Relato inspirado en el título
La
culpa lo atacaba con sus dientes afilados haciéndole recordar
constantemente aquello
que quería olvidar. Todo había sucedido una tarde de invierno,
cuando la marea estaba alta y la lluvia y
el viento se habían asociado
para llamar con
inusitada fuerza
a puertas y ventanas. Le había dicho que no podía ir, pero
apareció repentinamente
junto a su coche aparcado, oculta bajo un enorme paraguas. Ella
era así, imprevisible. También bromista. Quizás lo único que
había hecho era engañarlo,
como tantas otras
veces,
para hacerlo
rabiar, para
atizar aún más su deseo por ella. Nada más llegar a la casa
aislada, tras dejar sobre la encimera las bolsas de comida, la
arrastró hasta el sofá donde hicieron el amor con una pasión
rayana en la locura, como siempre. Después, estando aún entre sus
brazos, como si fuera lo más normal del mundo, le habló del otro.
El otro del que se había enamorado. El otro con el que pensaba
comenzar una nueva vida. Al principio se rió de sus palabras. Otra
de sus bromas, claro, aunque demasiado
pesada. No
tardó en darse cuenta de que esa vez iba en serio. La miró
sorprendido. ¿A qué estaba jugando? Acababan de hacer el amor y no
había sido solo sexo, no al menos para él. La quería. Sus oídos
habían vibrado bajo sus palabras dulces y su cuerpo se había
estremecido con sus caricias. ¿Cómo podía decirle algo así
precisamente en ese momento? ¿Cómo podía ser tan fría? ¿Acaso
no lo quería? ¿Nunca lo había querido? Le lanzó
las cuatro preguntas una tras otra. Ella, inmutable le contestó que
algo sentía por él, aunque no tanto como por el otro. Respecto a
si lo había querido, sí, claro que sí. Aún lo quería. Pero lo
que sentía por el otro era mucho más fuerte. Llevaba tiempo
queriendo decírselo, pero temía hacerle daño. Por eso había
escogido ese momento, para dejarle un buen recuerdo, un buen sabor
de boca,
un fin de semana de despedida, dijo.
El no podía creer lo que oía.
Su
rostro se transformó en una careta pálida, como de payaso,
y una culebra larga
y cruel
se apoderó de
su estómago indefenso.
De
repente,
sin poder contenerlas, en
un movimiento veloz e
inesperado,
sus
manos se lanzaron hacia el cuello de su enamorada y apretaron,
apretaron y apretaron. Después nada. Silencio. Durante más de
media hora quedó mirando el rostro tan querido, desfigurado por las
huellas del
horror y de
la muerte. No parecía ella. Tampoco él se sentía él. Era como si
su cuerpo hubiera desaparecido y su mente estuviera dentro de una
burbuja de aire, vacía, solitaria. De pronto, como
si acabara de despertar de un largo sueño, reaccionó.
¿Qué había hecho? Se sentía extraño, como si la acción que
acababa de realizar
no
hubiera sido ejecutada por él, si no solo por sus manos, como si
éstas hubieran cobrado vida propia. Las miró.
No
le parecieron suyas. Las sintió ajenas. Poco después
comenzó
a pensar en las consecuencias. Debía presentarse en la policía y
acusarse del crimen. No. No le apetecía pasar años en la cárcel.
Mejor ocultaba el cuerpo. El lunes, cuando no se presentara al
trabajo empezarían a buscarla. Lo llamarían a él para declarar.
Eso seguro. Intentó recordar, atar cabos.
Miró su móvil. Allí estaban los cuatro últimos wasap de Alicia
“No cuentes conmigo para el fin de semana. Tengo otros planes. Un
beso. Chao”. Eso facilitaba las cosas. Nadie sabía, o eso
esperaba, que lo
había acompañado
hasta la casa solitaria de la playa.
Le había dado una gran alegría, aunque le molestaba que hiciera
las cosas de esa manera. ¿Y su móvil? Por
su móvil podían averiguar que había estado allí. Rebuscó en el
bolso. Respiró aliviado.
Estaba sin batería, nada raro en ella. ¿Podrían localizar la
trayectoria estando apagado? Creía que no. Miraría por internet.
No. Ni
hablar. La
policía buscaría sus últimas llamadas y sus consultas para
descartarlo como sospechoso. Debía esperar. Tentar a la suerte.
Alicia era imprevisible, todo el mundo lo sabía. No era nada raro
que desconectara el teléfono durante horas e incluso durante todo
el fin de semana. Recordaba cuando tres semanas atrás la había
llamado más de cincuenta veces desde la mañana del sábado hasta
las nueve de la noche del domingo, cuando contestó. Según
ella estaba visitando a sus padres. Ahora sabía que no era verdad,
que estaba con el otro. Pensó en el interrogatorio y sintió frío.
Un frío denso y pesado. Debía ser cauto. Los policías sabían
enredar a la gente, hacer preguntas inesperadas y aparentemente
inocentes. Él no caería en la red. Había ido a la casa solo y no
sabía nada de ella. Tenía los wasaps. ¿Y si alguien la vio subir
al coche? Era bastante improbable, su vehículo
estaba aparcado tres calles más abajo de la oficina, en
el descampado donde lo dejaba todos los días
y ella lo esperaba oculta bajo el paraguas. Tenía que ser mucha
casualidad. ¿Cámaras?
No, en ese
lugar
no había cámaras.
Estaba seguro. ¿Y
si le había contado a alguien que quería darle una sorpresa? Lo
negaría. Él
no la había visto.
Además, no tardarían en descubrir al otro. Quizás sospecharan
de él. Ojalá lo
hicieses
y lo metieran en la cárcel una buena temporada. Se lo merecía.
“Tengo otros planes”, decía un wasap. ¿Qué planes?,
pensarían los investigadores. Seguirían ese hilo y a él lo
dejarían en paz. Pero no era momento de pensar en eso, lo más
inmediato era deshacerse del cadáver. Qué raro le pareció pensar
en la
palabra cadáver.
Se sentía como si estuviera viviendo dentro de una película y de
un momento a otro fuera a aparecer la palabra “Fin”.
Se acordó del cemento blanco. Lo había comprado hacía un par de
meses para ponerlo
en la parte trasera de la casa. Había
sido idea
de Alicia. “Echa una capa de cemento para hacer una buena terraza.
Es limpio y duradero”. Al principio él se había resistido, le
gustaba sentir la hierba bajo sus pies, pero ella odiaba pisar fuera
del asfalto. Con una sonrisa de satisfacción bajó al sótano,
levantó unas cuantas baldosas y comenzó a cavar. Ya faltaba poco
para la madrugada cuando el cuerpo, el móvil al que ya había
quitado la batería y la tarjeta, y el resto de las pertenencias de
su novia, tomaron posesión del hoyo. Después, preparó el cemento
con el que recubriría el hueco antes de volver a poner las
baldosas. Cuando terminó se sintió satisfecho. Nadie notaría
nada. No obstante, decidió poner encima el viejo y enorme baúl de
la abuela. Sacó todas las cosas. Corrió el mueble y lo volvió a
llenar. Pensó entonces en el cemento. Si la policía lo veía
preguntaría. Decidió hacer una especie de mesa justo enfrente de
la tumba. Le
quedó impecable, con las esquinas en ángulos rectos y los lados
lisos y perfectos. Diría que estaba aburrido en ese fin de semana
tan lluvioso y al no poder hacer
la terraza se había entretenido construyendo
una especie de mesa de trabajo que le vendría muy bien, ya que le
gustaba restaurar muebles y hacer pequeños trabajos de carpintería.
Cuando le pareció que todo había quedado en
orden,
además
de tener en su mente las respuestas a todas las posibles preguntas,
pensó en poner algo sobre el arcón a modo de ofrenda. Pero
cualquier
cosa que
se le ocurría le sugería una pista para la policía. Optó por
depositar las enormes tijeras de podar abiertas, en
forma de cruz.
Como había supuesto, él fue uno de los primeros investigados por
la policía. Lo interrogaron durante dos interminables horas.
Registraron su coche, su apartamento de la ciudad y su casa de la
playa. Encontraron muchas huellas, algo lógico, nada sospechoso.
Supo de la aparición del otro. Se hizo el inocente, fingiendo
dolido el alma y el amor propio. Familiares y amigos lo
compadecieron durante una
larga temporada.
Tras
varias pesquisas, no encontrando ninguna pista, Alicia pasó al
archivo de personas desaparecidas.
Respiró tranquilo. Durante un tiempo se sintió liberado y feliz,
aunque se cuidó bien de mostrarse apenado,
como un viudo cornudo.
Después, cuando
las aguas ya se habían calmado,
llegó
la culpa con sus afilados
dientes de acero.
Dejó de dormir bien. Dejó de vivir tranquilo. La culpa lo atacaba
sin tregua. Su vida se tornó insoportable. Pidió excedencia en el
trabajo y se recluyó en la casa de la playa, con su gran
terraza cementada. No veía a nadie salvo cuando se acercaba al
pueblo a comprar provisiones. No hablaba con nadie, salvo con ella,
los dos frente
a frente en el sótano húmedo y sombrío.
Y
todos
los días, para descargar su conciencia, bajaba a la playa desierta
donde con un palo violentaba a la arena, escribiendo con letras muy
grandes, para que cualquiera pudiera verlas desde la distancia “Yo
soy el asesino de Alicia”. Y todos los días, la mar, amiga
cómplice, ocultaba sus gritos de culpa cuando subía la marea.
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