Patricia se acercó al salón donde Manel veía un partido de fútbol
con una cerveza en la mano. Desde el quicio de la puerta le dijo que
ya estaba la cena, y él, como siempre, contestó con un
ininteligible gruñido. Patricia, con la paciencia acumulada en
largos años de matrimonio, preparó la cena en la mesa de centro y
comieron, como casi todas las noches, con el único sonido de unas
voces ajenas comentando las jugadas de las estrellas de camiseta y
pantalones cortos. Ese día no dijo nada; hacía mucho tiempo que no
decía nada. Al anochecer siguiente, cuando Manel acababa de
apoltronarse en el sofá con su cerveza en la mano listo para ver un
nuevo partido, Patricia volvió a hablarle desde el quicio de la
puerta. Un viejo e ininteligible gruñido fue la respuesta. Sin
embargo, pasados unos minutos, Manel se extrañó al no ver aparecer
la cena. Aguzó el oído. Había ruidos en la casa, pero no provenían
de la cocina. No le dio importancia y continuó esperando con
impaciencia por la comida y por el gol de su equipo. Quince minutos
más tarde, miró el reloj. ¿Qué estaría haciendo esa mujer? La
llamó sin obtener respuesta. Salían ruidos del dormitorio, como si
estuviera abriendo y cerrando cajones y puertas. Pensó en
levantarse a mirar qué pasaba, pero le daba una pereza enorme y,
además, igual podía perderse algún gol. No pasó mucho tiempo
cuando sintió la voz de su mujer, una vez más, en el quicio de la
puerta.
--Me voy Manel –dijo Patricia alzando la voz por encima del sonido
de la televisión.
--¿Eh? ¿Qué dices? ¿Qué te vas? ¿A dónde vas a estas horas ?
¿Y la cena? --preguntó con despreocupación sin dejar de mirar el
partido.
--No te importa a dónde voy y la cena te la puedes hacer tu solito
–fue la respuesta.
Manel despegó los ojos de la pantalla y los dirigió a la puerta.
Allí estaba su mujer, preparada para salir, con un gran bolso en la
mano y una maleta enorme a su lado. Sorprendido, saltó del sofá con
una pregunta muda dibujada en la cara.
--Estoy harta, Manel. Harta de cenar uno y otro día delante de la
televisión sin intercambiar ni una sola palabra. Harta de verte
todas las tardes y noches tirado en el sofá, bebiendo cerveza y
viendo el fútbol. Harta de que no quieras salir nunca a cenar, ni a
bailar, ni de excursión, ni quedar con los amigos, ni hacer una
escapada o unas vacaciones. Harta, y más que harta, de que nunca te
apetezca hacer el amor. En resumen, estoy harta de ti y me voy.
--Espera, espera, Patri. ¿Cómo es eso de qué te vas? ¿A dónde?
¿Con quién?--preguntó Manel acercándose a su mujer, con el
desconcierto reflejado en su rostro.
--Eso a ti no te importa. Me voy y punto.
--Pero, Patri –preguntó con miedo. ¿Me estás dejando? ¿Te
estás separando de mi?
--No, de ninguna manera. Simplemente me cojo unas vacaciones de ti.
Las necesito.
--Espera, mujer, podemos arreglarlo. Siéntate y lo hablamos. ¿A
dónde quieres ir?
--Que no te enteras, Manel. Que yo me voy, me largo, me piro, o como
lo quieras decir.
--Voy contigo, anda, no me dejes así.
--De eso nada. Me voy sola que voy a estar mucho mejor.
--¿Y a dónde vas ? ¿Y cuánto tiempo? ¿Por qué no me dijiste
nada? ¿De qué va esto? No entiendo nada.
--Anda, sigue viendo tu partido y déjame en paz como yo llevo
dejándote a ti hace ya demasiado tiempo. Me voy, pero no, no te
preocupes, no me estoy separando, bueno, al menos que tú quieras
¿Tú, quieres que nos separemos, Manel.
--No, no, claro que no. Pero ¿de dónde has sacado esa idea?-- dijo
tartamudeando.
--Nada, solo era para saber qué pensabas. Me voy –dijo saliendo
por la puerta.
--Pero no seas así, mujer, dime algo.
--Adiós –dijo de Patricia antes de cerrar la puerta con
brusquedad.
Manel quedó desconcertado. ¿Qué había hecho mal para merecer ese
trato? Además, era su mujer, debería darle alguna explicación ¿no?
Un grito largo y desmesurado lo sacó de sus cavilaciones.
Cagonmimanto, un gol, y no lo he visto, dijo contrariado. Contrariado
por haber perdido unos minutos del partido y por la actitud tan rara
de su mujer. Fue a por otra cerveza a la nevera y siguió viendo el
encuentro. ¿Patri se ha separado de mí?, se preguntó hablando
consigo mismo. No, no que va, dijo que no. Qué razón tienen cuando
dicen que a las mujeres no hay quien las entienda, porque yo no estoy
entendiendo nada de nada.
Horas después, tras hablar con los padres de su mujer, con sus
hermanos, con sus amigas, con sus compañeros de trabajo, sin que
nadie lo sacara de dudas, Manel preparó un bocadillo de chorizo que
regado con otra cerveza constituyó su cena.
Al día siguiente Manel llamó más de treinta veces a Patricia.
Ella no respondió a sus llamadas. Manel estaba preocupado, no sabía
ni qué hacer ni qué pensar. Por la tarde, al regresar del trabajo
decidió distraerse un poco viendo un nuevo partido de la Liga.
Apenas acababa de empezar cuando sonó el timbre. Se levantó como un
resorte, seguro de encontrar a su mujer al otro lado de la puerta.
Abrió. Era una mujer, pero no la suya.
--Bueno, ya estoy aquí –dijo la mujer de la que entraba en casa
arrastrando un par de maletas de gran tamaño.
--Pero...¿Qué hace? ¿Quién es usted?
--Ah, disculpe. Es que estoy tan cansada que olvidé presentarme.
Soy Lola. ¿Me puede decir dónde está el dormitorio? Estoy agotada.
--Espere, espere, creo que aquí hay una confusión.
--No, no, confusión ninguna, está todo en el contrato.
--¿Qué contrato?
Lola le extendió a Manel un documento. Manel no podía dar crédito.
Su mujer había alquilado su casa a esa mujer sin contar con él.
¿Se habria vuelto loca? Lola, al verlo tan desconcertado le explicó
que su marido estaba ingresado en el Huca y que tenía para largo. Le
explicó también que todo era legal, firmado y sellado, por lo que
lo mejor que podía hacer era acostumbrarse a su presencia.
Manel llamó a Javi, el más listo de la pandilla. Le mandó el
documento por correo electrónico y él le dijo que sí, que la mujer
tenía razón, que no podía echarla de casa.
Esa noche, cuando Manel se fue a acostar, encontró a Lola en su
cama.
--Pero...¿qué hace aquí? Haga el favor de ir al otro cuarto.
--De eso nada chato. El contrato deja bien claro que puedo tomar
posesión de la casa como si fuera su dueña, es decir, como si fuera
Patricia. Y creo que ella duerme aquí ¿no es así?
--Sí, sí, pero esta es mi cama también. No tengo por que cambiar
yo de cuarto, cambie usted.
--Mira, chato, si es por la cama no hay problema. Tenemos sitio de
sobra para los dos –dijo ella insinuante, echando la ropa de la
cama hacia atrás, dejando ver su cuerpo desnudo.
--¿Esta loca? ¿Dormir yo con usted? Pero qué se ha creído—dijo
Manel asustado, apartando la vista de la figura que profanaba su
cama. Y deje de llamarme chato. Me llamo Manuel –gritó mientras
salía pitando de la habitación.
Los días trascurrieron y Manel no recibía noticias de Patricia.
Era como si la hubiera tragado la tierra. Ni familia ni amigos sabían
nada de ella. Lola se movía por la casa como si siempre hubiera
vivido en ella y él no podía estar más incómodo. Pensó en ir a
vivir con sus padres, pero tenía miedo. Si dejaba a esa mujer sola
igual quedaba para siempre de okupa. No, no podía arriesgarse. Debía
aguantar. Lo malo era que Lola, como quince años mayor que él y fea
como un demonio no paraba de insinuarse. Se paseaba por la casa
ligera de ropa y no paraba de entrar y salir del salón, para
agacharse delante del televisor como si estuviera recogiendo algo del
suelo. Y ser era fea, pero tenía un cuerpo escandaloso. A ver si a
Patricia se le acababa pronto la tontería y volvían las cosas a la
normalidad, porque no estaba seguro de poder aguantar mucho más ni
con la ausencia de una ni con la presencia de la otra.
El sábado por la noche Manel despertó sobresaltado. Lola se había
metido con él en la cama. Se incorporó. Encendió la luz. Estaba
desnuda. Completamente desnuda. Manel saltó de la cama y ella lo
persiguió por toda la casa. Corrieron por el salón, por la cocina,
por las habitaciones, por el pasillo, hasta que Manel, ahogado, se
dio por rendido. Lola le dijo que esperara allí, entró en el
cuarto, se puso una bata y salió con un papel en la mano. Se lo
entregó a Manel para que leyera. Era
el anuncio que había puesto Patricia en un portal llamado “Nuevas
y extraordinarias experiencias” . Manel leyó:
Se alquila por vacaciones piso con marido incluido.
Manel la miró sin entender.
--Ay, chato, no te acabas de
aclarar.
Piso con marido
incluido...¿entiendes?
Manel seguía sin entender.
--Que
tu entras en el contrato junto con la casa, chato.
--Pero qué dice, loca más que loca. Y con su marido en el
hospital. Debería darle vergüenza.
--Bueno, mi pobre marido no está para mucho trote ¿comprendes no?,
aunque según me ha dicho Patricia tú tampoco.
--Qué yo no que...Qué yo no...Hábrase visto. No solo me abandona,
sino que encima anda por ahí hablando de nuestras intimidades. Y eso
es mentira. Mentira cochina –dijo muy enfadado. Yo funciono bien,
pero que muy bien, y si quiere se lo demuestro ahora mismo.
--Parece que ya nos vamos
entendiendo,
chato. Hala, vamos a
la cama.
--Que no, que no, que me calenté, pero no quería decir eso –dijo
Manel sobresaltado.
--Ya, ya veo que te has calentado –dijo Lola divertida, mirándole
la entrepierna.
Manel, avergonzado, se encerró en el cuarto donde dormía desde la
marcha de Patricia. Corrió la cómoda y la colocó tras la puerta.
Marcó el teléfono una vez más. Esta vez, pese a ser las dos de la
mañana, recibió respuesta.
--Patri, cariño, ¿cuándo vuelves a casa? --preguntó como un niño
preguntaría a su mamá.
--Uy, todavía falta,
hasta que se resuelva el contrato con
Lola. Oye ¿qué tal os lleváis? Bien, verdad, es una persona
encantadora. Mira, ahora
tengo que dejarte que no estoy sola.
Patricia colgó el móvil dejando a
Manel sumido en un mar de confusión. Le había hablado bien, no
parecía enfadada. Al contrario,
la sintió feliz. Debía de estar en una fiesta o en una discoteca,
porque sonaba la música. Y alguien la había llamado. Le pareció
una voz de hombre. A ver si su Patri...no, no, no quería ni
pensarlo. La volvería a llamar una y mil veces, pero tenían que
solucionar esa situación como fuera. Y tenía que cambiar, sí, lo
sabía, había pasado mucho de ella, pero ella se estaba pasando
ahora. No, no podía pensar eso, porque si se lo decía se enfadaría
y no quería que se enfadara. Lo único que quería era que
volviera, que Lola se marchara de casa y que todo volviera a la
normalidad. Sí, a la normalidad de sus partidos y su tele...ah, no,
eso no, seguro que todo era por eso, tenía que cambiar, llevarla a
cenar y esas cosas y salir con los amigos que siempre los estaban
llamando para ir aquí o allá, con lo bien
que se estaba en casa. El sueño lo fue venciendo mientras su mente
no paraba de hablar.
Un mes más tarde, al volver del
trabajo, encontró a Patricia en casa. No había ni rastro de Lola.
Su mujer parecía relajada y feliz y él no quiso decir nada por
miedo a estropear las cosas.
La recibió como si hubieran dormido juntos el día anterior. Esa
noche, cuando Patricia dijo que ya estaba la cena, Manel se levantó
rápido, preparó la mesa de centro y quitó el partido. Después, ya
en la cama, hicieron el amor. Ese fin de semana salieron con los
amigos a cenar el sábado y de excursión el domingo. Patricia
parecía feliz, muy feliz, y Manel se fue relajando. Sus constantes
visitas al servicio no pasaban desapercibidas, pues todos sabían que
iba a mirar el partido en el móvil, pero creían que había
aprendido la lección. Patricia había recuperado a su marido y
la pandilla que la había arropado a un amigo.
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