Siempre pensé
que trabajar detrás de una mesa de oficina era algo poco creativo, y
sigo pensando lo mismo, pero también siempre lo palié con mis
actividades de ocio. El trabajar como funcionaria me daba estabilidad
económica, aunque todas las mañanas me hundiera entre papeles,
solicitudes, reclamaciones, quejas y demás, me daba lo mismo, al
final de mes cobraba y me gustaba el trato con la gente, a pesar de
que a veces tenía que soportar sus malos humores. Al tener las
tardes libres podía dedicarme a lo que realmente me gustaba,
realizar diversas actividades relacionadas con la cultura y el arte,
creatividad en estado puro. Escribía, leía mucho, acudía a
charlas, conferencias, todo aquello que tuviera el poder de mantener
mi cerebro y mi imaginación en marcha, me servía para llenar mi
tiempo de ocio.
Aunque me sentía
bastante satisfecha con mi vida personal, tenía una espinita clavada
que hacía que no me sintiera bien del todo. Era gorda, bastante
gorda y aunque tampoco es que tuviera demasiado complejo, pues sabía
que poseía sobradas cualidades que nada tenían que ver con mi
imagen, sí es cierto que cuando me miraba al espejo me imaginaba con
unos cuantos kilos menos y mi dosis de autoestima aumentaba un tanto.
Me decidí pues a ponerme en manos de un profesional que me ayudara a
conseguir mi propósito, aunque no estaba demasiado segura de poder
conseguirlo, y mucho menos cuando me puso encima de la báscula y el
indicador pasó de los cien kilos.
-Tenemos que
llegar a los setenta y cinco – me dijo mi dietista.
Y yo me reí por
no llorar. Cuando quince días después pasé de nuevo por su
consulta a buscar mi dieta volví a hacer lo mismo. Fuera fritos,
fuera dulce, fuera la cervecita de media tarde o el vermut de medio
día. Mucha verdura, y todo pasado por la pesa, cien gramos de esto,
ciento cincuenta de lo otro. Bueno, había que intentarlo. Y me
dispuse a ello. Poco a poco fui descubriendo que no estaba tan mal
comer así. No pasaba hambre y transcurridas las primeras semanas ni
siquiera sentía ganas de chocolate o de un trozo de empanada. Me
acostumbré a la dieta y un año después había alcanzado mis
setenta y cinco kilos. Con mi nueva imagen, mi talla 42 y mi reflejo
en el espejo mucho más juvenil, me sentí dispuesta a afrontar
nuevos retos.
Cierto día me
propusieron hacer teatro. Yo había actuado en una función en mis
años de juventud, en el instituto, y aquello de interpretar, de
meterme en una vida que no era la mía, siempre me atrajo, y sin
pensármelo demasiado accedí a la propuesta. Descubrí que me
gustaba mucho más de lo que en principio había pensado, que no se
me daba mal aquello de ser actriz. El estreno de la obra fue un éxito
total, se representó en varias ciudades con la misma suerte y
después de ésa vino otra y otra más. Aunque las cosas me iba bien
en este terreno nunca me vi como actriz profesional ni mucho menos.
El teatro para mí era una forma de divertirme más, de cubrir mi
tiempo libre, hasta que recibí aquella llamada.
Se reflejaba en
la pantalla de mi móvil un número desconocido y no lo cogí, tengo
por costumbre no hacerlo salvo que haya quedado con alguien, pero era
tan insistente que al final opté por descolgar.
-Buenos días
¿Hablo con Lucía Fuentes?
Era un voz de
hombre, una voz arrastrada, como despreocupada, casi extraña.
-Sí –
contesté –, soy yo ¿Quién me llama?
-Soy Ricardo
Espinosa, el director de cine, es que quería hacerle una propuesta.
Las piernas me
comenzaron a temblar y el cerebro se me llenó de una neblina
persistente y mareante. ¿Qué leches quería de mí un director de
cine? En seguida me lo dijo. Me había visto actuar casualmente en
una representación teatral, le había gustado y deseaba hacerme unas
pruebas para su próxima película ¿Me interesaba? Bueno....
confieso que dudé unos instantes, durante los cuales por mi mente
comenzaron a pasar imágenes, fotogramas de lo que había sido mi
vida hasta entonces y de en lo que se podía convertir. No sé si me
pareció mal o bien, no me dio tiempo a valorarlo, porque casi de
inmediato le dije que sí, que estaba dispuesta a hacer esa prueba y
meterme de lleno en el mundo del celuloide.
Dos semanas
después estaba en Madrid, más nerviosa que otra cosa, temblando de
pies a cabeza ante lo que se avecinaba. Me trataron como a una reina,
me alojaron en un hotel elegante a gastos pagados y por fin llegó el
gran día. Haz esto, haz lo otro, ponte para aquí, ponte para allí,
dí esto, proyecta la voz, baila, canta, muévete para un lado y para
otro... Fueron completitas las pruebas, la verdad y me despidieron
con un “ya te llamaremos”. Y me llamaron poco tiempo después.
Entonces comenzó mi calvario. Mi primera reunión con guionistas,
productor, y director fue emocionante, sobre todo cuando me hablaron
de mi personaje. Una mujer de su tiempo, culta, inteligente, con una
buena profesión, pero.... con obesidad.
-Tienes que
engordar cuarenta kilos – me dijeron.
Cuarenta kilos
nada menos, diez más de los que había conseguido adelgazar. Ya no
me pareció todo tan maravilloso. Creo que al ver la cara que puse
todos se apresuraron a justificar aquella condición.
-No te preocupes,
tendrás a un médico que controlará tu dieta y tu salud, que podrá
atajar los inconvenientes pronto si algo va mal y por supuesto en
cuanto termines de rodar volverás a tu peso.
Hacía apenas dos
años que me mantenía con mis setenta y cinco kilos. La posibilidad
de volver a verme gorda me aterraba, pero si eran exigencias del
guión no me quedaba otra.
Y comenzó mi
nueva dieta. En mi vida comí tanto dulce. Donuts, pasteles,
chocolate, bebidas gaseosas azucaradas... Cada dos semanas me hacían
un análisis para verificar que mi salud seguía siendo buena y que
los niveles de azúcar, colesterol y esas cosas se mantenían dentro
de la normalidad. No sé como podía ser, pero era. Mi salud física
no se resintió, pero la psíquica sí, un poco. No era nada
agradable ver como mi cuerpo se volvía a inflar de nuevo como un
globo, y además a pasos agigantados. Llegué a mi nuevo peso y
comenzó el rodaje de la película. Fue un verdadero calvario. No era
capaz de olvidarme de mi gordura ni siquiera durante el rodaje, a
pesar de que me gustaba la temática de la película y me sentía
bien con los compañeros, pero me acostaba en la cama llorando,
después de mirarme al espejo y ver los michelines de mi barriga
rebosar con generosidad con encima de la cintura de mis bragas.
Al terminar el
rodaje, dieta de nuevo en sentido inverso. No sé por qué, pero me
costó más que la anterior vez, al cabo de año y medio volví a mi
peso y me sentí satisfecha. La película fue un éxito y poco
después de su estreno me llamaron para otra. Esta vez la directora
era Estrella Cifuentes.
-El personaje es
una chica anoréxica. Tendrás que adelgazar unos treinta o treinta y
cinco kilos. Naturalmente tendrás un doctor a tu disposición que
controlará tu salud en todo momento – me dijo en nuestra primera
entrevista.
Me levanté de la
silla en la que estaba sentada frente a aquella mujer tan poco
elegante y le dije que ni hablar:
-A ver si os
creéis que mi cuerpo es un muelle, ahora estira, ahora encoje. Me
vuelvo a mi trabajo de funcionaria.
Y me volví. Mi
incursión en el mundo del celuloide no fue nada satisfactoria, así
que prefiero estar aquí, detrás de una mesa y en medio de mis
papeles, con mis ciudadanos cabreados y sus reclamaciones, que serán
por muchos motivos, pero nunca porque yo esté gorda o delgada.
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