Comencé a
trabajar en la fábrica de encurtidos del pueblo muy jovencita,
apenas cumplidos los dieciséis. Yo era un poco estúpida y muy
inocente. Los patronos nos trataban fatal, todo el día pendientes de
que estuviéramos en nuestros puestos de trabajo sin darnos tiempo
casi ni para ir al baño. Por eso el día que la encargada de la
oficina me mandó llevar la lista del pedido de material al jefe casi
no me podía creer lo que estaba leyendo. Entre bolígrafos, papel,
ficheros y demás enseres de oficina pedían también seis tampones.
Que se ocuparan de la higiene femenina era toda una deferencia por su
parte y con tampones nada menos, cuando en el pueblo había algunas
que todavía usaba paños higiénicos, que de higiénicos no tenían
nada.
El día que la
encargada me ordenó llevar la caja con los tampones que acababan de
llegar a la oficina, vi el cielo abierto. Me acababa de venir la
regla y no tenía nada que ponerme. Huelga decir que aquellos
tampones tampoco me sirvieron para mucho.
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