Un día apareció allí,
en la escalinata de la Iglesia de San Roque, la que está al lado del
Colegio del mismo nombre al que yo acudía, y allí se quedó hasta
que pasó lo que pasó, momento en el que desapareció para siempre,
aunque yo a veces pienso que todavía sigue allí a pesar de tantos
años transcurridos, pues cuando se me da por deambular por aquella
zona de la ciudad, cosa que hago con bastante frecuencia, aún siento
vívida su presencia flotando en el aire y me empeño en imaginar que
lo que desea es darme las gracias por haber sido la única persona
que siempre confió en él, a pesar de lo absurdo de tal pensamiento,
pues él jamás se llegó enterar de lo ocurrido... o tal vez sí.
Tomás era un mendigo, un
ser extraño e insignificante que se dedicaba a vivir de la caridad
de la gente, o más bien debería decir que pretendía vivir de ello
sin conseguirlo. Me fijé en él una mañana de camino al colegio, y
realmente no sé por qué me llamó la atención, si después yo
misma pude comprobar que no despertaba la curiosidad de nadie, ni
siquiera para echar una mísera moneda en la oxidada lata de
sardinas que reposaba a su lado realizando un servicio prácticamente
inútil. Nadie se apiadaba de él, nadie parecía percatarse de su
presencia, si no ¿por qué echaban monedas al mendigo que se sentaba
al otro lado de la escalinata y a él no? Tomás parecía invisible a
los ojos de todo el mundo menos a los míos, que le miraban con
curiosidad cada vez que pasaba a su lado. Mi mirada conseguía
despertar sus labios, labios que me obsequiaban con una cálida
sonrisa que yo le devolvía gustosa. Así un día y otro día,
mientras la lata de sardinas continuaba vacía.
Una mañana quise saciar
mi curiosidad y paliar un poco la mala conciencia que se había ido
asentando en mi alma. Cierto que aquel pobre hombre no recibía apoyo
de nadie y eso me sorprendía, pero ¿no sería mejor que diera yo el
primer paso? Seguramente cuando alguien viera unas monedas en su
lata, se animaría a colaborar también, así que cogí mi hucha y
como pude saqué de ella cinco pesetas con la loable intención de
pagarle a mi amigo aquella preciosa sonrisa que me regalaba cada
mañana.
Durante el recreo me
escabullí de la vigilancia de los profesores y me dirigí corriendo
como una flecha a la entrada de la iglesia, temerosa de no
encontrarle allí, pero mis temores fueron infundados; allí estaba,
como siempre, con su lata de sardinas vacía. Me acerqué jadeante y
deposité en ella mi moneda de duro, que resonó al contacto con el
metal en un tintineo que a mi se me antojó música para alegrar a
aquel hombre fascinante. El me miró y, tal y como esperaba, me
sonrió y tendiéndome su mano, para mi sorpresa, se presentó.
-Gracias, preciosa niña
– me dijo – yo me llamo Tomás, ¿y tú?
-Yo soy Elena –
contesté a la vez que correspondía a su saludo ofreciendo mi mano,
que tomó entre la suya, cálida y amigable.
-Gracias por tu dinero –
repitió de nuevo – yo también estoy aquí para ayudarte.
Confieso que oírle
hablar me asustó un poco. Acostumbrada como estaba a verle allí en
su esquina, callado y quedo, escuchar su voz fue como si de pronto se
presentara ante mi como alguien diferente, alguien que tenía vida
propia y que hasta entonces no la había mostrado, a saber por qué
oscuros motivos. Así me di la vuelta y me retiré de nuevo al patio
del colegio, no sin dejar de pensar, desde luego, en qué podía
ayudarme a mí aquel mendigo que nada parecía poseer.
A partir de aquel día
se estableció entre nosotros una rutina diaria. Yo depositaba una
moneda en su lata vacía, él me sonreía y me dedicaba alguna frase,
a veces galante, a veces graciosa, otras veces, las más, sin
demasiado sentido para mi, pero daba igual, me gustaba ayudarle,
pues el simple sonido del dinero al caer me hacía sentir mejor
conmigo misma.
Tiempo después ocurrió
algo que puso patas arriba la tranquilidad de mi familia. Mi hermano
Jaime enfermó de gravedad. Una noche, mientras cenábamos, de
repente perdió la visión. Se puso a chillar como un loco, diciendo
que no veía nada, que todo estaba oscuro y mis padres, alarmados, se
lo llevaron al hospital.
Aquella noche me quedé
con los abuelos y mis padres no regresaron. Cuando lo hicieron, a la
mañana siguiente, venían tristes y con gesto de preocupación.
Simplemente me dijeron que mi hermano había tenido que quedarse en
el hospital para que los médicos le hicieran algunas pruebas, pero
que estaba bien y pronto regresaría a casa, pero a mi, que a pesar
de ser una niña tenía ya diez años y no era tonta, no era tan
fácil engañarme, no se me escapaba una. Sabía que me mentían, que
mi hermano estaba muy enfermo aunque ellos se empeñaran en
ocultármelo y me sentí muy triste. Jaime tenía ya dieciocho años
y era un chico estudioso y muy guapo, o al menos eso era lo que yo
pensaba. Si bien de pequeños no nos habíamos llevado demasiado bien
debido a su pertinaz empeño en hacerme rabiar por las cosas más
absurdas, al ir creciendo las rencillas desaparecieron y por aquel
entonces yo lo consideraba una especie de Dios, mi ejemplo a seguir y
sabía que él me adoraba, que me quería tanto como yo a él.
Poco después los
médicos emitieron un diagnóstico sobre su enfermedad y las
perspectivas no se mostraron muy halagüeñas. Tenía un tumor
cerebral inoperable. Las esperanzas de recuperar la vista eran
prácticamente nulas y las perspectivas de vida a largo
plazo.....tampoco eran demasiadas. Aquello trastocó todavía más la
tranquila existencia familiar. Mamá se pasaba la mayor parte del
tiempo en el hospital, con Jaime, y a mi me mandó con los abuelos,
de manera que mientras duró la enfermedad de mi hermano fue la
abuela Carmen la que se ocupó de acompañarme al colegio todas las
mañanas.
Tomás seguía allí, al pie
de la escalinata. La vida había cambiado para mí, pero no para él,
que permanecía en el mismo sitio donde yo le vi por primera vez y a
donde acudía todos los recreos, a echarle unas monedas.
Un día, observadora de
que mi abuela era una de aquellas personas para las que el mendigo
parecía no existir, me atreví a llamar su atención sobre el
hombre.
-Abuela, ¿por qué no le
das una peseta a ese mendigo? - le pregunté.
-Si hija si, era lo que
me faltaba, para dar pesetas estoy yo.
Es evidente que no me
hizo caso alguno, pero yo, a la mañana siguiente, volví a insistir.
-Abuela, échale una
peseta a Tomás. El pobre no tiene para comer.
-¿Tomás? ¿quién es
Tomás? - me preguntó con su habitual mal humor.
-Ese hombre, mira – le
contesté, haciendo que se parara en su caminata y que dirigiera la
vista al mendigo.
Tomás nos regaló su
habitual sonrisa, algo que a ella no le pareció demasiado bien a
juzgar por sus palabras.
-¿Y tú por qué sabes
que se llama Tomás? ¡Ni se te ocurra acercarte a él! ¿Me oyes?
¡Ni se te ocurra! Como yo sepa que tienes tratos con gente de esa
calaña se lo contaré a tu padre para que te imponga el castigo que
te mereces. ¡Venga, camina y déjate de tonterías!
No osé protestarle,
aunque me sorprendió su reacción. Mi abuela era una persona que
siempre parecía estar enfadada, pero en el fondo era buena y
cariñosa. Sin embargo en aquella ocasión sí estaba realmente
enojada, cosa que yo no entendía en absoluto. Como tampoco entendí
el interrogatorio al que me sometió cuando regresé a casa del
colegio.
-Señorita, venga usted
aquí – me dijo – tú y yo tenemos una conversación pendiente.
Me acerqué a ella
intrigada, pues no caía yo en esa charla que según ella habíamos
dejado incompleta.
-He estado pensando toda
la mañana y me tienes un poco preocupada. ¿Tú de qué conoces al
mendigo de la iglesia?
-¿Yo? De nada
-No me mientas. Esta
mañana me dijiste su nombre ¿cómo lo supiste?
-Me lo dijo él.
-Te lo dijo él, entonces
hablaste con él.
-Bueno, alguna vez que me
acerqué a echarle unas monedas y me dijo su nombre, nada más
-No te vuelvas a acercar a
él ¿me oyes? Era lo que faltaba a tus padres, después de lo que
tienen encima, que les dieras tú otro disgusto.
Aquello acabó de
rematar mi confusión. No entendía esa repentina preocupación de mi
abuela por aquel hombre que aparentemente no mostraba ninguna
peligrosidad, ni su empeño en que no me acercara a él. ¿Acaso ella
conocía a Tomás? ¿Acaso conocía de él algún secreto
inconfesable que no debiera ser descubierto? Las advertencias de mi
abuela, lejos de atemorizarme, despertaron todavía más mi
curiosidad por el mendigo y a partir de aquel día, cuando a la hora
del recreo me acercaba a depositar en su caja la habitual moneda, me
quedaba un rato a su lado, escuchando las historias que me contaba,
historias que yo apenas entendía, pues hablaban de mundos
diferentes, de gentes distintas a nosotros, de ángeles que llegaban
a la tierra para cumplir misiones que se escapaban a mi comprensión.
No me importaba, al revés, mi afán era escuchar todo lo que pudiera
decirme, por si en medio de aquellas palabras asomara algún atisbo
de la peligrosidad que mi abuela se empeñaba en atribuir a aquel
pobre hombre. Huelga decir que jamás pude encontrarla.
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