No pudo con la tristeza - Marian Muñoz


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Cuando despertó se encontró dentro de una bolsa, pensó que era una tienda de campaña muy rara, un poco estrecha y oscura, pero sentía menos calor, estaba fresquito y con tanto cansancio acumulado decidió dormir, la postura boca arriba nunca le había gustado, con algo de esfuerzo se puso de lado, apoyó la cabeza sobre sus manos y retomó el sueño.
Mientras tanto, el furgón de la funeraria continuaba su recorrido hacia el juzgado, en la rampa que daba al instituto forense el conductor se apeó, abrió la puerta trasera del vehículo para bajar la camilla con el cuerpo, fue entonces cuando se dio cuenta que la postura en que lo había dejado no era en la que estaba. Pegó la oreja al bulto, sintiendo una fuerte respiración. El primer segundo lo dedicó a recordar la dichosa canción “no estaba muerto, estaba de parranda…” y cogiendo su móvil, llamó a una ambulancia.
Los sanitarios, con mucho tiento, rasgaron la bolsa de plástico que envolvía a un supuesto cadáver que respiraba, el olor era muy fuerte, pero no a putrefacción, sino a sudor rancio y a suciedad. Al tomarle la temperatura en el oído, despertó. Despistado y desorientado, con amables palabras le tranquilizaron y tras tomarle las constantes vitales, le hicieron caminar hasta la camilla de la ambulancia, trasladándole sin dilación al hospital más cercano.
Pese a estar vivo, su estado de salud era delicado. Dio negativo en el test de drogas y tampoco era alcohólico, su extrema delgadez y la suciedad con que se arropaba mostraban a las claras llevar una vida de vagabundo y con los calores que apretaban aquel julio, no era de extrañar hubiera perdido la consciencia y lo tomaran por muerto, hasta el más sano caería al suelo bajo este sol ardiente.
El médico de urgencias, con buen tino, decidió ingresarlo. Por cómo había ingerido la merienda proporcionada se percató que hacía mucho tiempo no comía nada sólido, y su cuerpo empezaba a resentirse de tanto ayuno. Respondía con tranquila amabilidad a las preguntas realizadas, y si en alguna dudaba, en cuanto reflexionaba unos instantes, la contestaba, se le notaba buen nivel de educación.
El azar, el destino o como quiera que lo llamemos, hizo que en planta se topase con otra alma caritativa, con vocación de cuidar de las personas a través de su trabajo. Aquel hombre vagabundo le conmovió y decidió ayudarle como buenamente pudiera. El pensar que se había librado de terminar en un cajón del instituto forense, era señal de que su mala racha estaba acabando.
Poco a poco se fue recuperando gracias a los cuidados y atenciones del personal del hospital. Le afeitaron, le cortaron el pelo y las uñas, le lavaron, le proporcionaron ropa limpia, e incluso conociendo la frugalidad de la comida hospitalaria, le llevaban a escondidas pasteles y bocadillos de chorizo que con tanta ansia devoraba. Tras las pesquisas de la policía y al no ver indicios de mala fe o conducta delictiva en el asunto, el juez archivó las diligencias, porque simplemente se trataba del desvanecimiento fortuito de un vagabundo en el interior de un cajero bancario.
El día anterior a darle el alta su doctor dudaba, no deseaba verle errante por las calles sin rumbo fijo, pidiendo o robando para subsistir, debía hacer algo en su favor pues parecía un poco pusilánime debido a su infortunada vida. Llamó a su hijo periodista quien se prestó a dar publicidad a su desdichada historia, porque realmente clamaba al cielo cuantas malas personas habían hecho sufrir a aquel buenazo, débil de espíritu, pero buena persona al fin y al cabo. Justo el día que salía del hospital se publicó el artículo, y en aquel momento una multitud comenzó a interesarse por él, por ayudarle, algunos por darse publicidad y otros por razones humanitarias.
Manuel, fue ejecutivo en una multinacional, casado y con un hijo, llevaba una vida de lo más normal, hasta que su mujer le pidió el divorcio por estar enamorada de otro. Justo en el mismo periodo en que un ERE en su empresa le echó a la calle con una importante indemnización, arrebatada ésta por su ex mujer al estar en trámites de separación. Él se busca un piso pequeño en un barrio tranquilo, pagado con un préstamo hipotecario gracias a las mensualidades del subsidio de parado. Trató de conseguir un nuevo empleo, acudió a amigos, pero nadie le prestó la menor atención. Intentó seguir en contacto con su hijo, pero su ex se lo negaba con la excusa de que ahora tenía una nueva familia y no debía perturbar al muchacho. La tristeza se apoderó de Manuel y su apetito fue desapareciendo, cada vez comía menos y la vida apenas le ofrecía momentos de interés, por lo que se encerró en casa. Dejó de asearse, no se cambiaba de ropa, su pelo y su barba cada vez estaban más descuidados. Un día que animosamente salió a la calle en busca de algo para alimentarse, le asaltaron dos individuos robándole su DNI y su cartilla del banco, así como las llaves de casa. Sin saber qué hacer, se sienta en un banco, y ese fue el momento en que se hizo invisible para los demás. Su casa fue ocupada por una familia desconocida, su cuenta bancaria vaciada a cada mensualidad que ingresaban, y tampoco podía demostrar quién era porque carecía de un documento que lo avalara. Denunciado por el banco al no pagar su hipoteca, por los vecinos al no pagar la comunidad, por el estado al no abonar los tributos, era delincuente económico sin saberlo.
Una vez propagada su historia, los vecinos del edificio y del barrio se volcaron en ayudarle, obligaron a desalojar a los ocupas de su vivienda y se la restituyeron, le dieron un pequeño trabajo en una frutería cercana. La policía le expidió un nuevo DNI y el banco tras la denuncia correspondiente no tuvo más remedio que abonarle las cantidades robadas. Manuel comenzaba a superar su mala racha, las personas le reconocían por la calle y le invitaban a tomar algo, o a charlar un rato. Su dicha comenzó a ser completa cuando un abogado se ofreció gratuitamente a presentar demanda por la custodia de su hijo y a negociar las deudas que en sus horas bajas le habían creado.
Un nuevo futuro se abría camino para este hombre, que casi termina haciendo compañía a los muertos, sin aún estarlo.


NOTA: Esta historia está basada en una real, cuyo final no fue tan feliz, porque tras años sin pagar comunidad ni hipoteca, el banco le desahucia y al entrar la policía judicial a tomar posesión de la vivienda, le encuentran en una de las habitaciones, momificado. Había fallecido hacía cuatro años, para los vecinos era un jeta que no pagaba, para el banco un moroso que no hacía caso a ninguna de las notificaciones de impago, para su familia y amigos un apestado, pero él era tan sólo un hombre solitario y perdido en su tristeza.
Tras descubrirse su fallecimiento y ser enterrado, una familia de rumanos ocupó ilegalmente su vivienda.






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