Mi
abuela siempre fue muy excéntrica. Se quedó viuda muy joven y vivía
en una casa cerca de la playa. Todas las mañanas salía a recoger
conchas,
con las que después hacía objetos que vendía en el mercado o por
internet. A mi me gustaba ayudarla, así que muchas mañanas acudía
a su encuentro y nos pasábamos horas en la playa. Un día me dijo:
-Dile
a tu madre que por fin ayer por la tarde vino a verme el lobo.
No
le di réplica, pensé que se le estaba yendo la cabeza y por
supuesto no le dije nada a mi madre. Pero comenzó a hablarme del
lobo con relativa frecuencia, contándome tremendas tonterías, que
si habían quedado para un café, que si la había invitado al cine…
Comencé
a preocuparme, pero antes de decírselo a mi madre, quise averiguar.
Una tarde me presenté de improviso en su casa. Un señor muy apuesto
merendaba con ella en el jardín.
-Pasa, Jazmín, pasa – me dijo muy contenta –
Te presento a Ricardo Lobo Fernández, un buen amigo.
Respiré
aliviada, la abuela no estaba loca, simplemente se había echado
novio.
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