Una única pandilla - Cristina Muñiz Martín



Relato inspirado en la fotografía
 


Las bombas resonaban sobre nuestras cabezas haciendo retumbar el techo y las paredes de la bodega. Éramos unas sesenta personas entre adultos y niños pues, a excepción de los hombres que estaban en el frente, se había concentrado allí todo el pueblo. La luz tremolaba al compás de nuestros cuerpos temblorosos. Yo me metía por mi madre, sintiéndome protegido bajo sus brazos. Algunos niños lloraban. Varias mujeres también. Era el primer bombardeo, intenso e inesperado. Habría muchos más pero aún no lo sabíamos. A mí, después del primer susto se me pasó el miedo. En la bodega, bajo la tierra, me sentía seguro. Me escabullí de los brazos de mi progenitora y me puse a jugar con otros niños; los de mi pandilla y los de la pandilla enemiga. Al poco tiempo tuvieron que separarnos. Decidimos delimitar las zonas. Le pedí a mi madre que fuera a sentarse unos metros más allá, pero no me hizo ni caso. A veces los mayores no entienden nada. Ella miraba al techo con ojos asustados, meciendo sin necesidad a mi hermana pequeña que dormía profundamente en su regazo. De pronto, un ruido ensordecedor nos hizo saltar, cortándonos las respiración. Después, gritos diciendo que una bomba había caído justo encima de nosotros. La mayoría de las mujeres gemían como si se les hubiera quemado la comida. Los niños pequeños al ver las lágrimas de sus madres también rompieron a llorar. Los rostros de los escasos hombres, todos ancianos o inútiles para la guerra, mostraban una gran preocupación, como cuando se está pendiente del final de un partido que ya se sabe perdido. Mi padre estaba en el frente, y me ilusionó pensar que quizá fuera él quien hubiera arrojado la bomba para saludarnos. Se lo dije a mi madre y por toda respuesta me dio un pescozón acompañado de “cada día eres más tonto, hijo”. El bombardeo duró bastante tiempo, pero mis amigos y yo lo pasamos bien, mucho mejor que en la escuela. Cuando cesó el estruendo se asomaron dos hombres a mirar si había pasado el peligro. Tras ellos salimos todos. Efectivamente, una bomba había caído casi encima de la bodega haciendo un gran socavón, pero sin llegar a dañarla. Por suerte, no hubo ni muertos ni heridos y las casas quedaron intactas. Las que si murieron fueron las vacas y las ovejas. Oí decir a los mayores que lo habían hecho a posta para matarnos de hambre. Desde aquel día mi madre dejó preparado a la puerta de casa un hatillo con un cántaro de agua, un trozo de pan y otro de queso, que reponía todos los días nada más levantarse. Yo era el encargado de cogerlo y salir corriendo hacia el refugio, que no era otro que la única bodega, a las afueras del pueblo. Al parecer no iban a por nosotros, si no a por el pueblo vecino, mucho más grande y capital de la comarca, pero como los pilotos no debían de tener mucha experiencia, según decían los mayores, siempre nos caía alguna que otra bomba. A mis amigos y a mí cada día nos gustaban más los bombardeos y hasta hicimos un pacto con la pandilla enemiga porque como allí dentro no nos dejaban pelearnos, mejor pasarlo bien juntos y, además, si nos sepultaba una bomba siendo enemigos igual acabábamos en el infierno, como decía el señor cura que, por cierto, era el primero en llegar a la guarida, porque había puesto a Nicanor, el más viejo del pueblo de vigilante en la torre de la iglesia. El hombre se sintió halagado por el encargo, ya que su hija pasaba el día diciéndole que ya no servía para nada. Lo malo es que en su empeño a veces tocaba las campanas solo por la satisfacción de vernos correr y acabó llevando unas buenas broncas. Bueno, como decía, todos los chicos del pueblo nos sentábamos al fondo de la bodega, rodeando el último tonel, al parecer el más antiguo, el que el dueño guardaba para las ocasiones especiales. Los bombardeos cada día eran más largos y pasábamos bajo tierra unas cuantas horas. Nos entreteníamos hablando, inventando historias, jugando al veo veo, riéndonos de los mayores y haciendo un pequeño agujerito al tonel por la parte de atrás, tapándolo cuando marchábamos con una astilla de madera. Para beber hacíamos un bloque ante el tonel, como si fuéramos los delanteros de un equipo de fútbol y disimulábamos tarareando una canción o haciendo que hablábamos mientras los otros se echaban al gaznate unos cuantos chorros. Después, los que habían bebido hacían el frente para que pudiéramos beber los demás. Mi madre, como otras madres, muchas veces nos pusieron la mano en la frente creyéndonos enfermos, pero no sospechaban nada. También les extrañaban nuestras risas estúpidas que atribuían a los nervios de estar encerrados y al miedo a las bombas. Pero como cuando salíamos los mayores marchaban corriendo hasta el pueblo para comprobar que casas seguían o no en pie, y nosotros corríamos en dirección contraria para jugar entre los escombros de días anteriores, al volver a casa ya nuestros síntomas habían desaparecido.
Cinco meses duraron los bombardeos y cinco meses duró el barril de vino. Por fin llegó la paz, aunque para nosotros empezó la guerra, con la vuelta a la escuela y a las normas. Poco a poco, mi padre y los demás hombres, menos los que habían muerto, regresaron a casa. El señor Matías, el dueño de la bodega, recibió a su futuro yerno con grandes muestras de alegría. Quería casar a su única hija de inmediato. Sus viñas y las del yerno, unidas, formarían el mejor y más grande viñedo de la comarca. Organizó la boda sin reparar en gastos. Invitó al pueblo al completo pues, además de ser pocos, en la bodega habíamos confraternizado formando una gran familia. La novia estaba muy guapa, que ya es mucho decir de una chica con ojos saltones y dientes de caballo, pero ese día lucía mucho, sobre todo hasta que se quitó el velo de encima de la cara. Después de la iglesia nos dirigimos a la plaza del pueblo donde estaba dispuesta una gran mesa repleta de víveres. Todo iba bien hasta que Matías envió a dos ayudantes a buscar el vino. “Del barril del fondo”, les dijo. Yo los vi marchar y estuve atento a su vuelta. Matías no podía creer que de su barril no saliera ni una sola gota de vino. Los llamó inútiles y él mismo se fue a buscar el preciado líquido. Mi pandilla y la pandilla enemiga en cuanto lo vimos aparecer a lo lejos, trotando como un elefante furioso a pesar de su pierna mala, nos esfumamos como fantasmas. Dicen que su rostro había cogido el color del vino tinto y que de su boca salían blasfemias tan grandes como piedras que acabó lanzando sobre la totalidad de los asistentes, incluso sobre los hombres que habían estaba ausentes en la guerra. Desde ese día negó el saludo a todos y cada uno de los habitantes del pueblo y cuando se encontraba con alguno torcía la cara. Incluso dejó de ir al bar y de asistir a misa, pues el cura tenía cierta fama de borrachín. Lo malo es que al anochecer no nos quedó más remedio que volver a casa y tanto mi pandilla como la pandilla enemiga estuvimos unos cuantos días sin poder sentarnos, ante la mirada pícara del maestro que viéndonos de pie durante horas pensó que de alguna manera él participaba en el castigo, quedando así satisfecho. Por nuestra parte, nunca nos arrepentimos, porque un vino como aquel, salido de las mejores viñas de la comarca y criado en barrica de roble tardaremos en volver a probarlo. Además, los palos que nos dieron reforzaron nuestra amistad y, desde aquel día, en mi pueblo solo hay una única pandilla.





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