Relato inspirado en el título
No
me importa ceder el protagonismo, no tengo interés en que revuelvan
en mi pasado o en mi desdichada historia, no lo soportaría, ya de
por sí me está costando superar lo descubierto y no comprendo cómo
hay mujeres que han podido hacerlo. Sólo quiero pasar desapercibida
e intentar superar éste mal trago.
Quien
así hablaba era Martina, una joven recién llegada al pequeño
pueblo pesquero donde vivía Juan, su salvador, y quien había
involucrado a los vecinos para ayudarla. Conchesa era la cabecilla
de las mujeres y con quien se estaba sincerando. En el pueblo
presentían que había sido ella la protagonista de tan macabro
hallazgo, a pesar de ser el propio Juan quien acudió sin dilación a
denunciarlo al cuartelillo más próximo de la Guardia Civil,
otorgándose el descubrimiento, con el fin de poder mantener a
Martina al margen de los medios de comunicación y de las
autoridades, temía por su vida si la investigaban o si salía a la
luz su triste pasado.
Nacida
en un pueblecito del interior, junto a la montaña, tenía cuatro
años cuando quedó al cargo de una vecina, sus padres viajaron a la
capital pero al regresar en coche, fueron víctimas de un fuego
cruzado entre la policía y unos terroristas, volando por los aires
su vehículo y pereciendo en el accidente.
La
noticia consternó a todos en el pueblo por ser familia muy
apreciada, debido a la escasez de parientes, auguraban a la niña una
acogida por los servicios sociales que a saber cómo terminaría.
Decidieron solucionarlo obligando a una prima de su madre a ser su
tutora, de esa forma la niña seguiría en el pueblo bien atendida.
Ésta prima llevaba una vida un tanto peculiar, apenas se
relacionaba con los vecinos y vivía solitaria a las afueras en
compañía de sus animales.
Todos
se volcaron con la pequeña, por las mañanas acudían a la cabaña,
la levantaban y aseaban, dándole el desayuno en la casa que por
turno tocaba, llevándola a continuación a la escuela, donde la
maestra la recogía hasta la tarde, almorzando en su compañía. Su
tutora marchaba de madrugada al monte, donde sus animales pastaban
hasta bien entrada la tarde, que era el momento del día en que se
hacía cargo de Martina. Tras darle una frugal cena, se acostaban,
siendo así todos los días.
Espabilada
y alegre, nunca se planteó vivir de otra manera a como lo hacía,
todos la querían, apreciaban como iba creciendo y convirtiéndose en
una muchacha generosa, educada, agradecida, sumamente interesada en
aprender y ayudar en lo que pudiera.
A
los siete años comenzó a levantarse por sí misma y a los doce se
hizo cargo de las labores de casa, algo a lo que su tutora no daba
ninguna importancia pero que eran necesarias para mantener el
bienestar de las dos. Aquel verano su tutora comenzó la iniciación
en el conocimiento de los efectos beneficiosos de hierbas o frutas,
de los excrementos de animales o de la miel de abeja, parecía que a
cada nueva información necesitaba otra más, era un pozo sin fondo
de conocimientos que aplicaba prudentemente en cuanto la dejaban.
Martina
dejó de ser una niña y la muchachita en que se convirtió consiguió
enamorar al encargado de informática del ayuntamiento, un chaval
simpático y alegre, dispuesto a entablar relación formal y seria.
La boda fue la celebración más sonada de la comarca, participando
todo el mundo, pues a todos invitó y quiso agasajarles por haberla
criado como a una más. Su tutora también estaba contenta, por fin
se libraba de la muchacha y volvería a estar sola.
La
vida sonreía a la nueva pareja, ocupados en decorar su nido de amor
y en compartir sus idas y venidas con los vecinos, la dicha fue
completa cuando se quedó embarazada. Los primeros meses fueron un
poco revueltos con nauseas y vómitos, pero su marido se llevó el
trabajo a casa y solicito pudo atenderla con mimo y cariño. Una vez
superado el primer trimestre, todo empezó a ser más sencillo,
esperaban con deseo llegara el nuevo bebé para bendecir su amor.
Estaba
ya en el séptimo mes de embarazo cuando a su tutora se le ocurrió
invitarles a comer en su cabaña, deseaba mostrarles buena voluntad
con el bebé y de paso compartir su receta ancestral de boletus que
todo el pueblo envidiaba y sólo ella conocía. Por alguna razón se
coló una pieza venenosa entre las comestibles, y tras días de
agonía murieron la tutora y su marido. Ella también estuvo
enferma, aunque no de gravedad pues debido a su estado había comido
menos cantidad. Pero la desgracia se cruzó de nuevo en su camino y
perdió al hijo que esperaba.
El
pueblo entero conmocionado se volcó en atender y cuidar de Martina
para que pudiera recuperarse y sobrellevar tan grandes pérdidas.
Por algún tiempo parecía que iba a remontar, incluso que empezaba a
sonreír y bromear, pero su corazón estaba tan triste que no quería
vivir, no podía seguir sin su amado, sin su pequeño al que no pudo
conocer y sin su tutora, que aunque severa, la había acogido de niña
proporcionándole un plato de comida y un techo.
Un
día de tormenta se dirigió a lago cercano, el viento levantaba olas
en la superficie, las copas de los árboles se mecían con brusquedad
en las alturas y el cielo estaba gris, tan gris como sus
sentimientos. Miles de veces se había acercado a nadar en él,
conocía de sobra donde cubría más y en que parte había más
raíces y árboles caídos, si te enredabas en ellos era muy difícil
salir. Se dirigió hacia esa parte, llevaba botas de agua y una
trenca bien amarrada para que al empaparse pesara aún más y le
fuera costoso salir. Comenzó lentamente a entrar en el agua, con
los ojos llenos de lágrimas y la mirada buscando en el recuerdo la
imagen de su amado al que pronto iba a acompañar. Suavemente el agua
se colaba al interior de sus botas, la notó fría, no importaba, en
su pecho comenzó a latir con fuerza su corazón, como si la
estuviera avisando que aún existía, que aún estaba ahí y no
pensaba apagarse tal y como ella quería.
Inesperadamente
oyó un saludo, luego una pregunta que la despistó, alguien se
acercaba y le estaba hablando, también entraba en el agua y le
hablaba, no callaba. Sólo deseaba que la dejara en paz, que se
fuera, pero él no paraba de hablar. Sus palabras no llegaban con
claridad, sus oídos se habían acostumbrado al silencio y oír de
nuevo parecía que les sorprendiera.
¡Vete!
Le gritó, ¡déjame en paz! Pero él continuó, con tranquilidad le
dio la mano e instintivamente se la cogió. Le transmitió calor y
logró que reaccionara mirándole. En aquella mirada narraba todo el
dolor que la embargaba y toda la soledad que la había apresado,
pero la de él infundía cariño, esperanza, y paz, mucha paz. Con
gran esfuerzo consiguió levantar una bota llena de agua, y luego la
otra, y poco a poco como una autómata, salió y le abrazó.
Aquel
abrazo sin palabras hizo que Martina volviera a revivir, que su
tristeza se esfumara por unos segundos y comprendiera que no debía
acabar con su vida, aún tenía muchas deudas que saldar con sus
vecinos.
-
Gracias, dijo débilmente, me llamo Martina.
-
Hola, me llamo Juan y me gustaría conocerte mejor.
Unos
días más tarde ambos llegaron al pueblecito pesquero donde Juan
tenía su consulta de veterinario, ella seguía triste y dolorida,
pero estando acompañada su pena iba aligerando por momentos.
Mientras él seguía con su trabajo, ella salía de casa de
madrugada, no dormía bien, veía como los pescadores zarpaban en sus
barcos y se iban a pescar, después seguía un sendero bordeando la
costa, que llevaba a una pequeña cala. El acceso a ella era algo
difícil, pero pensaba que en verano sería un lugar fabuloso para
bañarse y disfrutar del mar. Los pescadores se habían habituado a
su compañía mientras preparaban las artes de pesca e incluso cuando
quitaban amarras la despedían con la mano. Luego seguía siempre su
ruta hacia la cala, sola, mirando como en el horizonte la claridad
poco a poco inundaba el paisaje.
Un
día se cruzó en el camino con una mujer, al principio se asustó
por cómo iba vestida completamente de negro y el gesto adusto de su
cara, era la primera vez que la veía y no la conocía. Pensó que
era otra mujer como ella, que no podía dormir y paseaba por la misma
senda. En diferentes ocasiones se cruzaron, siempre la saludaba
cortésmente, aunque nunca recibía respuesta. Pero un día, tal vez
madrugó más que otras veces o aquella mujer se retraso en su
rutina, la encontró arriba de la cala tirando una bolsa de tela al
agua, a esa agua mansa y tranquila. Sus miradas se cruzaron, y la
otra al verse pillada le informó que era un gato muerto. No le dio
más importancia, pero unas semanas más tarde fue nuevamente testigo
de la misma maniobra, volviendo a comentar la mujer que era un gato
muerto, esta vez recién nacido.
A
Martina no la convenció, sospechando que había algo raro tras aquel
bulto de tela. Decidió espiarla, pero no lograba tropezar con ella,
llegando a olvidarse del tema. Un día de mucha tormenta no podía
dormir, en cuanto la lluvia se calmó, salió a dar su paseo habitual
aunque era más temprano de lo acostumbrado. En la cala se sentó
sobre una piedra para admirar la reciente tranquilidad del mar,
entonces se percató de la llegada de la mujer, en su mano llevaba un
hatillo de tela, igual que otras veces, tras susurrar unas palabras,
arrojó el bulto al mar y se marchó. Martina quiso comprobar si
realmente se trataba de un gato muerto, se había fijado donde había
caído el hatillo y se tiró tras él. El agua estaba muy fría,
pero su voluntad férrea de encontrar aquel cuerpecito le dio
suficiente energía para sumergirse y rescatarlo. Una vez que lo
agarró en las profundidades, vio borrosamente una gran cantidad de
bultos, antes de subir a la superficie, agarro un par de ellos con la
otra mano y descansando en la orilla los abrió.
Los
nudos estaban bien fuertes y sus manos mojadas resbalaban
continuamente en la tela, pero tan firme era su convicción que no
cejó en el intento, y uno a uno fue desatando y descubriendo el
macabro contenido de aquellos trapos. No eran gatos, sino fetos, de
diversos tamaños. Un grito desgarrador se hizo eco por las paredes
rocosas que circundaban el agua, su dolor y su pena se abrió de
nuevo en sus entrañas, no comprendía lo que aquella mujer estaba
haciendo pero por lo que había visto bajo el agua, muchos
cuerpecitos yacían allí y merecían un lugar mas cálido y pacífico
que aquel frío mar.
Nerviosa
y tartamudeando se lo contó a Juan, quien tras zambullirse, comprobó
con horror lo que ella había contado, acudiendo rápidamente a la
Guardia Civil. Ciento diez eran los fardos encontrados y que la
marea ocultaba. Él no dudó en atribuirse el hallazgo, no quería
ver involucrada a Martina, quien nerviosa seguía en estado shock por
lo acaecido. Gracias a su descripción consiguieron encontrar a la
mujer, la imputaron por causar abortos sin estar facultada para ello.
Televisiones, radios y periódicos se hicieron eco del siniestro
suceso, revolucionando al pueblo y a sus habitantes. Pero todos, sin
excepción, se volcaron en salvaguardar la privacidad de Martina, en
acompañarla y animarla, porque era de dominio público entre ellos,
quien había sido realmente la persona que había descubierto lo que
ocultaba la marea.
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