Un lobo aulló a las tres de la mañana - Cristina Muñiz Martín


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Un lobo aulló a las tres de la mañana. Candela se levantó de la cama de un salto, salió de la habitación y se dirigió a las escaleras. Sus pies desnudos, asomando bajo el largo camisón blanco, acariciaron los peldaños de madera que esa noche no ofrecieron su chirriante concierto. Ya en la puerta de casa, cubrió su cuerpo con una gruesa toquilla de lana y adentró sus pasos en la noche.
La luna mostraba sus mofletes hinchados, como si jugara a llenarlos de aire para a continuación soltarlo contra las estrellas que habían salido a dar un paseo y que, bien solas, bien de dos en dos o en corro, no paraban de reírse. La luz blanquecina y rutilante dibujaba el camino que por senderos olvidados serpenteaba hasta el corazón del bosque. El suelo, engalanado con las hojas tempranas del otoño gemían quedamente bajo las etéreas pisadas de Candela. Los habitantes de la noche lanzaron sus señales de alarma, pero ella no veía ni oía nada. La llamada misteriosa que la levantó de su sueño la guió hasta un claro donde la esperaba el hombre lobo. La luna asistía divertida y asombrada a la escena. Candela se tumbó sobre un mullido lecho de hojas rojas, amarillas y ocres. La luna le regaló una sonrisa y después tapó sus ojos. El hombre lobo poseyó a su presa.
Desde entonces, durante quince noches, a las tres de la mañana, aullaba un lobo lo bastante lejos como para no levantar sospechas en la casa. Y durante quince noches Candela salió de su cama para ir al encuentro de su ignorado amante.
La mañana del día dieciséis, la madre, al no ver aparecer a su madrugadora hija en la cocina, subió a buscarla. La encontró en la cama, inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada perdida. La llamó sin obtener respuesta. La zarandeó sin que Candela diera señales de sentir su cuerpo. Pasó la mano repetidas veces ante sus ojos sin que estos ni tan siquiera pestañeasen. El médico no supo decir qué enfermedad padecía. Recetó remedios que sirvieron para alimentar la esperanza, pero que no lograron sacarla de su estado. Pasaron dos meses y todo seguía igual ante la desesperación de sus padres. La madre la cuidaba sin descanso, administrándole pequeños sorbos de leche, agua o sopa. No tardó en darse cuenta de la ausencia de las sangres. Llamó al médico. Esta vez si tuvo un diagnóstico; estaba embarazada. Los padres de Candela, atónitos y desconcertados se preguntaban quién sería el padre, si el estado de su hija se debería a un trauma sufrido por una violación, si sería una maldición o cosa del demonio, si salvaría la vida. Entre rezos y preguntas sin respuesta, la preñez siguió su curso abultando el vientre. El médico, en su visita diaria, daba cuenta de la buena salud de la madre y del niño.
El día del parto llegó y con él el miedo. Candela seguía sumida en un estado vegetativo, ausente del mundo, con la mirada perdida en no se sabía dónde. El médico tuvo que emplearse a fondo para conseguir sacar al niño del vientre de una madre que parecía no estar allí, pues ni tan siquiera daba muestras de padecer los dolores del parto. El primer llanto del pequeño fue desgarrador, como si lo acabaran de arrancar de las mismas entrañas de la tierra. Al sentirlo, como si su cuerpo hubiera recibido una descarga eléctrica, la madre salió de su letargo, llenando sus labios de sonrisas y sus ojos de lágrimas de alegría. Los abuelos, contentos con la recuperación de su hija, pronto quisieron saber el nombre del autor de la fechoría, pero pese a insistir obstinadamente ella dijo no saber nada, no recordar nada.
Desde el momento del nacimiento del bebé, Candela volvió a ser la misma de siempre; una chica alegre, sensata y trabajadora. No descuidaba ni un momento al pequeño, al que colmaba de atenciones y cantaba canciones extrañas que nunca nadie había escuchado en el pueblo. Otra vez volvieron los interrogatorios de los padres sin ningún resultado. No sabía de dónde habían salido esas canciones; simplemente estaban en su cabeza.
Los abuelos, se dedicaron a estudiar las facciones de todos los hombres del pueblo, pero el chiquillo no se parecía a nadie, con sus ojitos negros con una pequeña mancha como un rayo de luna y su menudo cuerpo demasiado peludo para su edad. Resignados, decidieron ayudar en su crianza, aunque no paraban de preguntarse de dónde había salido esa criatura tan rara que con el paso del tiempo no pasó de andar a gatas y a la que nunca le pudieron escuchar ni una sola palabra.
Pero lo que más les llamaba la atención es que desde el momento de su nacimiento, una noche oscura a las tres de la mañana, todas las noches, a esa misma hora, sentían los aullidos de un lobo.












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