Romualdo quería
ser torero y lo primero que hizo fue comprarse una muleta, a
pesar de la oposición de su madre, que opinaba que no valía para
ello. Y es que el muchacho era un poco torpe de movimientos, pues
medía casi dos metros y calzaba un treinta y nueve. Le costaba
caminar, no digamos ya si tenía que ponerse a correr delante de un
toro. Como no tenía dinero, porque además era un vago y pasaba de
buscarse un trabajo normal, y su madre se negó a tirar los cuartos
en una escuela de tauromaquia, practicaba en casa, dando pases
ficticios a diestro y siniestro, o toreando al perro, que no le hacía
el más mínimo caso. Un día la buena mujer, harta de tanta
tontería, se lo llevó a un finca de las afueras y a la tenue luz de
una cerilla le mostró a un toro de cerca.
-Hala, venga, saca
la muleta y practica.
Al día siguiente
encontró trabajo de albañil.
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