El conductor - Gloria Losada







Adriano se sentó en el asiento del conductor como todas las mañanas a la misma hora. Las siete y comenzaba la jornada de la Ceca a la Meca y de la Meca a la Ceca, siempre lo mismo, siempre la misma monotonía, personas que subían aquí y bajaban allá, amas de casas que iban al mercado, caballeros respetables vestidos de gabardina al estilo inglés que se dirigían a sus serios trabajos en la ciudad, niños cargados con mochilas que con caras de pocos amigos afrontaban la jornada colegial. Así era la vida de Adriano como chófer de la línea de autobús de la que era titular desde hacía bastantes años, rutinaria desde luego, tranquila indiscutiblemente, y es que después de su peripecia vital eso era la que se merecía, tranquilidad, charlas con los viajeros, bromas con los pequeños…. Por la cuenta que le traía, había de ser así.
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Adriano, de muchacho, había sido un pendenciero al que le gustaba más la juerga que a un tonto un caramelo. Y de manera inversamente proporcional le gustaba el mundo laboral. Ya desde bien joven dejó patente su gandulería. Sus padres quisieron darle estudios pero fracasaron en el intento y viendo que el muy ladino tomaba el camino de la parranda su progenitor le dio un ultimátum: o se ponía las pilas y se buscaba un trabajo o se agenciaba otra teta de la que chupar. Adriano le vio las orejas al lobo y después de mucho pensar decidió hacerse conductor de autobús, como su abuelo materno, el cual había pilotado los primeros autobuses que habían circulado por la ciudad de La Coruña, de la que era oriundo.
Sacarse el carnet de conducir autobuses no fue cosa fácil para un zoquete como el que nos ocupa, al menos el teórico, puesto que lo suyo no era estudiar. Ocho o nueve veces se hubo de que presentar al examen y cuando estaba a punto de tirar la toalla, una equivocación en la corrección de las pruebas, de la que nadie se percató jamás, le dio el aprobado y por ende la posibilidad de comenzar las prácticas en carretera. Sorprendentemente se reveló como un piloto de primera. De la misma manera que había sido un zopenco para el aprendizaje teórico, desde que se puso al frente de un volante demostró haber nacido para ello. Dominaba el autobús con la agilidad propia de un chofer experimentado y en menos que canta un gallo tuvo el carnet de conducir en la mano.
El abuelo, que por aquel entonces ya era muy mayor, pero que aun conservaba amistades en la empresa de autobuses en la que había trabajado, le buscó un enchufe de primera en la misma, y a los dos meses de obtener la preceptiva licencia ya estaba trabajando como conductor de autobuses de un transporte escolar.
Al principio todo fue muy bien. Aunque los niños no eran lo suyo y Adriano siempre los había considerado un poco cargantes, también es cierto que el hombre tenía el don de abstraerse ante aquellas situaciones que le resultaban desagradables, así que tomó por costumbre hacer caso omiso a aquellos enanos que no hacían más que pegar gritos y moverse sin sentido ni consideración de un lado para otro. Fue precisamente él quién solicitó por primera vez un cuidador que le echara una mano con semejantes monstruos, dada la posibilidad, nada remota, de que terminaran provocando algún altercado del que no habrían de salir muy bien parados, ni él mismo ni aquellos energúmenos que parecían haber salido de la época de las cavernas, dada su escasa urbanidad.
Conseguido tal cuidador, cargo que recayó en Manuel Luaces, un viejo conocido suyo famoso por sus dotes como payaso gracias a las cuales mantenía a los pequeños a raya, y conforme fue pasando el tiempo, a Adriano se le metió en la cabeza que aquel ir y venir peregrinando por los colegios, siempre el mismo recorrido, no estaba hecho para un hombre como él y mucho menos por el mísero jornal que le pagaban, que no daba ni para cubrir sus gastos de juerguista empedernido. Claro que, bien pensado, tampoco era cuestión de abandonar una ocupación que tanto esfuerzo le había costado conseguir, más que nada por no darle un disgusto a su abuelo y por no aguantar las letanías de sus padres.
Su materia gris, que era más bien escasa y de muy poca calidad, se puso a trabajar, en la medida de lo posible, y llegó a una conclusión más bien pobre: debía buscarse una tarea paralela a su trabajo de chofer con el fin de salir un poco de la rutina y llenar más el bolsillo. Sin embargo tan brillante deducción no hizo más que añadir un problema más a su ya enmarañado cerebro, puesto que dada su natural torpeza, no figuraba entre sus habilidades otra actividad más que no fuera la conducción, cosa que, como ya se ha dicho, desarrollaba con una destreza fuera de lo normal.
Andaba dándole vueltas a la cabeza en busca de esa supuesta nueva tarea, incluso acariciaba la descabellada idea de hacerse piloto de rallies, cuando sus jefes le comunicaron de manera sorpresiva su ascenso. Don Fulgencio Malaespina, director de la empresa, lo llamó a su despacho y le habló de forma casi solemne.
-Eres el mejor conductor que tenemos –le dijo mientras encendía un puro y le ofrecía uno a él, que lo rechazó con un gesto – Mi hermano Agripino y yo hemos estado hablando y creemos que el transporte escolar es poco para ti. Te mereces algo más, como por ejemplo una línea de cercanías. Hemos pensado que tal vez la ruta entre Villaconejos y San Bartolomé sea la adecuada para ti. Sabemos que es una carretera complicada, con muchas curvas y algunos terraplenes, pero precisamente por eso creemos que tú eres la persona idónea. Los niños son unos pesados y sabemos que te sacan de quicio, además, en consideración a los servicios prestados por tu abuelo años ha, hemos decidido premiarte con este ascenso. Eso sí, aunque te parezca extraño este progreso laboral que te proponemos lleva consigo una disminución del sueldo, disminución que, por otra parte, se puede considerar nimia, pues no llega ni a las quinientas pesetas. Y te preguntarás el porqué de semejante mengua en tu salario, pues bien, yo te lo voy a explicar. El trabajar en el transporte escolar, si bien es la última escala de nuestras categorías, lleva consigo un generoso plus de peligrosidad, dada la suma diligencia que hay que poner al desarrollar una actividad laboral rodeado de pequeños, plus que, como es obvio, no cobrarás en tu nueva ruta. El aumento de sueldo que va parejo a la subida de categoría es menor que el mencionado plus, es por eso que acabarás cobrando cuatrocientas setenta y dos pesetas menos, cantidad insignificante, sobre todo si la comparamos con el reconocimiento de que serás objeto entre tus compañeros.
Aceptó Adriano las condiciones del ascenso de buen grado y salió del despacho más contento que unas castañuelas, mientras el jefe lo veía alejarse pensando para sus adentros que aquel muchacho no podía ser más imbécil, dado lo fácil que había sido engañarlo con el cuento del ascenso para endilgarle una ruta que nadie quería y por la que, hasta el momento, habían tenido que pagar al titular de turno de la misma una cantidad más que considerable, que rondaba el doble de lo que cobraba aquel bobo con el transporte escolar.
Sólo cuando llevaba dos o tres semanas en su nuevo trabajo se dio cuenta Adriano de que no había sido buena idea aceptarlo, simplemente por el menoscabo económico que debían soportar su bolsillo. De nuevo volvió a acariciar la idea de buscarse una ocupación paralela, la cual le vino de mano de una de las pasajeras del bus, de improviso, cuando menos se lo esperaba.
La vio subir a su autobús una fría mañana de invierno bien temprano. Iba vestida de manera tan llamativa que era prácticamente imposible no fijarse en ella. Con unos zapatos de tacón alto en color fucsia, un vestido dorado tan ceñido al cuerpo que las costuras estaban a punto de reventar y la cara maquillada en exceso cual fulana a punto de hacer la calle, Oliva Torres se subió al bus de Adriano dispuesta a llegar a San Bartolomé y mendigar por los bancos de la zona aquel que tuviera a bien concederle un préstamo para pagar la multa que le había caído por practicar el intrusismo profesional. De ello se enteró Adriano cuando la mujer se apeó en la parada correspondiente y Gabriela Quincoces, una vieja cotilla cuya mayor diversión era contar chismes y difundir rumores, se lo contó en petit comité.
-Ejerció de médico cuando no sabe hacer ni la o con un canuto y ahora tiene que conseguir dinero para pagar la multa que le han impuesto si no quiere perder la tienda y el bar que regenta con su marido.
Al principio Adriano pensó que le importaban un carajo las dificultades que hubiera de pasar aquella mujer para conseguir dinero, sin embargo de pronto una luz iluminó su seco cerebro y sus neuronas parieron una feliz idea. Prestamista, esa sería su nueva profesión, usurero, era evidente que no encontraría jamás mejor manera de conseguir dinero fácil y aquella morcilla con patas que había transportado en su autobús iba a ser su primera víctima.
Tan contento estaba el bobo de Adriano con su maravillosa idea que no se dio cuenta del primer gran impedimento que se le iba a cruzar en el camino a la hora de desenvolver su flamante ocupación. No tenía un duro y si quería dedicarse a la usura debería de estar en posesión de unos mínimos fondos para poder realizar los préstamos preceptivos. Sólo cuando ya había conseguido contactar con Oliva Torres y ofrecerle la ayuda económica que la mujer precisaba, cayó en la cuenta de que de algún lado iba a tener que sacar semejante cantidad de dinero, que se remontaba a quinientas mil pesetas del ala, de las de hace unos cuantos años. No obstante y para amarrar el negocio, le hizo firmar a Oliva el contrato de préstamo, según el cual le cobraría unos intereses del treinta y siete por cien y se le quedaría con el bar y con dos tierras de labradío en caso de impago, contrato que la mujer firmó sin rechistar, pues visto el estado de desesperación monetaria en el que se encontraba no era cuestión de ser remilgada en exceso. Le prometió Adriano ingresarle el dinero en su cuenta bancaria al cabo de dos, a lo sumo tres días, plazo que se dio a sí mismo para dilucidar de dónde rayos podría sacar tal cantidad de pasta.
Ya cuando pensaba que no iba a ser capaz de conseguir la suma prometida a la muchacha, una carambola del destino le hizo dar de bruces con la misma. Resultó ser que la mañana que Don Agripino llamó a toda la tropa de conductores para hacerles entrega de sus respectivos salarios, Adriano se percató de que en el cajón del escritorio del que el jefe iba sacando los sobres con el dinero, había una pequeña caja metálica en la que, seguramente, guardaría más dinero. Aquella misma tarde, de vuelta del último servicio, vacía la oficina de personal, Adriano se coló en el despacho del jefe y accedió al susodicho cajón, y del cajón tomó la caja metálica, que para su delicia no estaba cerrada con llave y guardaba en su interior, tal y como él había previsto, la friolera de dos millones de pesetas. A Adriano casi le da un pasmo cuando contó el dinero y, aunque tuvo que alejar de sí la tentación, no se hizo con más capital del que necesitaba para darle el préstamo a Oliva Torres, pues es de todos sabido, pensó en aquel momento con gran tino por su parte, que la avaricia rompe el saco.
Gran revuelo se armó a la mañana siguiente cuando entre todo el personal se difundió la noticia del robo. Se hicieron todo tipo de conjeturas y a primera hora de la tarde los jefes convocaron en la sala de juntas a todos los empleados de la empresa, tanto conductores como las señoritas componentes del equipo de administración. Don Agripino, hombre más serio y comedido que su hermano Fulgencio, se dirigió con calma a todos los presentes, conminándoles a que contaran lo que supieran, si es que sabían algo, ofreciendo una recompensa a quien diera alguna pista que permitiera encontrar al ladrón. Don Fulgencio cerró intervenciones con un discurso fuera de lugar sobre la honradez y la falta de valores, lo desagradecidos que podían llegar a ser algunos con la mano que les daba de comer y unas cuantas amenazas solapadas que llevaría a cabo sin duda alguna como no apareciera el dinero en el plazo máximo de dos días.
Ni que decir tiene que no apareció. Aquella pequeña fortuna fue a parar a manos de Oliva Torres mientras Adriano se frotaba las manos con las sustanciosas ganancias que le iba a proporcionar su negocio. Pero bien es cierto que el muchacho no consideraba el robo como tal, pues nunca jamás había tenido intención de no devolverlo, muy al contrario, desde el primer momento decidió que según la prestataria le fuera devolviendo el dinero, él repondría lo robado, quedándose únicamente con el lucro procedente de los intereses, que por derecho propio le correspondía.
Así fue que cada día cinco de mes, en cuanto Oliva le ingresaba en su cuenta el importe del préstamo, Adriano descontaba su propia ganancia y el resto lo devolvía a la pequeña caja metálica de la que él mismo lo había sustraído, sin darse cuenta de que con ello se estaba cavando su propia tumba. Los jefes, al percatarse de la maniobra, decidieron montar vigilancia, pues era evidente que, de seguir con semejante movimiento, el culpable del robo sería descubierto con suma facilidad, como así ocurrió. El tercer mes que Adriano se coló en el despacho de sus jefes a devolver la consabida cantidad mensual, se encontró con que ambos le esperaban escondidos debajo de la mesa y le pillaron con las manos en la masa. Obviamente Adriano fue despedido de la empresa y obligado a reponer la cantidad sustraída ipso facto.
El disgusto que dio a sus padres y sobre todo a su abuelo, fue mayúsculo. Su padre lo quería echar de casa acusándolo de ser la deshonra de la familia y fue gracias a la intercesión del abuelo, que a pesar de ser conocedor de los defectos de su nieto lo adoraba de forma inexplicable, por lo que Adriano se pudo quedar en la casa familiar y no convertirse en un sin techo.
Siete meses después el abuelo enfermó de una gripe que ya no se pudo sacar de encima y que le llevó a la tumba en menos que canta un gallo. A Adriano aquella muerte lo dejó triste y desolado pues, a pesar de que el pobre hombre tenía ya muchos años, era su único apoyo en una familia que lo trataba como a un renegado, no sin razón, también era cierto. Sin embargo su difunto abuelo todavía le había de dejar un legado inesperado. Una semana después de su muerte apareció por casa de Adriano Don Agripino solicitando una entrevista con el muchacho. A éste comenzaron a temblarle las piernas en cuanto vio a su antiguo jefe, temeroso de que pudiera reclamarle algo más de lo que ya había tenido que darle, por ello no dejó de sorprenderse cuanto el buen hombre le habló
-Me he pensado mucho el dar este paso o no –comenzó a decir Don Agripino con su natural calma y sapiencia – he sopesado los pros y los contras de una decisión que espero no sea mi ruina, y al final he decidido hacer caso a los ruegos de tu abuelo. Unos días antes de su muerte, cuando ya estaba medio enfermo, vino por la oficina y me rogó que te volviera a contratar. Me dijo que no eras mal muchacho, tal vez un poco bobo, y que nada le gustaría más que siguieras sus pasos. Tuvimos una larga conversación, no voy a entrar en detalles que a ti no te importan lo más mínimo, y cuando se fue nos despedimos con un abrazo que yo presentí el último, como así fue. Después de ello analicé la situación, y he decidido ofrecerte de nuevo un puesto de conductor, fundamentalmente en aras a dos cosas: la primera y más importante, el aprecio y el respeto que siempre sentí por tu abuelo; la segunda, el hecho de que, aunque nos hubieses rodado el dinero, lo estabas devolviendo, lo cual demuestra que no eres tan ruin como en principio pareciste. Así pues puedes volver a trabajar de chofer para nuestra empresa, pero eso sí: estarás vigilado en todo momento y si das un paso en falso entonces ya puedes olvidarte de nosotros para siempre. Por cierto, ¿eres tan idiota que nunca pensaste que si nos hubieras pedido el dinero prestado no hubiéramos puesto inconveniente?
No estaba demasiado seguro Adriano de semejante afirmación, pero ya daba lo mismo. Aceptó el trabajo y mirando al cielo dio las gracias a su abuelo y se prometió a sí mismo no volver a cometer tontería alguna
*


      Treinta y seis años lleva Adriano de conductor en la misma empresa. De la Meca a la Ceca y de la Ceca a la Meca, siempre la misma rutina, la misma generosa y feliz rutina diaria que le hace feliz, sin pensar en otras ocupaciones. Tiene la mejor: ser chofer de su querido autobús.

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