Hace
tiempo que no puede dormir. Ni siquiera con pastillas. Aunque se las
han recetado diferentes doctores no las compra. No se atreve. Le dan
miedo sus efectos posteriores. Quizá sean mejores que los de los
cigarrillos que se fuma cada día y de las latas de cerveza baratas
que compra en el súper más cutre del barrio. ¿Qué más daría
probar?
A
estas alturas de su vida nada le importa. Da una calada a un
cigarrillo a medio terminar y se recuesta en el viejo sofá. Debería
cambiarlo. Está sucio y los muelles se le clavan en las costillas.
Debería
cambiar tantas cosas...
Pero
al pasado no puede volver ni cambiarse. Solo vuelve para amargarla,
metiéndola en un bucle dañino que nunca podrá deshacer.
Recuerda
cuando era joven y tenía fuerzas. Una ‘madre coraje’ la llamaron
en la prensa. Una de tantas de las miles que hubo en aquella época.
También
hubo padres que lucharon codo con codo. Lástima que el padre de sus
hijos no fuera uno de ellos. A ella le tocó hacer la pelea sola.
Mientras su (ahora ex) marido se refugiaba en su camión poniendo
kilómetros de por medio a los problemas que entraban en casa. Y, de
paso, consolarse de su pena ─que la tendría, supone ella, como
todo ser humano─ con las copas y las chicas de los puticlubs de las
carreteras de sus rutas.
Fue
un cobarde, un comodón o un egoísta. No quiso sufrir más de lo que
le correspondía en su cuota. Y ella cargó con el doble. Por sus dos
hijos y sus dos desgracias.
Si
ya fue mala suerte perder al hijo mayor en un naufragio, el mazazo
más gordo llegó cuando entró la fariña
en el pueblo y perdieron al segundo entre polvos blancos.
Precisamente
a través de los barcos en los que su hijo mayor había trabajado.
Nico
no se parecía a su padre. Ni le gustaba la tierra ni el camión. Y
quiso ser libre como las gaviotas, decía siempre. De pequeño,
al terminar el colegio, iba al
puerto y se pasaba horas entre pescadores, rederas y armadores. Era
buen estudiante y los profesores le animaban para que estudiara y
sacara una carrera en Santiago. Pero no llegó a ver al Apóstol más
que en la tele o en las postales. Su obsesión por el mar y la
ajetreada vida del puerto lo llevaron a colocarse de grumete; y
después al cumplir la mayoría de edad hizo del mar su profesión.
Echó redes en vez de raíces. Y una mala jornada, en la que el mar
estaba rabioso contra el mundo, las redes tiraron de él hacia abajo.
Y ya nunca volvió a tierra.
Desde
entonces su marido empezó a viajar más. A ella le dio por fumar y a
tener fuertes crisis de insomnio. La pena la dejó ciega ante los
problemas de Toñín, su hijo menor. Quien, con la ausencia de su
hermano, se vio perdido. Dejó de estudiar, hacía novillos y comenzó
a juntarse con malas compañías en los peores garitos de la zona del
puerto. Y cayó en otras redes distintas a las de su hermano. Redes
blancas en noches negras.
La
fariña
destrozó su familia y la de tantas otras de la comarca. Las madres
se unieron, protestaron, llamaron a mil puertas, se desgañitaron…
Y en cada grito todas perdían un poco de su vida al perder a uno de
sus hijos. Pero volvían a ponerse en pie y a seguir peleando.
Cuando
recuerda esa época dura se estremece. Pero no puede llorar. No le
quedan lágrimas, ya las derramó todas entonces.
Da
un sorbo a la cerveza.
Parece
uno de esos malos sueños que ves en las películas. En los que el
protagonista nunca termina de despertarse. Pero fue real.
Fue
lo que ocurrió con su vida. Que se deshizo todo lo que tenía y se
le perdieron demasiadas piezas por el camino.
Y
el puzzle no pudo rehacerse de nuevo.
Quizá
las pastillas sean un consuelo. Una vez que lo has perdido todo, ya
nada importa.
Abre
otra cerveza y da un trago que mancha su vieja bata de casa. Qué
importa. Una mancha más. Esta vez no es en el sofá.
El
humo del cigarrillo la envuelve en una niebla irreal.
Ojalá
todo fuera un sueño.
Relato inspirado en la siguiente fotografía
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