Relato inspirado en la fotografía
Me
dan miedo los espacios cerrados. Desde siempre. Tampoco puedo estar
en pisos altos. Siempre temo que el ascensor se atasque y quedarme
encerrado y sin luz durante horas hasta que vengan a rescatarme. Por
ello me gusta trabajar en sitios donde se vea a través de cristales,
con acceso a la calle. Me siento más seguro así.
Y
es que siendo niño me quedé encerrado durante horas en la bodega
familiar, una cueva excavada en lo profundo de la roca. Se llegaba a
ella por una trampilla en el cobertizo donde se guardaban los
tractores. Un día entramos el abuelo, mis primos y yo para ayudarle
a ordenar los toneles de vino y las herramientas de la vendimia. Yo
me entretuve mirando las formas que hacían las luces de mi linterna
en la roca; y cuando me di cuenta, habían apagado la luz, todos se
habían ido y habían cerrado con llave.
Grité
hasta desgañitarme pero solo recibí el eco de mi angustiosa soledad
como consuelo. Había perdido todo contacto con el exterior. Sabía
que hasta el día siguiente nadie volvería a la cueva.
Así
que me calmé un poco, dentro de mis infantiles posibilidades, y
decidí explorar. Tenía provisiones: uvas pasas, sidra dulce y agua
de lluvia que se filtraba por algunas rendijas hacia un depósito que
servía para abastecer la casa de mis abuelos en verano. También
tenía mi linterna en caso de que la bombilla -que mi abuelo había
colocado en el techo de la cueva en su juventud- se fundiera.
Enfadado
conmigo mismo por perderme y no poder ir a jugar con mis primos,
caminé por la cueva. Sabía que no debía hacerlo, ya nos lo habían
advertido los mayores.
‘Nunca
entréis solos en las cuevas, os podríais perder’.
Mi
abuela y las vecinas del pueblo, incluso, nos contaban leyendas
terribles de mujeres malas que habían huido de sus familias y se
habían refugiado en las cuevas más alejadas del pueblo. Y habían
dado a luz a seres horribles y deformes, con caras de demonios. En
algún recoveco decían que aún se conservaban los esqueletos de
todas aquellas desdichadas criaturas, expulsadas de la sociedad.
Incluso en noches de luna llena, añadían, salían de sus escondites
para vagar por los campos que una vez fueron su hogar.
Qué
grandes novelistas de terror y misterio hubieran sido las de aquella
generación. Lástima que no pudieran ir a la escuela por las
circunstancias bélicas que les tocaron sufrir.
Pensando
en esas historias llegué a una bifurcación. Dos pasillos, una
decisión, correcta o no. ¿Hacia dónde tirar? No tenía moneda para
elegir. Recordé las aventuras de Los Cinco y de Los Siete Secretos,
que mis primas mayores leían, siempre metidos en cuevas encontrando
tesoros fabulosos y viviendo mil y un aventuras. A ellas les
encantaban aquellos libros. A mí, miedoso y enclenque por
naturaleza, me entraba pavor cada vez que me leían una historia en
la que un grupo de niños entraban en una cueva adentrándose hacia
lo desconocido. Quizá fue entonces donde comenzó mi claustrofobia
extrema.
Me
detuve en medio y dirigí la linterna primero a derecha y después a
izquierda. La roca se extendía hacia el infinito. Ni un ruido, ni
una triste hierba que avisara de que la vida existía allí abajo.
¿Qué
haría Jorge?
¿O Peter que siempre lo descifraba todo? ¿O Julián, que era el
mayor y más responsable?
No
podía compararme con aquellos niños ingleses, tan sabihondos y
aventureros. Así que decidí no hacer nada. Me senté, apoyándome
en la dura y fría roca, me subí la cremallera de la sudadera, comí
un puñado de pasas y apagué la linterna.
Creo
que me dormí y soñé que yo era Julian, Jorge y Dick, los tres
juntos, y excavaba un túnel de salida hacia el exterior y salía
afuera con una bolsa de monedas de oro para repartir con mis primos.
Era todo un héroe.
En
realidad, nada de eso sucedió. Aunque siempre se lo contaba así a
mis hijos cuando eran pequeños, haciéndome el valiente.
Simplemente
me quedé en un rincón, llorando y comiendo uvas pasas, hasta que me
dio una indigestión, mi linterna se apagó y me desmayé.
En
el exterior, mientras yo lloraba dentro, mis primos y mi familia
entera gritaban mi nombre. Hasta que parece ser que a mi abuelo se le
encendió la bombilla interna y recordó haberme visto jugar con las
luces y las sombras de la pared rocosa.
Desde
entonces no he vuelto a probar las pasas, siento una extraña
atracción por las sombras chinescas, y jamás he leído un libro de
Los Cinco o de Los Siete Secretos. Debo ser un espécimen único en
mi generación.
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