Abismo - Cristina Muñiz Martín



Un bote de cerveza barata y un último cigarrillo es cuanto tiene para la cena. Mira la espuma blanca ocupando la mayor parte del vaso. Dentro de poco desaparecerá con la misma rapidez con la que se han esfumado sus ganas de vivir. Saca el cigarrillo del paquete y lo coloca sobre la mesa, al lado de la cerveza. Piensa qué hacer primero ¿Tomar la cerveza o fumar el cigarrillo? ¿O los dos a la vez? Un trago de cerveza seguido de una calada. O una calada seguida de un trago de cerveza. No sabe. Podría ser que según el orden en que hiciera las cosas el tiempo se alargara o se acortara. O quizás no. Esa manía suya de pensarlo todo, de calcularlo todo. Entierra sus labios en la espuma fresca. Se limpia con el dorso de la mano. Se siente tan cansado como su achacoso corazón. ¿Por qué no se para de una vez, liberándolo de la vida? Rompe a llorar. Llora como no recuerda haberlo hecho nunca. Cuando se calma, recuerda que hubo un tiempo en que fue feliz, aunque entonces no lo sabía. Estaba casado con Marta y tenían dos hijos gemelos: Raúl y Silvia. Dos pequeños que en el momento de la separación acababan de cumplir diez años. Dos estorbos entonces. Siempre con sus exigencias, con sus caprichos, con sus ruidos y discusiones. Y Marta entre ellos “solo son niños y los niños no están hechos para el silencio”. Debes tener más paciencia. Pero Moncho nunca había tenido paciencia con nadie y se desesperaba. Desde el momento en que los llevó a casa le parecieron unos invasores de su vida privada. Primero exigiendo la atención de su madre siendo bebés. Después continuando reclamándola a medida que pasaban los años. Y Marta. Marta ya no era la misma. Ya no era aquella chica joven, guapa y alegre que lo volvía loco. Se había convertido en una madre más que en otra cosa, en una pantalla entre él y los niños; en un muro de contención. Salía a trabajar temprano y al volver a casa se transfiguraba en una mujer de ocho manos, limpiando, recogiendo, cocinando, tratando de calmar a los niños para que no molestaran al padre cuando llegaba al hogar cada vez más tarde. Moncho había hecho del trabajo su vida. Pasaba en la oficina bastantes más horas de las necesarias. Y otras muchas las dedicaba a sus asuntos personales. Para Marta estaba en el gimnasio, liberando la tensión acumulada en sus largas jornadas sentado ante la mesa de un despacho tomando decisiones difíciles. Pero Moncho no se había acercado a uno de esos establecimientos más que para matricularse y domiciliar las cuotas mensuales, justificando así sus retrasos. Moncho se mantenía en forma haciendo ejercicios horizontales con sus muchas conquistas, mostrándose además de encantador, detallista y buen amante. Todo fue bien durante unos años en los que Marta no sospechó ni por un momento de las infidelidades de su marido. Hasta que una de sus amantes se enamoró de él. Lo llamaba con insistencia al trabajo, lo esperaba en la calle, hacía sonar su móvil a horas intempestivas. No sabía cómo quitársela de encima. Y Marta por primera vez en su vida desconfió de su marido. Sus preguntas, sus recelos, alertaron a Moncho. Llamó a su amante. Quedó con ella. Le dejaría las cosas claras. Encuentros esporádicos es lo único que le ofrecía. Nada más. La amante llegó al hotel con su mirada más dulce, el cuerpo insinuante bajo la ropa ceñida, el deseo a flor de piel. La amó. No, no la amó. Solo fue una relación sexual como tantas otras. Amar, amaba a Marta. Pese a los años, pese a su casi perfección, pese a los niños, pese a todo. No imaginaba la vida sin ella. Su único error habían sido esos hijos que absorbían y descontrolaban sus días. No los habían buscado, pero habían llegado. La amante quería más. Más días, más hoteles, más sexo. Y amor. Algo que él no podía darle. Eso le dijo tras unas horas de pasión loca y desesperada para ella; de unas horas de sexo para él. Intentó quitársela de encima, diciéndole que era la última vez, que tenía familia, no quería problemas. La amante se vistió en silencio, conteniendo las lágrimas. Durante una semana se mostró ausente. Después, volvió a llamar. Su voz insinuante, portadora de nuevos placeres hizo sucumbir a Moncho. Quedaron en el hotel de siempre. A la hora de siempre. Moncho subió a la habitación prometiéndose a sí mismo que esta vez sería la definitiva. Abrió la puerta. Sentada sobre la cama, lo esperaba Marta. A partir de ese momento Moncho recuerda su vida como un torbellino enloquecido. La desilusión y el dolor en el rostro amado. La decisión inesperada. La salida, con la cabeza baja, de la que había sido su casa. La falta de concentración en el trabajo. Los problemas derivados de ello. La angustia de la soledad. El decaimiento lento y sostenido que lo acabó absorbiendo, impidiéndole levantarse. La pérdida del trabajo. Los esfuerzos inútiles por recuperar a su familia. El desprecio de sus hijos, ya adolescentes, a los que ya sabe que siempre quiso, pese a todo. El ver a Marta sonreír cogida de la mano de otro hombre.
Los recuerdos de días pasados son suplantados por el recuerdo del día después, el anunciado para el desahucio. La cerveza se ha calentado. Ya no sabe bien. El cigarrillo se ha consumido en el cenicero. Le falta el postre. Coge la caja. La abre. Con el dedo pulgar va presionando: una, dos, tres, cuatro...Hasta el momento no le han servido de nada, pero todas juntas seguro que sí. Mete las pastillas en la boca. Bebe un buen trago de cerveza caliente. Apoya su cabeza en la mesa de la cocina y espera. Los párpados no tardan en pesar como la losa de un sepulcro. Se deja arrastrar dulcemente hacia el último abismo.
Dieciocho horas más tarde, despierta. Solo ve sombras. Se pregunta si ya está en el más allá, alejado de todo sufrimiento. Siente la mente embotada; le cuesta pensar. Intenta restregar los ojos pero no puede mover las manos. Poco a poco las tinieblas se van disipando, dando paso a una suave penumbra. Entonces entiende. Está atado a una cama de hospital. No fueron suficientes pastillas. ¿Y ahora qué? De pronto se abre la puerta. Aparece Marta. Sonríe. Se acerca a la cama y le acaricia una mano. No puede creerlo. Algo muy fuerte se mueve en su pecho, como si se hubiera instalado en él una batidora. Ya no siente nada más. Ni los gritos, ni las carreras, ni los aparatos que se conectan a su cuerpo. Por fin, se ha sumergido en el abismo tan deseado. Pero, por un momento, antes del final, ha vuelto a saborear la felicidad.








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