La mirada perdida - Esperanza Tirado


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Después de cada visita vuelve a casa y llora toda la tarde amargamente, sentada en el sofá, sin quitarse ni el bolso ni el abrigo ni los zapatos. Hasta que se le hace de noche y los zapatos le empiezan a apretar. Le da frío por el disgusto, se pone el camisón y se hace una tisana antes de irse a dormir.
Siempre se le encogen el alma y el corazón cuando llega la hora de ir, pero se hace la fuerte y allá que va. Está un rato con él, apenas una hora, y le cuenta cosas del barrio, de casa, de que gritan los críos en el colegio, de las noticias, de lo caro que está todo, de lo locos que se han vuelto los políticos últimamente…
Pero él nunca contesta. Se queda en su sillón, mirando la tele sin mirar, sin escuchar, respirando dentro de su mundo. Y ella se levanta, le da un beso, le coge las manos frías como la piel de un sapo, le deja un sobre con 50 euros y se va. Hasta la semana siguiente. Deseando no tener que volver más, para no verle así, para sufrir ella, para no vivir él. Porque eso, respirar mientras por la tele pasan cientos de imágenes de colores que ya no le dicen nada, no es vivir.
Pero una madre es una madre desde que da a luz hasta que le cierran la tapa del ataúd. Esa es una profesión que no tiene jubilación, ni pagas extras, ni recompensas. De vez en cuando algún beso, un regalo por el Día de la Madre -un día, qué triste que lo tengan que recordar oficialmente-, y un ramo de flores que en una semana ya está muerto y en la basura.
Y como madre, y como profesional que es, traga saliva y coge el autobús cada jueves y sube a la residencia. A ver a su niño, porque siempre será su niño y ella siempre será su madre.
Antes de entrar a la salita de la tele se queda en la cafetería intentando animarse, charlando con las enfermeras, terapeutas y otros familiares. Todos aguantan el tipo, con una sonrisa forzada, consolándose mutuamente con las mismas frases de cada semana.
Sí, hoy le he visto mejor. Sonríe cuando le hablas.
Esta semana está más colaborador, va progresando.
A ver si en vacaciones nos la llevamos una semanita y cambia de aires…
Frases que se dicen y se mueren justo en el momento, porque la esperanza pende ya de un hilo muy fino, tanto que en cualquier momento se irá volando a otro mundo. En el que están ellos, todos ellos, con la mirada perdida, con las fuerzas cansadas, con las babas cayendo sin darse cuenta. Tragando papillas y pastillas sin diferenciar unas de otras, porque de las segundas ya tragaron demasiadas con demasiado veneno. Y ese veneno, en pastillas, inyectado o bebido, es el que les llevó a donde están ahora. A perder a su familia, su trabajo, su mirada.
Su vida. Una vida llena de ilusión y de empuje que perdió fuelle con la primera prueba siendo aún adolescentes.
Un peta no hace daño. Mola mucho.
Y a ese peta que tanto molaba siguió otro, luego una cerveza, un cacharro, y otro, y otro. Y alguno se les ofreció mezclado con alcohol adulterado. Y con la borrachera y la mala resaca algunos crecieron y se hicieron adultos. Y las copas se quedaron en el fin de semana, brindando en bodas, bautizos y comuniones.
Pero otros siguieron la senda y se perdieron en la noche, buscando un camino distinto que les llevó a esnifar una felicidad que no era tal. Y en ese universo de éxtasis todo parecía perfecto. La risa tonta, la música a todo volumen, los bailes interminables, mirando las estrellas. Y vuelta a casa como los vampiros, cuando salía el sol. Pálidos y demacrados, casi azules, por la falta de sueño y de alimentos. Y el exceso de todo. De todo lo que era prohibido, ansiado. Y tóxico.
Y entrar en la habitación y meterte en la cama, escuchando los sollozos de una madre, de todas las madres. Y taparse los oídos deseando que ese ruido termine. Y dormir, agotados. Mientras la vida seguía de día. La rutina que ellos también habían llevado una vez: trabajo, estudios, casa, quizá pareja, quizá hasta hijos…
Hasta que un día te despiertas en una cama blanca, lleno de tubos, frío como el hielo, sin poder reaccionar, escuchando ecos. Y reconoces a tu madre, a todas las madres, que te coge la mano, que te mira con los ojos llenos de lágrimas. Pero tú ya no eres tú. Tienes la mirada perdida, y tu boca y tu cerebro ya no se conocen ni conectan y no sabes decir ‘mamá’.
Pero una madre sigue siendo una madre; incluso en esas circunstancias sabe que su hijo está ahí. Detrás de esa mirada perdida, su niño, que la necesita ahora más que nunca, está ahí. Y ella seguirá estando hasta que todo esté oscuro.





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