Mimado,
consentido, adorado y admirado en mi infancia, fui un niño feliz.
Como hijo único tenía todo aquello que quería, el juguete más
reciente, la ropa más moderna y los caprichos que se me ocurrían.
Por supuesto me portaba bien, era considerado con mis mayores y en
clase rendía como nadie, además de ser aplicado era buen compañero
y amigo de mis amigos, como veis un prodigio de niño. Todo eso lo
fui hasta aquella Semana Santa de mis once años, en que tras un
embarazo revuelto, mi madre trajo a Eva. Aquel saco de gritos y
sollozos atraía la atención y las miradas de todo el que venía a
nuestro hogar.
El
recuerdo recurrente de los tres primeros meses era el sueño, se
pasaba la noche llorando y bien mi padre o mi madre la paseaban por
casa intentando dormirla. Desde mi habitación oía los llantos
primero y las pisadas después, no pudiendo conciliar el sueño
reparador necesario para estar despierto en clase al día siguiente.
Mi
mundo se trastocó, vecinos, amigos y familiares apenas se percataban
de mi existencia, todas las miradas eran dedicadas a aquel cacho
carne con ojos y buenos pulmones. Regalos, alabanzas y carantoñas
iban sólo para ella, dejándome a un lado, ignorándome o
aconsejándome que al ser el hermano mayor tendría que cuidarla.
A
consecuencia de la recién llegada, mis notas bajaron
ostensiblemente, mi comportamiento inició un incremento hacia la
protesta, la desconsideración y cierta violencia, originada por una
rabia interna que desconocía y de la que no era consciente,
simplemente todos estaban en contra mía al haber sido desplazado por
aquella mocosa.
Empecé
a involucrarme en peleas escolares y de barrio, siendo castigado en
más de una ocasión además de privado de los caprichos que siempre
me hicieron sentir el centro de todos. Nadie me trataba como antes
de llegar Eva, se hacía evidente que era ella o yo, los dos no
podíamos vivir allí, así que traté de idear la forma de perderla
de vista, pero en cuanto me obligaban a cuidarla un rato, mis planes
se esfumaban. Aquella sonrisa, aquella manita que agarraba mi dedo y
mostraba un cariño inmenso, cambiaba mis pensamientos mientras
estaba con Eva, pero en cuanto me daba media vuelta y había alguien
pendiente de ella, me hacía invisible a los demás y mi rabia
resurgía.
Esa
lucha interna y externa que mantenía continuamente para llamar la
atención, tuvo la peor respuesta. Oí a mis padres conversar de
enviarme a un internado, lejos de casa, de mis amigos y compañeros
de clase, me estaba convirtiendo en un delincuente en ciernes y
tenían que atajarlo rápidamente.
Mi
desolación fue total. Era como había pensado, ella o yo, y Eva
estaba ganando la partida a pesar de no saber ni hablar. El
siguiente curso no viviría con ellos, pero antes en Semana Santa
íbamos al pueblo, a bautizarla allí y celebrarlo con los abuelos,
tíos y primos cercanos y lejanos. Ahora precisamente que había
hecho planes con Blas, me tenía que fastidiar y viajar por culpa de
la canija. No aguantaba más, tenía realmente que quitarla de en
medio y volver a ser nosotros tres. Así que me puse a pensar.
En
el pueblo mis abuelos me trataban como siempre, aunque era evidente
que se les caía la baba mirando a mi hermana. Podía vagar
solitario sin problemas entre casas y campos, siguiendo a Damián el
pastor, cada vez que regresaba con su rebaño, porque salir no le
veía nunca al hacerlo muy temprano. Mamá y la abuela llevaban tres
días cocinando y guisando, era un martirio no dejarme entrar en la
cocina y cuidar a ratos de Eva. Ya tenía pensado cómo librarme de
ella, la llevaría de paseo por algún trigal y la dejaría allí sin
acordarme en donde. O quizás mejor la llevaría al río y la
metería en una caja de cartón, para que al viajar corriente abajo
alguien la encontrara como a Moisés, sí, esa idea me gustaba más.
Llegó
el día del bautismo y no logré llevar a cabo ninguna de mis
ocurrencias. Rabiado como estaba por no haberme dejado ir al cine el
viernes santo, decidí vengarme al día siguiente. Mientras todos
estaban en la iglesia bautizando a mi hermanita, me acerqué hasta el
corral donde dispuestas en tableros, estaban las viandas que mamá y
la abuela habían cocinado durante tantos días. Destapé las
tortillas y empanadas, metí los dedos en tartas y suflés, tiré por
el suelo vasos y bebidas, permitiendo que moscas y mosquitos
acudieran por cientos a un seguro festín. Me largué del sitio y me
uní al pelotón familiar que saliendo de la Iglesia se dirigían al
corral. La conmoción fue tremenda, nunca había visto gritar y
llorar de esa forma a mi madre. Aquella escena hizo remover algo
dentro de mí, que olvidé en cuanto todas las miradas se dirigieron
a mi persona, siendo embroncado por mi padre y enviado castigado a la
habitación.
La
cara de estupor y de disgusto de mi madre y mi abuela me alcanzó muy
adentro, empezaba a darme cuenta que había llegado muy lejos y no
podía parar lo que acababa de iniciar. Se me hizo un agujero en mi
interior y comencé a llorar, como nunca antes jamás lo había
hecho. Fui hasta el pajar deseando estar a solas con mi pena y mi
dolor, cuando de repente noté algo húmedo en mi mano. Creyendo que
era una serpiente, me eché hacia atrás con pavor, y al levantar la
vista, pude entrever a través de mis lágrimas, un cachorrillo de
perro, me miraba sorprendido y anhelante de un poco de cariño. Su
presencia consiguió apaciguarme, en cuanto le acaricié se deshizo
en lametones y saltos alrededor mío. No tenía collar ni
identificación alguna, así que decidí adoptarlo y le llamé Pipo.
¿Cómo iba a conseguir que me permitieran tenerlo? Al estar
castigado nadie iba a verme a mi dormitorio, y allí lo escondí. No
tenía idea que podría comer, pero un poco de pan y un cuenco viejo
para echarle agua, sería suficiente por el momento. Busqué a
Damián, seguro que él sabría lo que come un perro, me respondió
que sobras, huesos y pan. Apenas estuvo un día escondido, porque
los restos que dejaba por la habitación, fueron descubiertos por mi
madre al ir a recomponer mi cama.
Lo
echó fuera de casa y salí corriendo tras él. Llorando imploré su
perdón, prometiendo portarme bien, volver a estudiar como antes y
cuidar de Eva toda mi vida. Nunca más iba a hacer algo semejante.
Creo que mi madre llevaba tiempo deseando oír algo así y buscando
con la mirada la aprobación de mi padre, me dejaron cuidar de Pipo,
pudiendo llevarlo a casa si aprobaba el curso, mientras tanto lo
cuidarían los abuelos que tenían sitio para ello.
Gracias
a Pipo pude reconducir mi vida, y hoy es uno de los días más
felices y también de los más tristes. Me voy a doctorar, en la
ceremonia estarán presentes mis padres, Eva, mi novia Adela y Pipo.
En cuanto termine la celebración nos acercaremos hasta el
veterinario que durante quince años ha cuidado del cariñoso animal.
Le va a poner una inyección y se dormirá para siempre, ya es
viejo, el reuma y el corazón le están haciendo pasarlo mal y le
cuesta mucho respirar, él ha sido mi leal amigo todos estos años,
con sus saltos, lametones y juegos me ha ayudado a concentrarme en
los estudios y ser mejor persona. Nunca le olvidaré, pero su tiempo
está terminando ya. Es muy duro, pero he de afrontar su final,
nuestro final no, porque siempre estaremos unidos en mi corazón.
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