Empezar a vivir - Gloria Losada



No sé por qué ocurrió. Puede que no me gustara lo que vi, lo que sentí, aquella nueva manera de vivir que nada tenía que ver con lo que había conocido hasta entonces. Abandonar mi antigua comodidad había supuesto casi un trauma. De pronto dejé de flotar y un fuerza me empujó hacia el aire frío que envolvió mi pequeño cuerpo. Me sentí mal y lloré, lloré con todas mis fuerzas mientras todo eran risas a mi alrededor, y voces que hablaban muy fuerte y me hacían daño en los oídos. Menos mal que alguien tuvo piedad de mí y me puso a su lado. La conocí en seguida por los latidos de su corazón, era ella, le persona que me había llevado dentro de sí durante todos aquellos meses de tranquilidad. La calidez de su piel y de sus susurros consiguieron calmar el dolor y la rabia que me había producido la entrada en el mundo. Pero poco duró mi dicha. Alguien me arrebató de sus brazos y con brusquedad me puso debajo de un chorro de agua haciendo caso omiso a mis protestas. Por si eso fuera poco una manos fuertes me tomaron y se dedicaron a jugar con mi menudo cuerpecito poniéndolo en diferentes posturas.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que por fin me vistieron y me colocaron sobre algo blandito. Estaba tan cansado que enseguida me dormí y cuando desperté sentí una sensación extraña, como de que me faltaba algo, como si tuviera un hueco en mi interior. Después supe que era hambre y que para que me la paliaran tenía que llorar, en realidad para todo tenía que llorar. Vaya rollo. Llorar si tenía hambre, si me hacía caca o pis, si las tripas se ponían a dar vueltas en mi interior, si estaba incómodo por esto o por lo otro... siempre llorando. ¿Realmente había merecido la pena estrenarme en el mundo para eso? Sólo conseguía calmarme cuando mamá me tomaba en sus brazos, y a veces ni eso, porque cuando me dolía la tripa no había nada que me pudieran hacer para que dejara de berrear. Además sabía que mi mamá y mi papá se preocupaban al escuchar mi llanto, incluso a veces se desesperaban, y estaban cansados y de mal humor por mi culpa. Yo no lo podía evitar. Tal vez si pudiera hablar y decirles lo que me pasaba las cosas hubieran sido diferentes, pero a pesar de que lo intenté por varias veces, no fui capaz. No podía colocar bien la lengua, que solo me servía para succionar la teta mamá y poder alimentarme y otra cosa asquerosa de goma que me metieron en la boca al poco de nacer y que no me servía para nada, pero que inevitablemente me acostumbré a chupar. Además como no tenía dientes... supongo que eso también influiría. Por cierto, si llego a saber lo mal que se pasa cuando salen, casi que me quedo sin ellos.
El caso es que el tiempo iba pasando y las cosas no mejoraban. Tras tres días en el hospital nos marchamos a casa. Era muy bonita, o al menos eso me parecía, porque al principio veía todo bastante borroso, y acogedora, y también estaba siempre calentita, pero por lo demás todo seguía igual, mis dolores de barriga, mi culete que me escocía cuando me hacía caca o pis... (tiempo después resultó que tenía dermatitis).
Un noche escuché a mis papás discutir por mi culpa. Mamá decía que estaba agotaba y que no podía más, que yo me pasaba las noches llorando y parte del día también, y que cuando ella conseguía dar una cabezada ya estaba yo otra vez berreando. Le reprochaba a papá que no la ayudara en mi cuidado, y él le contestaba que durante el día tenía que trabajar y que por las noches casi siempre se levantaba él cuando yo necesitaba cuidados. Me fastidiaba mucho que estuvieran enfadados por mi causa, así que decidí poner fin a todo eso, total, mi presencia solo servía para molestar.
A la mañana siguiente era domingo e íbamos a comer a casa de los abuelos, bueno yo comería lo de siempre claro, aunque en realidad si mi plan salía como yo pensaba, ya no comería nada. Mientras mamá me vestía y me ponía guapo para la ocasión aproveché para mirarla y despedirme de ella. Me hubiera gustado decirle adiós y darle un beso y un abrazo, pero a pesar de que ya habían pasado dos meses desde mi nacimiento y de que poco a poco notaba como mi cuerpo adquiría firmeza y soltura, todavía no podía hacer casi nada. Por eso me limité a mirarla y a escuchar sus palabras mientras me arreglaba. Qué guapa era mi mamá, con ese pelo largo, negro y brillante, y esos ojos tan azules, y esa sonrisa...
Cuando por fin me colocó en el cochecito puse en marcha mi plan. Dejé de respirar. En realidad lo que pretendía era volver a estar dentro de su barriga, de la de mi mamá, y tonto de mí, pensé que así lo conseguiría, como si se pudiera dar marcha atrás. Dejar de respirar y que el corazón se me parara y revertir todo el proceso que me había llevado a nacer. No me di cuenta de que eso era imposible y que dejando de respirar solo conseguiría morir. Y casi lo consigo. Menos mal que a mi papá se le ocurrió mirar cómo estaba, y dio la voz de alarma. Tenía la cara morada, mi corazón se había parado y ya no respiraba. Papá se alarmó, me cogió rápidamente y empezó a insuflar aire dentro de mi boca con la suya propia, mientras en medio de la confusión mamá cogía el coche y me llevaban al hospital. Yo veía todo el movimiento, pero ya no desde mi cuerpo, sino desde... no sé, desde el aire, o desde la nada, aunque poco a poco, a medida que mi papá me hacía el boca a boca, notaba como iba regresando al lugar de donde nunca debí haber salido.
Cuando llegamos al hospital yo ya volvía a respirar. Un médico me miró y le dijo a mis papás que había sido un episodio de muerte súbita y que había conseguido volver a la vida gracias a la pericia de mi papá y a la rapidez con la que actuaron. Estuve unos días en el hospital, porque me tuvieron que hacer unas pruebas, pero como vieron que todo estaba bien, pronto regresé a casa. No sé si era el mejor plan, volver a casa y a lo de siempre digo, lo cierto es que me dolió ver a mis papás tan disgustados por mi posible muerte y me prometí no volver a hacer una travesura semejante. Si ellos parecían personas normales y felices y también habían sido tan enanos como yo, vivir no debía ser tan malo. Así que me armé de valor y me dispuse a afrontar mi existencia. Es cierto que tuve que pasar por el dolor de los dientes, por la fiebre de las vacunas, y que los malditos gases todavía tardaron un tiempo en dejar de darme la lata, pero todo eso fue pasando, y ahora, que tengo dos añitos, me estoy dando cuenta de que aquí no se están tan mal y que a pesar de todos los sinsabores, merece la pena vivir.





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