
Hoy comenzamos a
hacer la mudanza. Hemos estado toda la mañana acarreando cosas,
Carlos con su coche, yo con el mío.... hasta que de manera
inexplicable le he perdido la pista. Ahora que lo pienso... es
extraño, porque esta casa en la que me encuentro no es la nuestra,
ni los campos que desde ella se ven me son familiares, ni por
supuesto esos globos que surcan el aire pintándolo de colores. Miro
el reloj, pero ha desaparecido de mi muñeca. Por primera vez siento
una oleada de pánico y sé que nada está funcionando como debiera.
Entonces veo a mi guía, el que me invitó a montar en el globo, que
se acerca a mí sonriendo. Su sonrisa me tranquiliza y
atropelladamente le cuento mis inquietudes. Él no habla. Simplemente
se acerca conmigo a la ventana abierta y me señala las nubes y los
globos que no cesan de traer gente. Tardo unos minutos en comprender,
pero de pronto recuerdo todo. Aquel cruce, el camión que se salta el
stop y se me echa encima...
-Carlos no va a
venir ¿verdad? – le pregunto.
-Algún día lo
hará – me contesta – pero todavía falta mucho tiempo.
Una paz infinita
se adueña de mí y una leve sonrisa se asoma a mis labios. No, que
no venga todavía, yo le esperaré lo que haga falta, que ojalá sea
mucho, mucho tiempo.
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