Un lobo aulló a las tres de la mañana. Candela se levantó de la
cama de un salto, salió de la habitación y se dirigió a las
escaleras. Sus pies desnudos, asomando bajo el largo camisón
blanco, acariciaron los peldaños de madera que esa noche no
ofrecieron su chirriante concierto. Ya en la puerta de casa, cubrió
su cuerpo con una gruesa toquilla de lana y adentró sus pasos en la
noche.
La luna mostraba sus mofletes hinchados, como si jugara a llenarlos
de aire para a continuación soltarlo contra las estrellas que habían
salido a dar un paseo y que, bien solas, bien de dos en dos o en
corro, no paraban de reírse. La luz blanquecina y rutilante dibujaba
el camino que por senderos olvidados serpenteaba hasta el corazón
del bosque. El suelo, engalanado con las hojas tempranas del otoño
gemían quedamente bajo las etéreas pisadas de Candela. Los
habitantes de la noche lanzaron sus señales de alarma, pero ella no
veía ni oía nada. La llamada misteriosa que la levantó de su sueño
la guió hasta un claro donde la esperaba el hombre lobo. La luna
asistía divertida y asombrada a la escena. Candela se tumbó sobre
un mullido lecho de hojas rojas, amarillas y ocres. La luna le regaló
una sonrisa y después tapó sus ojos. El hombre lobo poseyó a su
presa.
Desde entonces, durante quince noches, a las tres de la mañana,
aullaba un lobo lo bastante lejos como para no levantar sospechas en
la casa. Y durante quince noches Candela salió de su cama para ir al
encuentro de su ignorado amante.
La mañana del día dieciséis, la madre, al no ver aparecer a su
madrugadora hija en la cocina, subió a buscarla. La encontró en la
cama, inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada perdida. La llamó
sin obtener respuesta. La zarandeó sin que Candela diera señales de
sentir su cuerpo. Pasó la mano repetidas veces ante sus ojos sin que
estos ni tan siquiera pestañeasen. El médico no supo decir qué
enfermedad padecía. Recetó remedios que sirvieron para alimentar la
esperanza, pero que no lograron sacarla de su estado. Pasaron dos
meses y todo seguía igual ante la desesperación de sus padres. La
madre la cuidaba sin descanso, administrándole pequeños sorbos de
leche, agua o sopa. No tardó en darse cuenta de la ausencia de las
sangres. Llamó al médico. Esta vez si tuvo un diagnóstico; estaba
embarazada. Los padres de Candela, atónitos y desconcertados se
preguntaban quién sería el padre, si el estado de su hija se
debería a un trauma sufrido por una violación, si sería una
maldición o cosa del demonio, si salvaría la vida. Entre rezos y
preguntas sin respuesta, la preñez siguió su curso abultando el
vientre. El médico, en su visita diaria, daba cuenta de la buena
salud de la madre y del niño.
El día del parto llegó y con él el miedo.
Candela seguía sumida en un estado vegetativo, ausente del mundo,
con la mirada perdida en no se sabía dónde. El médico tuvo que
emplearse a fondo para conseguir sacar al niño del vientre de una
madre que parecía no estar allí, pues ni tan siquiera daba muestras
de padecer los dolores del parto. El primer llanto del pequeño fue
desgarrador, como si lo acabaran de arrancar de las mismas entrañas
de la tierra. Al sentirlo, como si su cuerpo hubiera recibido una
descarga eléctrica, la madre salió de su letargo, llenando sus
labios de sonrisas y sus ojos de lágrimas de alegría. Los abuelos,
contentos con la recuperación de su hija, pronto quisieron saber el
nombre del autor de la fechoría, pero pese a insistir obstinadamente
ella dijo no saber nada, no recordar nada.
Desde el momento del nacimiento del bebé, Candela volvió a ser la
misma de siempre; una chica alegre, sensata y trabajadora. No
descuidaba ni un momento al pequeño, al que colmaba de atenciones y
cantaba canciones extrañas que nunca nadie había escuchado en el
pueblo. Otra vez volvieron los interrogatorios de los padres sin
ningún resultado. No sabía de dónde habían salido esas canciones;
simplemente estaban en su cabeza.
Los abuelos, se dedicaron a estudiar las facciones de todos los
hombres del pueblo, pero el chiquillo no se parecía a nadie, con sus
ojitos negros con una pequeña mancha como un rayo de luna y su
menudo cuerpo demasiado peludo para su edad. Resignados, decidieron
ayudar en su crianza, aunque no paraban de preguntarse de dónde
había salido esa criatura tan rara que con el paso del tiempo no
pasó de andar a gatas y a la que nunca le pudieron escuchar ni una
sola palabra.
Pero lo que más les llamaba la atención es que desde el momento
de su nacimiento, una noche oscura a las tres de la mañana, todas
las noches, a esa misma hora, sentían los aullidos de un lobo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario