Un
bote de cerveza barata y un último cigarrillo es cuanto tiene para
la cena. Mira la espuma blanca ocupando la mayor parte del vaso.
Dentro de poco desaparecerá con la misma rapidez con la que se han
esfumado sus ganas de vivir. Saca el cigarrillo del paquete y lo
coloca sobre la mesa, al lado de la cerveza. Piensa qué hacer
primero ¿Tomar la cerveza o fumar el cigarrillo? ¿O los dos a la
vez? Un trago de cerveza seguido de una calada. O una calada seguida
de un trago de cerveza. No sabe. Podría ser que según el orden en
que hiciera las cosas el tiempo se alargara o se acortara. O quizás
no. Esa manía suya de pensarlo todo, de calcularlo todo. Entierra
sus labios en la espuma fresca. Se limpia con el dorso de la mano. Se
siente tan cansado como su achacoso corazón. ¿Por qué no se para
de una vez, liberándolo de la vida? Rompe a llorar. Llora como no
recuerda haberlo hecho nunca. Cuando se calma, recuerda que hubo un
tiempo en que fue feliz, aunque entonces no lo sabía. Estaba casado
con Marta y tenían dos hijos gemelos: Raúl y Silvia. Dos pequeños
que en el momento de la separación acababan de cumplir diez años.
Dos estorbos entonces. Siempre con sus exigencias, con sus caprichos,
con sus ruidos y discusiones. Y Marta entre ellos “solo son niños
y los niños no están hechos para el silencio”. Debes tener más
paciencia. Pero Moncho nunca había tenido paciencia con nadie y se
desesperaba. Desde el momento en que los llevó a casa le parecieron
unos invasores de su vida privada. Primero exigiendo la atención de
su madre siendo bebés. Después continuando reclamándola a medida
que pasaban los años. Y Marta. Marta ya no era la misma. Ya no era
aquella chica joven, guapa y alegre que lo volvía loco. Se había
convertido en una madre más que en otra cosa, en una pantalla entre
él y los niños; en un muro de contención. Salía a trabajar
temprano y al volver a casa se transfiguraba en una mujer de ocho
manos, limpiando, recogiendo, cocinando, tratando de calmar a los
niños para que no molestaran al padre cuando llegaba al hogar cada
vez más tarde. Moncho había hecho del trabajo su vida. Pasaba en la
oficina bastantes más horas de las necesarias. Y otras muchas las
dedicaba a sus asuntos personales. Para Marta estaba en el gimnasio,
liberando la tensión acumulada en sus largas jornadas sentado ante
la mesa de un despacho tomando decisiones difíciles. Pero Moncho no
se había acercado a uno de esos establecimientos más que para
matricularse y domiciliar las cuotas mensuales, justificando así sus
retrasos. Moncho se mantenía en forma haciendo ejercicios
horizontales con sus muchas conquistas, mostrándose además de
encantador, detallista y buen amante. Todo fue bien durante unos años
en los que Marta no sospechó ni por un momento de las infidelidades
de su marido. Hasta que una de sus amantes se enamoró de él. Lo
llamaba con insistencia al trabajo, lo esperaba en la calle, hacía
sonar su móvil a horas intempestivas. No sabía cómo quitársela de
encima. Y Marta por primera vez en su vida desconfió de su marido.
Sus preguntas, sus recelos, alertaron a Moncho. Llamó a su amante.
Quedó con ella. Le dejaría las cosas claras. Encuentros esporádicos
es lo único que le ofrecía. Nada más. La amante llegó al hotel
con su mirada más dulce, el cuerpo insinuante bajo la ropa ceñida,
el deseo a flor de piel. La amó. No, no la amó. Solo fue una
relación sexual como tantas otras. Amar, amaba a Marta. Pese a los
años, pese a su casi perfección, pese a los niños, pese a todo. No
imaginaba la vida sin ella. Su único error habían sido esos hijos
que absorbían y descontrolaban sus días. No los habían buscado,
pero habían llegado. La amante quería más. Más días, más
hoteles, más sexo. Y amor. Algo que él no podía darle. Eso le dijo
tras unas horas de pasión loca y desesperada para ella; de unas
horas de sexo para él. Intentó quitársela de encima, diciéndole
que era la última vez, que tenía familia, no quería problemas. La
amante se vistió en silencio, conteniendo las lágrimas. Durante una
semana se mostró ausente. Después, volvió a llamar. Su voz
insinuante, portadora de nuevos placeres hizo sucumbir a Moncho.
Quedaron en el hotel de siempre. A la hora de siempre. Moncho subió
a la habitación prometiéndose a sí mismo que esta vez sería la
definitiva. Abrió la puerta. Sentada sobre la cama, lo esperaba
Marta. A partir de ese momento Moncho recuerda su vida como un
torbellino enloquecido. La desilusión y el dolor en el rostro amado.
La decisión inesperada. La salida, con la cabeza baja, de la que
había sido su casa. La falta de concentración en el trabajo. Los
problemas derivados de ello. La angustia de la soledad. El
decaimiento lento y sostenido que lo acabó absorbiendo, impidiéndole
levantarse. La pérdida del trabajo. Los esfuerzos inútiles por
recuperar a su familia. El desprecio de sus hijos, ya adolescentes, a
los que ya sabe que siempre quiso, pese a todo. El ver a Marta
sonreír cogida de la mano de otro hombre.
Los
recuerdos de días pasados son suplantados por el recuerdo del día
después, el anunciado para el desahucio. La cerveza se ha calentado.
Ya no sabe bien. El cigarrillo se ha consumido en el cenicero. Le
falta el postre. Coge la caja. La abre. Con el dedo pulgar va
presionando: una, dos, tres, cuatro...Hasta el momento no le han
servido de nada, pero todas juntas seguro que sí. Mete las
pastillas en la boca. Bebe un buen trago de cerveza caliente. Apoya
su cabeza en la mesa de la cocina y espera. Los párpados no tardan
en pesar como la losa de un sepulcro. Se deja arrastrar dulcemente
hacia el último abismo.
Dieciocho
horas más tarde, despierta. Solo ve sombras. Se pregunta si ya está
en el más allá, alejado de todo sufrimiento. Siente la mente
embotada; le cuesta pensar. Intenta restregar los ojos pero no puede
mover las manos. Poco a poco las tinieblas se van disipando, dando
paso a una suave penumbra. Entonces entiende. Está atado a una cama
de hospital. No fueron suficientes pastillas. ¿Y ahora qué? De
pronto se abre la puerta. Aparece Marta. Sonríe. Se acerca a la cama
y le acaricia una mano. No puede creerlo. Algo muy fuerte se mueve en
su pecho, como si se hubiera instalado en él una batidora. Ya no
siente nada más. Ni los gritos, ni las carreras, ni los aparatos que
se conectan a su cuerpo. Por fin, se ha sumergido en el abismo tan
deseado. Pero, por un momento, antes del final, ha vuelto a saborear
la felicidad.
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