Como si no hubiera pasado - Gloria Losada




La magia se desató con aquella llamada el día en que cumplí los cincuenta. Cuando me puse al teléfono y escuché su voz apenas me lo podía creer. Durante una fracción de segundo dudé de que fuera ella, pero lo era, en realidad hubiera reconocido aquella voz aunque hubiera transcurrido el doble de tiempo del que llevaba sin oírla.
-No podía dejarlo más – me dijo – cincuenta años no se cumplen todos los días.
Ninguna edad se vuelve a cumplir jamás, pero es cierto que el cinco delante impone un poco, tal vez porque nos hace ser conscientes de que esa juventud de la creemos disfrutar todavía, se va quedando atrás de manera irremediable.
Charlamos un rato largo y durante el resto del día mi mente y mi corazón se revolvieron en una ilusión casi infantil. Los recuerdos de todos los momentos a su lado fueron desfilando como los fotogramas de una película. La conocí una tarde en la que mi abuelo me había llevado con él al taller de su abuelo, que hacía baldosas y mientras los hombres hablaban de sus cosas y yo me aburría entre cemento y máquinas extrañas, apareció por allí una niña menuda, con el pelo recogido en dos coletas , que me miraba sonriendo. No hizo falta hablar, solo mirarnos y que yo le devolviera la sonrisa, para que comenzara
nuestra amistad. No debíamos de tener más de tres o cuatro años. Luego, poco tiempo después, empezamos a ir a la misma escuela, la de pueblo, donde la profesora doña Carmen, nos enseñaba no solo conocimientos, sino a caminar por el sendero desconocido de nuestra propia existencia. A partir de ahí nuestra vida, la de ella y la mía se llenó de vivencias, de momentos compartidos
que hoy son recuerdos imborrables. Las tardes jugando con las muñecas en su casa o en mía, los paseos en bicicleta, los ensayos con el coro de la iglesia los sábados por la tarde, el fallecimiento prematuro de su hermana pequeña, cuando apenas teníamos quince años y la muerte todavía era un concepto que nos quedaba lejos, las excursiones de verano, los cambios de colegio, el comienzo en el instituto, las confidencias de la adolescencia, los primeros novios, los primeros besos, el comenzar a volar solas cuando nos marchamos a estudiar a la Universidad, siempre juntas, siempre unidas, siempre.
Pero un día el lazo que nos había mantenido unidas se desató, no podía ser de otra manera.
Formamos nuestra familia, y nuestros trabajos nos alejaron del pueblo en el que habíamos nacido y vivido hasta entonces y nos asentaron en lugares distantes. La comunicación se fue perdiendo . Yo intenté ponerme en contacto con ella en varias ocasiones de manera infructuosa, y nuestra amistad cayó el un letargo latente, que no en el olvido, nunca en el olvido.
Este verano la volví a ver. La cita fue en el Guggenheim, en Bilbao, la ciudad en la que ella vive y a la que yo acudí a hacer turismo. Allí, al lado de un perro de flores gigante que parecía querer resguardar nuestro encuentro. La vi de lejos y la reconocí en seguida a pesar de los años. El tiempo no se había portado demasiado mal con ninguna de las dos. Nos abrazamos y la emoción contenida
se desató. Nunca fui persona de llorar delante de nadie, prefiero derramar lágrimas a solas, tanto de alegría como de tristeza, pero en ese momento no lo pude evitar. Aquel abrazo, aquellas lágrimas traicioneras, ataron el lazo de nuevo. Y comenzamos a hablar, y contarnos cosas, y a recordar y a
andar de nuevo juntas un trocito de nuestro camino, como si no hubieran pasado más de veinte años, como si el tiempo separadas no hubiera existido jamás.






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