Sucedió en Semana Santa - Marian Muñoz





Mimado, consentido, adorado y admirado en mi infancia, fui un niño feliz. Como hijo único tenía todo aquello que quería, el juguete más reciente, la ropa más moderna y los caprichos que se me ocurrían. Por supuesto me portaba bien, era considerado con mis mayores y en clase rendía como nadie, además de ser aplicado era buen compañero y amigo de mis amigos, como veis un prodigio de niño. Todo eso lo fui hasta aquella Semana Santa de mis once años, en que tras un embarazo revuelto, mi madre trajo a Eva. Aquel saco de gritos y sollozos atraía la atención y las miradas de todo el que venía a nuestro hogar.

El recuerdo recurrente de los tres primeros meses era el sueño, se pasaba la noche llorando y bien mi padre o mi madre la paseaban por casa intentando dormirla. Desde mi habitación oía los llantos primero y las pisadas después, no pudiendo conciliar el sueño reparador necesario para estar despierto en clase al día siguiente.

Mi mundo se trastocó, vecinos, amigos y familiares apenas se percataban de mi existencia, todas las miradas eran dedicadas a aquel cacho carne con ojos y buenos pulmones. Regalos, alabanzas y carantoñas iban sólo para ella, dejándome a un lado, ignorándome o aconsejándome que al ser el hermano mayor tendría que cuidarla.

A consecuencia de la recién llegada, mis notas bajaron ostensiblemente, mi comportamiento inició un incremento hacia la protesta, la desconsideración y cierta violencia, originada por una rabia interna que desconocía y de la que no era consciente, simplemente todos estaban en contra mía al haber sido desplazado por aquella mocosa.

Empecé a involucrarme en peleas escolares y de barrio, siendo castigado en más de una ocasión además de privado de los caprichos que siempre me hicieron sentir el centro de todos. Nadie me trataba como antes de llegar Eva, se hacía evidente que era ella o yo, los dos no podíamos vivir allí, así que traté de idear la forma de perderla de vista, pero en cuanto me obligaban a cuidarla un rato, mis planes se esfumaban. Aquella sonrisa, aquella manita que agarraba mi dedo y mostraba un cariño inmenso, cambiaba mis pensamientos mientras estaba con Eva, pero en cuanto me daba media vuelta y había alguien pendiente de ella, me hacía invisible a los demás y mi rabia resurgía.

Esa lucha interna y externa que mantenía continuamente para llamar la atención, tuvo la peor respuesta. Oí a mis padres conversar de enviarme a un internado, lejos de casa, de mis amigos y compañeros de clase, me estaba convirtiendo en un delincuente en ciernes y tenían que atajarlo rápidamente.

Mi desolación fue total. Era como había pensado, ella o yo, y Eva estaba ganando la partida a pesar de no saber ni hablar. El siguiente curso no viviría con ellos, pero antes en Semana Santa íbamos al pueblo, a bautizarla allí y celebrarlo con los abuelos, tíos y primos cercanos y lejanos. Ahora precisamente que había hecho planes con Blas, me tenía que fastidiar y viajar por culpa de la canija. No aguantaba más, tenía realmente que quitarla de en medio y volver a ser nosotros tres. Así que me puse a pensar.

En el pueblo mis abuelos me trataban como siempre, aunque era evidente que se les caía la baba mirando a mi hermana. Podía vagar solitario sin problemas entre casas y campos, siguiendo a Damián el pastor, cada vez que regresaba con su rebaño, porque salir no le veía nunca al hacerlo muy temprano. Mamá y la abuela llevaban tres días cocinando y guisando, era un martirio no dejarme entrar en la cocina y cuidar a ratos de Eva. Ya tenía pensado cómo librarme de ella, la llevaría de paseo por algún trigal y la dejaría allí sin acordarme en donde. O quizás mejor la llevaría al río y la metería en una caja de cartón, para que al viajar corriente abajo alguien la encontrara como a Moisés, sí, esa idea me gustaba más.

Llegó el día del bautismo y no logré llevar a cabo ninguna de mis ocurrencias. Rabiado como estaba por no haberme dejado ir al cine el viernes santo, decidí vengarme al día siguiente. Mientras todos estaban en la iglesia bautizando a mi hermanita, me acerqué hasta el corral donde dispuestas en tableros, estaban las viandas que mamá y la abuela habían cocinado durante tantos días. Destapé las tortillas y empanadas, metí los dedos en tartas y suflés, tiré por el suelo vasos y bebidas, permitiendo que moscas y mosquitos acudieran por cientos a un seguro festín. Me largué del sitio y me uní al pelotón familiar que saliendo de la Iglesia se dirigían al corral. La conmoción fue tremenda, nunca había visto gritar y llorar de esa forma a mi madre. Aquella escena hizo remover algo dentro de mí, que olvidé en cuanto todas las miradas se dirigieron a mi persona, siendo embroncado por mi padre y enviado castigado a la habitación.

La cara de estupor y de disgusto de mi madre y mi abuela me alcanzó muy adentro, empezaba a darme cuenta que había llegado muy lejos y no podía parar lo que acababa de iniciar. Se me hizo un agujero en mi interior y comencé a llorar, como nunca antes jamás lo había hecho. Fui hasta el pajar deseando estar a solas con mi pena y mi dolor, cuando de repente noté algo húmedo en mi mano. Creyendo que era una serpiente, me eché hacia atrás con pavor, y al levantar la vista, pude entrever a través de mis lágrimas, un cachorrillo de perro, me miraba sorprendido y anhelante de un poco de cariño. Su presencia consiguió apaciguarme, en cuanto le acaricié se deshizo en lametones y saltos alrededor mío. No tenía collar ni identificación alguna, así que decidí adoptarlo y le llamé Pipo. ¿Cómo iba a conseguir que me permitieran tenerlo? Al estar castigado nadie iba a verme a mi dormitorio, y allí lo escondí. No tenía idea que podría comer, pero un poco de pan y un cuenco viejo para echarle agua, sería suficiente por el momento. Busqué a Damián, seguro que él sabría lo que come un perro, me respondió que sobras, huesos y pan. Apenas estuvo un día escondido, porque los restos que dejaba por la habitación, fueron descubiertos por mi madre al ir a recomponer mi cama.

Lo echó fuera de casa y salí corriendo tras él. Llorando imploré su perdón, prometiendo portarme bien, volver a estudiar como antes y cuidar de Eva toda mi vida. Nunca más iba a hacer algo semejante. Creo que mi madre llevaba tiempo deseando oír algo así y buscando con la mirada la aprobación de mi padre, me dejaron cuidar de Pipo, pudiendo llevarlo a casa si aprobaba el curso, mientras tanto lo cuidarían los abuelos que tenían sitio para ello.

Gracias a Pipo pude reconducir mi vida, y hoy es uno de los días más felices y también de los más tristes. Me voy a doctorar, en la ceremonia estarán presentes mis padres, Eva, mi novia Adela y Pipo. En cuanto termine la celebración nos acercaremos hasta el veterinario que durante quince años ha cuidado del cariñoso animal. Le va a poner una inyección y se dormirá para siempre, ya es viejo, el reuma y el corazón le están haciendo pasarlo mal y le cuesta mucho respirar, él ha sido mi leal amigo todos estos años, con sus saltos, lametones y juegos me ha ayudado a concentrarme en los estudios y ser mejor persona. Nunca le olvidaré, pero su tiempo está terminando ya. Es muy duro, pero he de afrontar su final, nuestro final no, porque siempre estaremos unidos en mi corazón.
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