Un puzzle de otros tiempos - Esperanza Tirado



A veces creo que vivo en un continuo deja vù; todos los fines de semana comienzan con la misma discusión.
¿Coges tú el coche o conduzco yo? ¿Has programado ya el gps?
¿El gps? ¿Para qué? Si yo me oriento bien con el mapa de carreteras.
Si, ya. ¿Y te has puesto la pomada anti-rojeces? Que luego ya sabes que la piel se te levanta y el médico ya dijo que no era bueno que la frente fuera sin protección.
Que sí, muyer… que pareces mi madre y mi guela las dos juntas. Que me pitan los oídos. Mira, aquí está la gorra. Me la pongo. ¿Contenta?
Y entonces cuando me pregunto cómo es que llevamos casados tanto tiempo. Es como si él llevara puesto un arnés que le impide moverse al son de los tiempos. Tampoco es que yo sea la más moderna del pueblo; pero en lo básico, como son las cosas de salud, creo que tengo un poco más de sentido común que él.
En fin… Cuando miro la orla de nuestra graduación y lo veo con su beca y su camisa blanca, tan seguro de sí mismo y tan guapo con esas patillas setenteras, se me pasan todos los berrinches. Aunque ahora mismo parece que llevo un ornitorrinco en vez de un marido sentado al lado. Lo que cambia el cuento al cambiar de siglo. Qué mona estaba yo también entonces, por cierto.
Estamos jubilados, y como tenemos tiempo libre de sobra nos encanta salir a descubrir pueblos y lugares con encanto. Vamos sin rumbo fijo, supuestamente. Pero por si las moscas yo ya he hecho mi trabajo de campo a lo largo de la semana y voy sugiriendo alguna senda o peña por la que todavía no hayamos pateado. Si por la zona hay queserías o casas de comida de esas de toda la vida, mucho mejor, dice él siempre. Y su colesterol se frota las manos. Y su médico se las echa a la cabeza después.
A mí me encantan los edificios de piedra y las ermitas en ruinas en mitad de la nada; de esas en las que apenas si cabían cinco vecinos y el cura. Me dan una sensación de paz, de relajación, como de estar en otro mundo. Casi como si se hubieran abierto las puertas a un tiempo de otra dimensión y el siglo XX jamás hubiera llegado, seguido a trompicones del XXI con toda su prisa y ajetreo.
Cuando llegamos a un paraje de este tipo se me olvidan las discusiones, los gps y las cremas de la piel. Hasta casi de cómo me llamo. Y me quedo como Santa Teresa, en éxtasis, sentada en una piedra, admirando tanta hermosura y respirando naturaleza. Sintiéndome viva; pequeña y viva a la vez. Es algo mágico. Deberían recetarlo en la Seguridad Social. Mucha gente se curaría de todos los males que les aquejan si respiraran un poco por estos parajes.
Recuerdo un sitio especial, soy fatal para los nombres, para eso pregunten a mi marido. Era una iglesia en medio de un valle de un llamativo color verde esmeralda. Estaba hecha de manera tosca, pero efectiva, con las piedras saliendo por las esquinas pero todas aún en su sitio. Una mezcla de vetusto lugar de culto, albergue polvoriento y tienducha, aún más polvorienta todavía. Que seguramente conocieron tiempos mucho mejores.
El claustro era espectacular. Quizá algo descuidado, el césped y las malas hierbas me subían hasta casi las rodillas. Lo más impresionante eran sus altísimas bóvedas y los capiteles, cada uno decorado de forma distinta, como contando una historia a través de imágenes de piedra. Yo, que no soy nada religiosa, no conseguí descifrar el enigma de lo que allí se explicaba. Pero pasé un buen rato intentado armar el puzzle mientras mi marido exploraba a su aire.
Aunque lo más fascinante era la sala capitular. Sus techos de piedra eran altísimos y estaban tallados haciendo formas de flores y hojas. Además conservaba algunos frescos que completarían el puzzle de los capiteles del claustro, supuse. Estaba llena de muebles enormes de maderas nobles. Armarios, sillas, mesas, estanterías y retablos fabricados con maderas de caoba, ébano, nogal… Toda una fortuna en madera, perdida en aquel sitio. Abrí un armario gigantesco, de esos de tres cuerpos en los que te podías quedar a vivir, y descubrí que aún se guardaban las túnicas de los curas y otros eclesiásticos. Algo lógico, ya que era un lugar destinado a usos religiosos.
Pero lo más sorprendente de mi descubrimiento fue que al lado encontré toda una colección de vestidos de señora: unos cortos como de diario, elegantes pero no demasiado ostentosos. Y otros largos de fiesta con encajes, volantes, lazos, corsés y ballenas. De los que ves en las películas y desearías ser tú la que estuviera bailando alrededor de salones elegantes al son de músicas celestiales. Recordé una vieja historia de caballerosos donceles, obispos con ansias de poder y barraganas con más ansias todavía. Y até lazos. No los de los vestidos precisamente. Entonces sí que sabían vivir sin hipocresías. Las cosas con su nombre y sus contratos al efecto.
No sé cuánto tiempo pasé abriendo y cerrando puertas y cajones en aquella habitación, maravillándome con todos los tesoros que descubrí, imaginando la vida de aquella o aquellas parejas, que hoy día sería impensable. O no...
Solo recuerdo la voz de mi marido llamándome y devolviéndome a su mundo real.
-¡¡¡Loli!! ¡¡Ven!! ¡¡Mira este patio!! ¡¡Está lleno de puestos de quesos y embutidos de todos los tipos!! ¡¡Verás qué festín nos vamos a dar!!
Y mi éxtasis de película de otros tiempos se volatilizó por arte de magia.
A veces siento que el ornitorrinco de la casa soy yo.
¡Ay Santa Teresa...!


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