Érase una vez una
cabra que tenía siete hijos. Todos ellos eran muy inteligentes. Como
su madre era pobre y no podían ir a la universidad estudiaban en su
casa las materias más variadas, desde física cuántica, hasta
arqueología o literatura comparada. La mamá cabra salía todas las
mañanas a trabajar a una granja. Al dejarles solos en casa, se iba
muy preocupada, sobre todo desde que se enteró de que un lobo
merodeaba por los alrededores con las oscuras intenciones de comerse
a toda criatura indefensa con la que se topara. Así pues, una mañana
la cabra advirtió a sus pequeños de tal circunstancia.
-El desgraciado
intentará engañaros, pero confío en vosotros y en vuestra
inteligencia. No le abráis la puerta por nada del mundo.
Los siete cabritos
le prometieron a su madre que serían obedientes. En el fondo la
amenaza del lobo les hacía gracia. Lobos a ellos. Además tenían la
teoría, argumentada por uno de ellos, que estudiaba psicología
aplicada a los trastornos de la personalidad, de que los lobos eran
tontos por naturaleza. Así que de miedo nada de nada.
A media mañana
llamaron a la puerta. Ellos se miraron unos a otros y preguntaron
quién era. Una voz de ultratumba se identificó como mamá cabra,
ocurrencia ante la cual los siete hermanos se echaron a reír como
posesos. El mayor, que era el que estudiaba física cuántica, se
acercó a la puerta y le dijo al lobo que se largara de allí de
inmediato y que no se le ocurriera volver, pues de lo contrario se lo
iban a hacer pasar muy, pero que muy mal.
El lobo, sabedor de
que lo habían descubierto por la voz, se fue a un gallinero y se
tomó quince docenas de huevos, pues de todos es sabido que las
claras afinan la voz, sin tener en cuenta lo mucho que se le iban a
elevar los índices de colesterol, hecho lo cual regresó a la casa
de los cabritos y volvió a intentar engañarlos, cosa difícil
puesto que en esta ocasión, más para burlarse que por otra cosa, le
pidieron que les enseñara la pata por debajo de la puerta. La pata
en cuestión era de un negro zahíno que asustaba y estaba manchada
de caca de gallina, pues el lobo aparte de tonto era bastante
descuidado y no miraba por dónde pisaba, algo que nunca haría mamá
cabra, que sería pobre, pero limpia como una patena, aparte de que
ella tenía las patitas blancas como la nieve.
Esta vez fue el
hermano pequeño el que se acercó a la puerta y le dijo al lobo que
se dejara de gaitas, que por esta vez pasaban, pero como regresara,
ya se podía preparar.
Pero nuestro amigo
era un terco y cuando se le metía algo entre ceja y ceja no había
quién le hiciera cambiar de opinión. Esta vez pasó por un almacén
de harinas al por mayor y se embadurnó las patas hasta que le
quedaron bien blancas y de nuevo se fue a casa de mamá cabra y sus
siete hijos. Repitió los golpes en la puerta y la tontería de que
era mamá cabra y todo eso, lo cual terminó con la paciencia de los
siete cabritos que aquellas alturas ya comenzaban a sentirse
cabrones. Cuando vieron por debajo de la puerta la pata del lobo
embadurnada de harina, a uno de ellos, el segundo, que estudiaba
cocina de diseño, se le ocurrió un buen escarmiento. Rebozó la
pata en huevo y luego le vació por encima una sartén de aceite
hirviendo. Antes de que al lobo le diera tiempo a escaparse abrieron
la puerta lo metieron en la casa de malos modos, lo ataron de patas
delanteras y traseras, una de las cuales estaba seriamente lesionada
por la quemadura, le taparon la boca con cinta aislante y lo
metieron en la caja del reloj para enseñarle a su madre tan preciado
botín.
Cuando la buena
mujer regresó a su hogar después de una dura jornada de trabajo y
sus hijos le contaron su hazaña del día, se sintió verdaderamente
orgullosa de su prole y tomando las riendas de la situación, sacaron
al lobo de la caja del reloj, (que por cierto era de péndulo y le
había estado golpeando en la cabeza durante seis horas, ante lo cual
ya no sabía ni dónde estaba, ni quién era, ni qué rayos hacía
allí) y lo llevaron a la comisaría de policía más cercana. El
comisario lo metió en el calabozo y se olvidó de él por siempre
jamás. A los cabritos el Estado les pagó una beca para que pudieran
estudiar en la universidad y a mamá cabra le dio una pensión
vitalicia en pago por los servicios prestados. Todos contentos, menos
el lobo, que acabó muriendo de asco, así es la vida.
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