Mi pequeño, aún sin saber hablar, emitía sonidos que me llenaban
de perplejidad por su ritmo y armonía. Más tarde, ya con tres años,
comprobé, estupefacta, como pasaba el día inventando alegres
canciones mientras sus dedos diminutos revoloteaban en el aire de tal
manera que parecían estar tocando las teclas de un inexistente
piano. Supe entonces cuál era su futuro. Pero yo, además de viuda,
era pobre. La guerra había arruinado nuestro país, nuestro pueblo y
nuestra familia. Sin recursos ni posibilidad de obtener ayuda, decidí
hacer todo lo posible para que lograra cumplir el sueño que él, a
su corta edad, aún no sabía que tenía. Tras una visita a la
biblioteca, dibujé sobre un trozo de tela blanca, todas las teclas
de un piano. Después, siguiendo las instrucciones del libro, fui
enseñando a mi hijo los diferentes sonidos que yo no conseguía
imaginar y que él parecía escuchar sin ningún esfuerzo. Cada
quince días me acercaba a la biblioteca para devolver el libro y
volver a sacarlo. Por suerte nadie más lo solicitaba. Con diez años,
gracias a la ayuda de todo el pueblo, mi pequeño y yo nos dirigimos
a la capital para presentarse al examen de ingreso de la más
prestigiosa academia de música del país. Por fin, llena de
satisfacción, pude oír su música por primera vez. Las notas
danzaban alegres y armoniosas envolviendo el edificio en una magia
imposible de describir mientras mi rostro se inundaba de lágrimas de
alegría. Sacó la mejor nota. Él quedó allí, labrando su futuro.
Yo volví al pueblo orgullosa aunque un poco triste por la
separación. Pero ha merecido la pena. Mi hijo, con el paso del
tiempo, se ha convertido en uno de los mejores pianistas que ha dado
la historia. Y yo no puedo ser más feliz que cuando escucho su
música.
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