Lo que oculta la marea - Cristina Muñiz Martín


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    Relato inspirado en el título


    La culpa lo atacaba con sus dientes afilados haciéndole recordar constantemente aquello que quería olvidar. Todo había sucedido una tarde de invierno, cuando la marea estaba alta y la lluvia y el viento se habían asociado para llamar con inusitada fuerza a puertas y ventanas. Le había dicho que no podía ir, pero apareció repentinamente junto a su coche aparcado, oculta bajo un enorme paraguas. Ella era así, imprevisible. También bromista. Quizás lo único que había hecho era engañarlo, como tantas otras veces, para hacerlo rabiar, para atizar aún más su deseo por ella. Nada más llegar a la casa aislada, tras dejar sobre la encimera las bolsas de comida, la arrastró hasta el sofá donde hicieron el amor con una pasión rayana en la locura, como siempre. Después, estando aún entre sus brazos, como si fuera lo más normal del mundo, le habló del otro. El otro del que se había enamorado. El otro con el que pensaba comenzar una nueva vida. Al principio se rió de sus palabras. Otra de sus bromas, claro, aunque demasiado pesada. No tardó en darse cuenta de que esa vez iba en serio. La miró sorprendido. ¿A qué estaba jugando? Acababan de hacer el amor y no había sido solo sexo, no al menos para él. La quería. Sus oídos habían vibrado bajo sus palabras dulces y su cuerpo se había estremecido con sus caricias. ¿Cómo podía decirle algo así precisamente en ese momento? ¿Cómo podía ser tan fría? ¿Acaso no lo quería? ¿Nunca lo había querido? Le lanzó las cuatro preguntas una tras otra. Ella, inmutable le contestó que algo sentía por él, aunque no tanto como por el otro. Respecto a si lo había querido, sí, claro que sí. Aún lo quería. Pero lo que sentía por el otro era mucho más fuerte. Llevaba tiempo queriendo decírselo, pero temía hacerle daño. Por eso había escogido ese momento, para dejarle un buen recuerdo, un buen sabor de boca, un fin de semana de despedida, dijo. El no podía creer lo que oía. Su rostro se transformó en una careta pálida, como de payaso, y una culebra larga y cruel se apoderó de su estómago indefenso. De repente, sin poder contenerlas, en un movimiento veloz e inesperado, sus manos se lanzaron hacia el cuello de su enamorada y apretaron, apretaron y apretaron. Después nada. Silencio. Durante más de media hora quedó mirando el rostro tan querido, desfigurado por las huellas del horror y de la muerte. No parecía ella. Tampoco él se sentía él. Era como si su cuerpo hubiera desaparecido y su mente estuviera dentro de una burbuja de aire, vacía, solitaria. De pronto, como si acabara de despertar de un largo sueño, reaccionó. ¿Qué había hecho? Se sentía extraño, como si la acción que acababa de realizar no hubiera sido ejecutada por él, si no solo por sus manos, como si éstas hubieran cobrado vida propia. Las miró.
    No le parecieron suyas. Las sintió ajenas. Poco después comenzó a pensar en las consecuencias. Debía presentarse en la policía y acusarse del crimen. No. No le apetecía pasar años en la cárcel. Mejor ocultaba el cuerpo. El lunes, cuando no se presentara al trabajo empezarían a buscarla. Lo llamarían a él para declarar. Eso seguro. Intentó recordar, atar cabos. Miró su móvil. Allí estaban los cuatro últimos wasap de Alicia “No cuentes conmigo para el fin de semana. Tengo otros planes. Un beso. Chao”. Eso facilitaba las cosas. Nadie sabía, o eso esperaba, que lo había acompañado hasta la casa solitaria de la playa. Le había dado una gran alegría, aunque le molestaba que hiciera las cosas de esa manera. ¿Y su móvil? Por su móvil podían averiguar que había estado allí. Rebuscó en el bolso. Respiró aliviado. Estaba sin batería, nada raro en ella. ¿Podrían localizar la trayectoria estando apagado? Creía que no. Miraría por internet. No. Ni hablar. La policía buscaría sus últimas llamadas y sus consultas para descartarlo como sospechoso. Debía esperar. Tentar a la suerte. Alicia era imprevisible, todo el mundo lo sabía. No era nada raro que desconectara el teléfono durante horas e incluso durante todo el fin de semana. Recordaba cuando tres semanas atrás la había llamado más de cincuenta veces desde la mañana del sábado hasta las nueve de la noche del domingo, cuando contestó. Según ella estaba visitando a sus padres. Ahora sabía que no era verdad, que estaba con el otro. Pensó en el interrogatorio y sintió frío. Un frío denso y pesado. Debía ser cauto. Los policías sabían enredar a la gente, hacer preguntas inesperadas y aparentemente inocentes. Él no caería en la red. Había ido a la casa solo y no sabía nada de ella. Tenía los wasaps. ¿Y si alguien la vio subir al coche? Era bastante improbable, su vehículo estaba aparcado tres calles más abajo de la oficina, en el descampado donde lo dejaba todos los días y ella lo esperaba oculta bajo el paraguas. Tenía que ser mucha casualidad. ¿Cámaras? No, en ese lugar no había cámaras. Estaba seguro. ¿Y si le había contado a alguien que quería darle una sorpresa? Lo negaría. Él no la había visto. Además, no tardarían en descubrir al otro. Quizás sospecharan de él. Ojalá lo hicieses y lo metieran en la cárcel una buena temporada. Se lo merecía. “Tengo otros planes”, decía un wasap. ¿Qué planes?, pensarían los investigadores. Seguirían ese hilo y a él lo dejarían en paz. Pero no era momento de pensar en eso, lo más inmediato era deshacerse del cadáver. Qué raro le pareció pensar en la palabra cadáver. Se sentía como si estuviera viviendo dentro de una película y de un momento a otro fuera a aparecer la palabra “Fin”. Se acordó del cemento blanco. Lo había comprado hacía un par de meses para ponerlo en la parte trasera de la casa. Había sido idea de Alicia. “Echa una capa de cemento para hacer una buena terraza. Es limpio y duradero”. Al principio él se había resistido, le gustaba sentir la hierba bajo sus pies, pero ella odiaba pisar fuera del asfalto. Con una sonrisa de satisfacción bajó al sótano, levantó unas cuantas baldosas y comenzó a cavar. Ya faltaba poco para la madrugada cuando el cuerpo, el móvil al que ya había quitado la batería y la tarjeta, y el resto de las pertenencias de su novia, tomaron posesión del hoyo. Después, preparó el cemento con el que recubriría el hueco antes de volver a poner las baldosas. Cuando terminó se sintió satisfecho. Nadie notaría nada. No obstante, decidió poner encima el viejo y enorme baúl de la abuela. Sacó todas las cosas. Corrió el mueble y lo volvió a llenar. Pensó entonces en el cemento. Si la policía lo veía preguntaría. Decidió hacer una especie de mesa justo enfrente de la tumba. Le quedó impecable, con las esquinas en ángulos rectos y los lados lisos y perfectos. Diría que estaba aburrido en ese fin de semana tan lluvioso y al no poder hacer la terraza se había entretenido construyendo una especie de mesa de trabajo que le vendría muy bien, ya que le gustaba restaurar muebles y hacer pequeños trabajos de carpintería. Cuando le pareció que todo había quedado en orden, además de tener en su mente las respuestas a todas las posibles preguntas, pensó en poner algo sobre el arcón a modo de ofrenda. Pero cualquier cosa que se le ocurría le sugería una pista para la policía. Optó por depositar las enormes tijeras de podar abiertas, en forma de cruz. Como había supuesto, él fue uno de los primeros investigados por la policía. Lo interrogaron durante dos interminables horas. Registraron su coche, su apartamento de la ciudad y su casa de la playa. Encontraron muchas huellas, algo lógico, nada sospechoso. Supo de la aparición del otro. Se hizo el inocente, fingiendo dolido el alma y el amor propio. Familiares y amigos lo compadecieron durante una larga temporada. Tras varias pesquisas, no encontrando ninguna pista, Alicia pasó al archivo de personas desaparecidas. Respiró tranquilo. Durante un tiempo se sintió liberado y feliz, aunque se cuidó bien de mostrarse apenado, como un viudo cornudo. Después, cuando las aguas ya se habían calmado, llegó la culpa con sus afilados dientes de acero. Dejó de dormir bien. Dejó de vivir tranquilo. La culpa lo atacaba sin tregua. Su vida se tornó insoportable. Pidió excedencia en el trabajo y se recluyó en la casa de la playa, con su gran terraza cementada. No veía a nadie salvo cuando se acercaba al pueblo a comprar provisiones. No hablaba con nadie, salvo con ella, los dos frente a frente en el sótano húmedo y sombrío. Y todos los días, para descargar su conciencia, bajaba a la playa desierta donde con un palo violentaba a la arena, escribiendo con letras muy grandes, para que cualquiera pudiera verlas desde la distancia “Yo soy el asesino de Alicia”. Y todos los días, la mar, amiga cómplice, ocultaba sus gritos de culpa cuando subía la marea.




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