Relato inspirado en la fotografía
Dicen que nuestro primer trabajo nos marca, para bien o para mal. Supongo que como otras muchas cosas. Si fue estupendo y maravilloso lo recordarás con cariño, incluso puede que llegues a echarlo de menos, si fue una completa mierda intentarás olvidarlo. En mi caso hubo de todo, me moví entre dos aguas, una de cal y otra de arena.
Terminados
mis estudios de Turismo me creía invencible y con unas ganas enormes
de comerme el mundo. Mi ilusión era hacerme guía turística y
conocer sitios, muchos sitios, estar hoy aquí y mañana allá,
empapándome de la esencia que seguramente encerrarían dentro de sí
los lugares que tendría que mostrar. Estaba deseando hacer las
maletas y largarme. Pero nada fue tan fácil. Y no lo entendía. Yo
era mona, simpática, extrovertida, me gustaba leer, hacía mis
pinitos escribiendo, poseía cierta cultura y hablaba cuatro idiomas,
pero no pasaba ni una entrevista. El problema radicaba en que aunque
poseía tan fantásticas cualidades, también tenía un puntito de
estupidez que a mi me pasaba desapercibida, puede que fuera la
osadía de la juventud, no sé. Y es que solo enviaba curriculums a
trabajos superguays. Guía turística en los cruceros del Nilo y las
pirámides, guía turística en parques naturales de Kenia y
Tanzania, guía turística por los lugares emblemáticos de la
cultura precolombina… no, no me valía ser guía turística por lo
pueblos blancos de Cádiz, ni explicar los entresijos artísticos de
la catedral de Santiago… hasta que me valió. Y entonces tuve más
suerte.
Me
llamaron para hacer de guía en unas famosas ruinas romanas, no voy a
decir el nombre para no desprestigiarlas. Estaban, siguen estando, en
un lugar de sol y calor. No era mi trabajo soñado pero visto lo
visto, me valía. Tuve suerte y a los pocos días de la susodicha
entrevista me llamaron para que me incorporara ya. Esta vez si que
pude hacer las maletas y marchar.
Debo
decir que me recibieron maravillosamente, todos, desde la jefa
suprema, hasta las compañeras, fueron muy amables y cariñosas
conmigo y me trataron como a su niña pequeña, porque lo era, la más
jovencita del elenco de personal. El primer día me dieron un libreto
con lo que tenía que aprenderme y me mandaron hacer el recorrido a
enseñar con una de mis compañeras. Ahí comenzó mi asombro.
La
chica en cuestión me dijo que aparte de las ruinas que estaban a la
vista, teníamos que mostrar un lugar subterráneo situado muy cerca,
que eran unas antiguas bodegas, pero que la dirección había
decidido incluirlo en el recorrido, dado el parecido más que
evidente con las ruinas romanas propiamente dichas.
-Ah
pero ¿entonces no lo son? Ruinas romanas, digo – pregunté con
asombro.
-Que
va – me contestó mi compañera – Al principio se creía que sí,
pero finalmente los expertos dictaminaron que se trataban de unas
bodegas que habían pertenecido a un palacete que en su día se
ubicaba encima y que se incendió en el siglo XVIII. Al parecer el
dueño era un forofo de la cultura romana y del vino y se hizo
construir unas bodegas al estilo de las catacumbas. Son preciosas, la
verdad.
-Ya
pero… si a la gente le estás mostrando como ruinas romanas algo
que no es… la estás engañando – repuse.
-Puede
ser, pero a mí eso me da igual y a ti también debería de darte. Al
fin y al cabo pagan bien.
Yo
no salía de mi asombro, y aun así ni me imaginaba lo que me quedaba
por ver, mejor dicho, por escuchar.
MI
compañera comenzó su perorata ante un grupo nutrido de turistas
extranjeros que nos miraban como estúpidos, asentían a lo que ella
decía y sonreían como tontos. Todo fue bien mientras estuvimos
entre aquellas piedras milenarias al sol del Mediterráneo, lo peor
fue cuando bajamos a la catacumba de pega.
La
chica comenzó a decir que aquello era un catacumba del siglo no sé
cuantos, que había pertenecido a no sé quién, y que este no sé
quién, casualidades de la vida, era antepasado directo del Marqués
de Griñón, que como todos sabemos se dedica al vino, por lo que la
propiedad había llegado a sus manos y la había reconvertido en
bodega, como bien se podía apreciar por lo barriles de madera de
roble del siglo no sé cuánto que todavía se conservaban en
perfecto estado. Por allí habían pasado figuras tan ilustres como
el Rey Alfonso XII y los vinos que allí se guardaban, porque se
seguían guardando, eran los preferidos de figuras como Cristiano
Ronaldo, Bertín Osborne o incluso el propio Rey emérito don Juan
Carlos. Aquellos tontos que escuchaban seguían asintiendo mientras
yo me iba muriendo de vergüenza. Aguanté como pude, hasta el día
en que tuve que enfrentarme yo sola a decir mentiras.
Me
costaba un triunfo y a cada visita acababa mala. Engañar no era mi
fuerte. Y encima tenía el temor de que entre tanto turista hubiera
alguno enteradillo que se atreviera a rebatir mis argumentos. Y paso,
vaya si pasó.
Llegó
el día en que un hombre entrado en años, con acento de Bilbao, me
preguntó que cómo era posible que por allí hubiera pasado Alfonso
XII si el sabía de buena tinta que aquel recinto se había
descubierto dos años atrás después de permanecer enterrado cuatro
siglos… al principio no supe qué decir, pero después me armé de
valor y le dije que sí, que tenía razón, que aquello era un burdo
engaño que nos obligaban a decir y que yo estaba harta de contar
mentiras trailará.
Se
armó una muy gorda. Aunque se llevó todo con la mayor discreción
posible para que no llegara hasta los medios. Ni que decir tiene que
a mí me echaron, duré dos meses, pero en el fondo no me fue mal del
todo. Sabía demasiado y prometí tener la boca cerrada a cambio de
una cantidad de dinero, no demasiada, pero sí suficiente para
sobrevivir mientras no encontrara otra ocupación. Ah, y unos
informes impecables, por si acaso.
De
eso ha pasado año y medio. Finalmente me hice azafata de vuelo.
Recorro mucho mundo, aunque no conozco más que aeropuertos y
hoteles, pero vivo tranquila ofreciendo aperitivos a los señores
pasajeros sin necesidad de mentir.
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