Cuando caen las hojas - Gloria Losada




Nadie recuerda cuándo comenzó a ocurrir. Puede que fuera hace treinta años, o tal vez cincuenta, en todo caso es algo que no importa demasiado. Ocurría y ya está. Y todos aguardan entre expectantes y temerosos el día, expectantes porque nadie piensa que va a ser él; temerosos porque todos saben que pueden ser.
Todos son conocedores, porque la historia ha circulado de boca en boca desde que sucedió, de que el primero en desaparecer fue el pequeño hijo de Juan el Molinero. El chiquillo salió por la mañana hacia la escuela de Don Ernesto, que estaba al otro lado del pueblo, y no regresó a casa jamás. Su madre contaba que durante todo el día había sentido una inquietud extraña, un desasosiego que le reconcomía el alma y le agitaba el corazón de manera exagerada. Había salido a dar un paseo por el pueblo para intentar calmar su inquietud pero no había dado resultado. Por la tarde se había sentado en el lavadero esperando que alguna mujer apareciera por allí con su colada y así poder entablar alguna conversación intrascendente que lograra distraer su nerviosismo, pero nadie parecía tener ropa que lavar. Hacía las cinco y media pasó por allí Don Ernesto, el profesor, que le preguntó con preocupación por qué no había ido Juanito a la escuela aquel día.
-Seguramente hoy se lo habría pasado estupendamente. He explicado la caída de las hojas.
La madre de Juanito ya no escuchó aquella frase. Salió despavorida a pedir ayuda. Inmediatamente los vecinos se organizaron para buscar al pequeño, que jamás apareció y que se llevó a su madre a la tumba.
Con el paso de los meses el suceso fue cayendo el el olvido. Pasó el otoño, el invierno, la primavera y el verano, y con el nuevo otoño, cuando las hojas de los árboles empezaban a alfombrar el bosque, una nueva desaparición vino a perturbar la tranquilidad del pequeño pueblo. Esta vez le toco el turno a Rosa María, la hija de Petra, una mujer de vida alegre que vivía en el camino que conducía al bosque. La pequeña Rosa María era una superviviente, puesto que su madre dormía durante la mañana y la niña a veces deambulaba por el pueblo en lugar de ir al colegio. Normalmente Calixta, la dueña del colmado, una mujer corpulenta, fea, bruta, pero con un corazón sensible y tierno, la recogía, le daba el desayuno y se ocupaba de ella mientras la madre descansaba de su agotadora ocupación.
El día que desapareció nadie la vio en el pueblo. Al anochecer, antes de abrir el negocio, Petra se acercó al colmado a preguntar por su hija, pero Calixta no sabía nada, nadie sabía nada. De nuevo la buscaron y no la encontraron. Y ya iban dos.
Las desapariciones se fueron repitiendo año tras año todos los otoños, justo cuando a los arboles comenzaban a caérseles las hojas y sus ramas parecían brazos desnudos, tenebrosos, fantasmagóricos, que se alzaban al cielo suplicantes de deseos inexplicables. Nadie podía hacer nada por evitarlo. Incluso se cuenta que alguno de los pequeños desapareció estando durmiendo en su cama. Le acostaron sin novedad por la noche y a la mañana siguiente ya no estaba, sin que hubiera señal alguna de que hubieran violentado la entrada de la casa.
La guardia civil investigó todo lo que pudo, pero no llegó a conclusión alguna. La desaparición de los pequeños estaba sumida en el más completo misterio. No había sido nadie del pueblo, no se había visto a ningún forastero, nadie parecía ser el responsable.
Así fueron pasando los años sin que nadie pudiera descubrir al responsable de tanta desdicha, y sin que nadie pudiera evitar que, año tras año, el día del equinocio de otoño, la primera hoja cayera de algún árbol y con ella se llevara a algún chiquillo sabía Dios a dónde.
Pero ocurrió que llegó el día en que las desapariciones cesaron. Fue el último otoño. Hacía años que se habían resignado y lo único que les quedaba por hacer era rogar para que no les tocara a ellos. Y ese año tuvieron suerte. No le tocó a nadie. Los chiquillos fueron al colegio y regresaron. Jugaron, estudiaron, durmieron toda la noche. No pasó nada, o al menos eso parecía.
Juan el Molinero tenía casi noventa años. Vivía solo en la misma vivienda de siempre, encima del viejo molino que hacía tiempo había dejado de funcionar. Sus hijos hacía años que se lo querían llevar a la ciudad pero él se negaba. Mientras pudiera valerse por sí solo nadie lo iba a arrancar de su casa. No dormía bien y por eso se levantaba con los gallos. Aquella mañana, mientras desayunaba lo de siempre, una rodaja de pan negro con miel y un buen tazón de leche, escuchó ruidos en la habitación del fondo, la que en su día había sido dormitorio de Juanito. Se acercó y abrió la puerta. Su pequeño hijo, tal y como había desaparecido, estaba allí, levantándose de la cama con gesto soñoliento. El pequeño le miró sin muestra de asombro y le dijo:
-Papi, quiero hacer pis.
Al parecer le reconocía a pesar de los años transcurridos y del evidente cambio de aspecto. Lo mismo pasó con todos los demás niños desaparecidos. Volvían a aparecer en casa de sus padres, vivieran dónde vivieran, y se comportaban como si nada, tampoco el tiempo, hubiera pasado.
La noticia corrió por todo el país como un reguero de pólvora. El gobierno tomó cartas en el asunto y confinó a los ahora aparecidos y sus familias en el pueblo, en cuarentena, aduciendo según estudios científicos de última hora, que lo más probable era que todo fuera resultado de algún virus peligroso y muy contagioso. Durante tres meses aquella gente estuvo encerrada en sus casas, sin poder salir, alimentada por funcionarios del estado que se encargaban de vigilarlos y cubrir sus necesidades básicas.
Pero hoy todo ha terminado. Al parecer esta mañana todas las casas del pueblo estaban vacías. No había nadie, ni los pequeños que habían regresado ni sus familias. Los funcionarios del gobiernos huyeron despavoridos al comprobar la situación. Solo uno de ellos dijo que al amanecer había despertado en su garita deslumbrado por un luz cegadora, que había visto caer las hojas de los árboles de manera casi alarmante, y que mucha gente caminaba hacia aquella luz, procedente de una nave enorme que se descolgaba del cielo. Lo dieron por loco y lo metieron en un manicomio. Pero yo creo que no estaba loco. Seguramente lo que vio, es la única explicación posible a tanta desaparición sin sentido. No sé.









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