El regalo de Tomás (1ª parte) - Gloria Losada


                                              Resultado de imagen de mendigo a la puerta de la iglesia


Un día apareció allí, en la escalinata de la Iglesia de San Roque, la que está al lado del Colegio del mismo nombre al que yo acudía, y allí se quedó hasta que pasó lo que pasó, momento en el que desapareció para siempre, aunque yo a veces pienso que todavía sigue allí a pesar de tantos años transcurridos, pues cuando se me da por deambular por aquella zona de la ciudad, cosa que hago con bastante frecuencia, aún siento vívida su presencia flotando en el aire y me empeño en imaginar que lo que desea es darme las gracias por haber sido la única persona que siempre confió en él, a pesar de lo absurdo de tal pensamiento, pues él jamás se llegó enterar de lo ocurrido... o tal vez sí.
Tomás era un mendigo, un ser extraño e insignificante que se dedicaba a vivir de la caridad de la gente, o más bien debería decir que pretendía vivir de ello sin conseguirlo. Me fijé en él una mañana de camino al colegio, y realmente no sé por qué me llamó la atención, si después yo misma pude comprobar que no despertaba la curiosidad de nadie, ni siquiera para echar una mísera moneda en la oxidada lata de sardinas que reposaba a su lado realizando un servicio prácticamente inútil. Nadie se apiadaba de él, nadie parecía percatarse de su presencia, si no ¿por qué echaban monedas al mendigo que se sentaba al otro lado de la escalinata y a él no? Tomás parecía invisible a los ojos de todo el mundo menos a los míos, que le miraban con curiosidad cada vez que pasaba a su lado. Mi mirada conseguía despertar sus labios, labios que me obsequiaban con una cálida sonrisa que yo le devolvía gustosa. Así un día y otro día, mientras la lata de sardinas continuaba vacía.
Una mañana quise saciar mi curiosidad y paliar un poco la mala conciencia que se había ido asentando en mi alma. Cierto que aquel pobre hombre no recibía apoyo de nadie y eso me sorprendía, pero ¿no sería mejor que diera yo el primer paso? Seguramente cuando alguien viera unas monedas en su lata, se animaría a colaborar también, así que cogí mi hucha y como pude saqué de ella cinco pesetas con la loable intención de pagarle a mi amigo aquella preciosa sonrisa que me regalaba cada mañana.
Durante el recreo me escabullí de la vigilancia de los profesores y me dirigí corriendo como una flecha a la entrada de la iglesia, temerosa de no encontrarle allí, pero mis temores fueron infundados; allí estaba, como siempre, con su lata de sardinas vacía. Me acerqué jadeante y deposité en ella mi moneda de duro, que resonó al contacto con el metal en un tintineo que a mi se me antojó música para alegrar a aquel hombre fascinante. El me miró y, tal y como esperaba, me sonrió y tendiéndome su mano, para mi sorpresa, se presentó.
-Gracias, preciosa niña – me dijo – yo me llamo Tomás, ¿y tú?
-Yo soy Elena – contesté a la vez que correspondía a su saludo ofreciendo mi mano, que tomó entre la suya, cálida y amigable.
-Gracias por tu dinero – repitió de nuevo – yo también estoy aquí para ayudarte.
Confieso que oírle hablar me asustó un poco. Acostumbrada como estaba a verle allí en su esquina, callado y quedo, escuchar su voz fue como si de pronto se presentara ante mi como alguien diferente, alguien que tenía vida propia y que hasta entonces no la había mostrado, a saber por qué oscuros motivos. Así me di la vuelta y me retiré de nuevo al patio del colegio, no sin dejar de pensar, desde luego, en qué podía ayudarme a mí aquel mendigo que nada parecía poseer.
A partir de aquel día se estableció entre nosotros una rutina diaria. Yo depositaba una moneda en su lata vacía, él me sonreía y me dedicaba alguna frase, a veces galante, a veces graciosa, otras veces, las más, sin demasiado sentido para mi, pero daba igual, me gustaba ayudarle, pues el simple sonido del dinero al caer me hacía sentir mejor conmigo misma.
Tiempo después ocurrió algo que puso patas arriba la tranquilidad de mi familia. Mi hermano Jaime enfermó de gravedad. Una noche, mientras cenábamos, de repente perdió la visión. Se puso a chillar como un loco, diciendo que no veía nada, que todo estaba oscuro y mis padres, alarmados, se lo llevaron al hospital.
Aquella noche me quedé con los abuelos y mis padres no regresaron. Cuando lo hicieron, a la mañana siguiente, venían tristes y con gesto de preocupación. Simplemente me dijeron que mi hermano había tenido que quedarse en el hospital para que los médicos le hicieran algunas pruebas, pero que estaba bien y pronto regresaría a casa, pero a mi, que a pesar de ser una niña tenía ya diez años y no era tonta, no era tan fácil engañarme, no se me escapaba una. Sabía que me mentían, que mi hermano estaba muy enfermo aunque ellos se empeñaran en ocultármelo y me sentí muy triste. Jaime tenía ya dieciocho años y era un chico estudioso y muy guapo, o al menos eso era lo que yo pensaba. Si bien de pequeños no nos habíamos llevado demasiado bien debido a su pertinaz empeño en hacerme rabiar por las cosas más absurdas, al ir creciendo las rencillas desaparecieron y por aquel entonces yo lo consideraba una especie de Dios, mi ejemplo a seguir y sabía que él me adoraba, que me quería tanto como yo a él.
Poco después los médicos emitieron un diagnóstico sobre su enfermedad y las perspectivas no se mostraron muy halagüeñas. Tenía un tumor cerebral inoperable. Las esperanzas de recuperar la vista eran prácticamente nulas y las perspectivas de vida a largo plazo.....tampoco eran demasiadas. Aquello trastocó todavía más la tranquila existencia familiar. Mamá se pasaba la mayor parte del tiempo en el hospital, con Jaime, y a mi me mandó con los abuelos, de manera que mientras duró la enfermedad de mi hermano fue la abuela Carmen la que se ocupó de acompañarme al colegio todas las mañanas.
Tomás seguía allí, al pie de la escalinata. La vida había cambiado para mí, pero no para él, que permanecía en el mismo sitio donde yo le vi por primera vez y a donde acudía todos los recreos, a echarle unas monedas.
Un día, observadora de que mi abuela era una de aquellas personas para las que el mendigo parecía no existir, me atreví a llamar su atención sobre el hombre.
-Abuela, ¿por qué no le das una peseta a ese mendigo? - le pregunté.
-Si hija si, era lo que me faltaba, para dar pesetas estoy yo.
Es evidente que no me hizo caso alguno, pero yo, a la mañana siguiente, volví a insistir.
-Abuela, échale una peseta a Tomás. El pobre no tiene para comer.
-¿Tomás? ¿quién es Tomás? - me preguntó con su habitual mal humor.
-Ese hombre, mira – le contesté, haciendo que se parara en su caminata y que dirigiera la vista al mendigo.
Tomás nos regaló su habitual sonrisa, algo que a ella no le pareció demasiado bien a juzgar por sus palabras.
-¿Y tú por qué sabes que se llama Tomás? ¡Ni se te ocurra acercarte a él! ¿Me oyes? ¡Ni se te ocurra! Como yo sepa que tienes tratos con gente de esa calaña se lo contaré a tu padre para que te imponga el castigo que te mereces. ¡Venga, camina y déjate de tonterías!
No osé protestarle, aunque me sorprendió su reacción. Mi abuela era una persona que siempre parecía estar enfadada, pero en el fondo era buena y cariñosa. Sin embargo en aquella ocasión sí estaba realmente enojada, cosa que yo no entendía en absoluto. Como tampoco entendí el interrogatorio al que me sometió cuando regresé a casa del colegio.
-Señorita, venga usted aquí – me dijo – tú y yo tenemos una conversación pendiente.
Me acerqué a ella intrigada, pues no caía yo en esa charla que según ella habíamos dejado incompleta.
-He estado pensando toda la mañana y me tienes un poco preocupada. ¿Tú de qué conoces al mendigo de la iglesia?
-¿Yo? De nada
-No me mientas. Esta mañana me dijiste su nombre ¿cómo lo supiste?
-Me lo dijo él.
-Te lo dijo él, entonces hablaste con él.
-Bueno, alguna vez que me acerqué a echarle unas monedas y me dijo su nombre, nada más
-No te vuelvas a acercar a él ¿me oyes? Era lo que faltaba a tus padres, después de lo que tienen encima, que les dieras tú otro disgusto.
Aquello acabó de rematar mi confusión. No entendía esa repentina preocupación de mi abuela por aquel hombre que aparentemente no mostraba ninguna peligrosidad, ni su empeño en que no me acercara a él. ¿Acaso ella conocía a Tomás? ¿Acaso conocía de él algún secreto inconfesable que no debiera ser descubierto? Las advertencias de mi abuela, lejos de atemorizarme, despertaron todavía más mi curiosidad por el mendigo y a partir de aquel día, cuando a la hora del recreo me acercaba a depositar en su caja la habitual moneda, me quedaba un rato a su lado, escuchando las historias que me contaba, historias que yo apenas entendía, pues hablaban de mundos diferentes, de gentes distintas a nosotros, de ángeles que llegaban a la tierra para cumplir misiones que se escapaban a mi comprensión. No me importaba, al revés, mi afán era escuchar todo lo que pudiera decirme, por si en medio de aquellas palabras asomara algún atisbo de la peligrosidad que mi abuela se empeñaba en atribuir a aquel pobre hombre. Huelga decir que jamás pude encontrarla.






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