No sé por qué
ocurrió. Puede que no me gustara lo que vi, lo que sentí, aquella
nueva manera de vivir que nada tenía que ver con lo que había
conocido hasta entonces. Abandonar mi antigua comodidad había
supuesto casi un trauma. De pronto dejé de flotar y un fuerza me
empujó hacia el aire frío que envolvió mi pequeño cuerpo. Me
sentí mal y lloré, lloré con todas mis fuerzas mientras todo eran
risas a mi alrededor, y voces que hablaban muy fuerte y me hacían
daño en los oídos. Menos mal que alguien tuvo piedad de mí y me
puso a su lado. La conocí en seguida por los latidos de su corazón,
era ella, le persona que me había llevado dentro de sí durante
todos aquellos meses de tranquilidad. La calidez de su piel y de sus
susurros consiguieron calmar el dolor y la rabia que me había
producido la entrada en el mundo. Pero poco duró mi dicha. Alguien
me arrebató de sus brazos y con brusquedad me puso debajo de un
chorro de agua haciendo caso omiso a mis protestas. Por si eso fuera
poco una manos fuertes me tomaron y se dedicaron a jugar con mi
menudo cuerpecito poniéndolo en diferentes posturas.
No sé cuánto
tiempo transcurrió hasta que por fin me vistieron y me colocaron
sobre algo blandito. Estaba tan cansado que enseguida me dormí y
cuando desperté sentí una sensación extraña, como de que me
faltaba algo, como si tuviera un hueco en mi interior. Después supe
que era hambre y que para que me la paliaran tenía que llorar, en
realidad para todo tenía que llorar. Vaya rollo. Llorar si tenía
hambre, si me hacía caca o pis, si las tripas se ponían a dar
vueltas en mi interior, si estaba incómodo por esto o por lo otro...
siempre llorando. ¿Realmente había merecido la pena estrenarme en
el mundo para eso? Sólo conseguía calmarme cuando mamá me tomaba
en sus brazos, y a veces ni eso, porque cuando me dolía la tripa no
había nada que me pudieran hacer para que dejara de berrear. Además
sabía que mi mamá y mi papá se preocupaban al escuchar mi llanto,
incluso a veces se desesperaban, y estaban cansados y de mal humor
por mi culpa. Yo no lo podía evitar. Tal vez si pudiera hablar y
decirles lo que me pasaba las cosas hubieran sido diferentes, pero a
pesar de que lo intenté por varias veces, no fui capaz. No podía
colocar bien la lengua, que solo me servía para succionar la teta
mamá y poder alimentarme y otra cosa asquerosa de goma que me
metieron en la boca al poco de nacer y que no me servía para nada,
pero que inevitablemente me acostumbré a chupar. Además como no
tenía dientes... supongo que eso también influiría. Por cierto, si
llego a saber lo mal que se pasa cuando salen, casi que me quedo sin
ellos.
El caso es que
el tiempo iba pasando y las cosas no mejoraban. Tras tres días en el
hospital nos marchamos a casa. Era muy bonita, o al menos eso me
parecía, porque al principio veía todo bastante borroso, y
acogedora, y también estaba siempre calentita, pero por lo demás
todo seguía igual, mis dolores de barriga, mi culete que me escocía
cuando me hacía caca o pis... (tiempo después resultó que tenía
dermatitis).
Un noche escuché
a mis papás discutir por mi culpa. Mamá decía que estaba agotaba y
que no podía más, que yo me pasaba las noches llorando y parte del
día también, y que cuando ella conseguía dar una cabezada ya
estaba yo otra vez berreando. Le reprochaba a papá que no la ayudara
en mi cuidado, y él le contestaba que durante el día tenía que
trabajar y que por las noches casi siempre se levantaba él cuando yo
necesitaba cuidados. Me fastidiaba mucho que estuvieran enfadados por
mi causa, así que decidí poner fin a todo eso, total, mi presencia
solo servía para molestar.
A la mañana
siguiente era domingo e íbamos a comer a casa de los abuelos, bueno
yo comería lo de siempre claro, aunque en realidad si mi plan salía
como yo pensaba, ya no comería nada. Mientras mamá me vestía y me
ponía guapo para la ocasión aproveché para mirarla y despedirme de
ella. Me hubiera gustado decirle adiós y darle un beso y un abrazo,
pero a pesar de que ya habían pasado dos meses desde mi nacimiento y
de que poco a poco notaba como mi cuerpo adquiría firmeza y soltura,
todavía no podía hacer casi nada. Por eso me limité a mirarla y a
escuchar sus palabras mientras me arreglaba. Qué guapa era mi mamá,
con ese pelo largo, negro y brillante, y esos ojos tan azules, y esa
sonrisa...
Cuando por fin me
colocó en el cochecito puse en marcha mi plan. Dejé de respirar. En
realidad lo que pretendía era volver a estar dentro de su barriga,
de la de mi mamá, y tonto de mí, pensé que así lo conseguiría,
como si se pudiera dar marcha atrás. Dejar de respirar y que el
corazón se me parara y revertir todo el proceso que me había
llevado a nacer. No me di cuenta de que eso era imposible y que
dejando de respirar solo conseguiría morir. Y casi lo consigo. Menos
mal que a mi papá se le ocurrió mirar cómo estaba, y dio la voz de
alarma. Tenía la cara morada, mi corazón se había parado y ya no
respiraba. Papá se alarmó, me cogió rápidamente y empezó a
insuflar aire dentro de mi boca con la suya propia, mientras en medio
de la confusión mamá cogía el coche y me llevaban al hospital. Yo
veía todo el movimiento, pero ya no desde mi cuerpo, sino desde...
no sé, desde el aire, o desde la nada, aunque poco a poco, a medida
que mi papá me hacía el boca a boca, notaba como iba regresando al
lugar de donde nunca debí haber salido.
Cuando llegamos
al hospital yo ya volvía a respirar. Un médico me miró y le dijo a
mis papás que había sido un episodio de muerte súbita y que había
conseguido volver a la vida gracias a la pericia de mi papá y a la
rapidez con la que actuaron. Estuve unos días en el hospital, porque
me tuvieron que hacer unas pruebas, pero como vieron que todo estaba
bien, pronto regresé a casa. No sé si era el mejor plan, volver a
casa y a lo de siempre digo, lo cierto es que me dolió ver a mis
papás tan disgustados por mi posible muerte y me prometí no volver
a hacer una travesura semejante. Si ellos parecían personas normales
y felices y también habían sido tan enanos como yo, vivir no debía
ser tan malo. Así que me armé de valor y me dispuse a afrontar mi
existencia. Es cierto que tuve que pasar por el dolor de los dientes,
por la fiebre de las vacunas, y que los malditos gases todavía
tardaron un tiempo en dejar de darme la lata, pero todo eso fue
pasando, y ahora, que tengo dos añitos, me estoy dando cuenta de que
aquí no se están tan mal y que a pesar de todos los sinsabores,
merece la pena vivir.
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Un relato precioso.
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