Este curso me estaba yendo regular en clase, a duras penas conseguía aprobar los exámenes con un cinco raspado, comenzando a evadirse mi entusiasmo por la carrera elegida. El ruidoso ambiente en casa no permitía concentrarme en estudiar y memorizar, teniendo además un profesor interino en dos asignaturas, siempre malhumorado, explicando fatal, pasando lista a deshora o poniendo exámenes sorpresa, un auténtico despropósito para el que ni estaba preparada, ni disfrutaba de la suficiente tranquilidad en mi hogar para superar tal escollo.
Mi
padre acababa de jubilarse, pasándose todo el día sentado frente al
televisor. Mi madre, que no paraba, se enfadaba, gritándole
constantemente. Mi hermana mayor acababa de romper con el novio y
gemía por todas las esquinas, llorando a moco tendido. Y como no
podía ser de otra manera, mi hermano vigoréxico no paraba de hacer
ejercicios en casa con pesas, barras y saltando a la cuerda, el
objetivo era conseguir su deseada musculatura, ya que mi madre le
había retirado la paga que se gastaba en anabolizantes.
Mi
vida social era nula, no tenía amigos, bueno, una sí, pero se fue a
estudiar fuera y sólo nos vemos en vacaciones. Mi físico
achaparrado y poco agraciado, junto a mi nariz aguileña, (herencia
de mi bisabuelo), me había convertido en un ser solitario y poco
interesante para mis semejantes, daba igual chico que chica,
resultaba indiferente para el resto del mundo.
Con
gran esfuerzo logré aprobar el curso y promocionar al siguiente,
pero viendo el ambiente hogareño, decidí apuntarme a un campamento
arqueológico en el verano. Daban a elegir entre tres opciones:
Luxor en Egipto, Pompeya en Italia o un pueblecito de la costa
granadina. Por supuesto mis primeras opciones fueron el extranjero,
no me importaba el sofocante calor que hubiera porque lo soporto
bien. Era consciente de mi baja puntuación frente a otras lumbreras
de mi curso, aún así, opté a una plaza para evadirme durante unos
meses del agobiante ambiente familiar.
Dos
semanas antes de terminar el curso, colgaron la lista con los
solicitantes y sus destinos, mi desilusión fue tremenda, me habían
aceptado en el campamento español, para excavar en la cripta de una
pequeña ermita, en busca del sarcófago que contuviera los restos de
Santo Tomé. El equipo lo formábamos Pascual y yo, además del
catedrático Grijalbo, quien había sido profesor nuestro en primer
curso. El profe era un tipo agradable y buen enseñante, pero
Pascual, no quiero ni pensarlo, un friqui declarado con el que apenas
había cruzado dos saludos, pensar que tenía que pasarme tres meses
en su compañía me hizo plantearme renunciar, pero mis ganas de
escaparme de casa pudieron más.
El
día de la partida viajamos en el automóvil del profesor, menos mal
que es charlatán y consiguió amenizar el viaje. En el pequeño
pueblo costero, de apenas cien habitantes, él se alojó en la
posada, Pascual y yo en la casa rectoral. Se me iba a hacer raro
compartir techo con un cura. Nos recibió su madre quien al vernos
soltó un ¡pensé que vendrían estudiantes del mismo sexo! Sólo
tengo una habitación disponible con dos camas, así que la chica
duerme dentro y tú en el sofá de la salita de estar, le dijo a
Pascual. Puso mala cara al oír aquello, pero peor la tuvo al día
siguiente al levantarse, mostraba unas ojeras impresionantes.
Trabajábamos en los cimientos de la ermita, una zona destinada a
antiguos enterramientos y que según había leído Grijalbo en un
manuscrito de la biblioteca de la facultad, debía descansar el
santo, y si era cierto, daría renombre a la localidad y
promocionaría la economía de la zona, por lo que nuestra estancia
estaba sufragada por el Ayuntamiento.
A la
siguiente noche convencimos al señor cura y a su madre para sacar
una de las camas a la sala y meter el sofá en la habitación, así
al menos mi compañero podría descansar mejor. La excavación
transcurrió según las indicaciones del catedrático, con mimo y
mucho tiento, respirando polvo y saliendo al exterior de vez en
cuando para estirar las piernas, porque el espacio que limpiábamos
era exiguo para los tres. Día tras día la rutina era la misma, tan
sólo descansábamos el domingo, por eso de santificarlo al Señor y
acudir a misa en la iglesia parroquial, obligados por nuestra casera.
Las
semanas se fueron sucediendo y sí, encontramos restos de tres
hombres, dos jóvenes y uno que aparentaba más mayor, sin duda debía
ser nuestro objetivo. Pero no apareció ningún signo, ninguna señal
o indicación de quienes eran los fallecidos. Se llevaron muestras
al laboratorio de la capital para hacerles la prueba del carbono
catorce, y poder datar los restos hallados. Entre limpiezas, charlas
y toses, me hice amiga de Pascual, después de todo no era tan raro,
sino tímido igual que yo, tipo avispado y con grandes conocimientos
de arqueología, que al intercambiarlos con Grijalbo, no me perdía
ripio. Realmente no sólo eran interesantes, sino muy entretenidos.
Apenas
sin darnos cuenta, nuestro compañerismo se fue tornando a algo más,
y en la recta final de nuestra estancia, escapamos una noche al
acantilado cercano, observamos los últimos retazos de luz esconderse
tras el horizonte mientras nos acariciábamos, nos besábamos y como
primerizos hicimos el amor. Un momento mágico que jamás olvidaré.
La sensación de plenitud al haber encontrado al hombre de mi vida,
lograba hacerme sentir una persona normal, como siempre he querido
ser.
Yaciendo
en la oscuridad, tumbados sobre una roca, estuvimos despiertos
charlando mientras esperábamos las primeras luces del alba, y
nuestra pasión se reanudó cuando el sol asomó en todo su
esplendor. Después, Pascual saltó a una zona cercana, donde un
arco rocoso formaba un increíble marco de su silueta oscura
contrastando con el luminoso amanecer, no pude evitar hacerle una
foto con el móvil, era un marco extraordinario.
A
través de sus piernas, se colaba un haz de luz brillante que chocaba
en una pared cercana extramuros de la ermita. Mirando en esa
dirección, vi un reflejo dorado, sin duda algún resto de mármol
encastrado en el muro. Mi instinto hizo acercarme a curiosear, y sin
pensar, comencé a rascar con la mano para quitar la arena y el
polvo, así como hierbas que en esa zona crecían. Deformación
profesional o tal vez locura, no sé, pero aquel gesto nos incitó a
excavar más y más, sin saber realmente lo que estábamos haciendo.
Entre risas y bromas, el agujero se agrandó y tropezamos con unas
monedas doradas, que una a una fuimos sacando. La euforia nos
invadía, ¡un tesoro! gritábamos. Mientras Pascual seguía
excavando, corrí en busca del profesor, quien atónito observaba
nuestro descubrimiento. 183 monedas de oro fueron rescatadas del
olvido, además de un ánfora que contenía en su interior un
pergamino, el cual narraba, según supimos más tarde, que los restos
encontrados en la ermita pertenecían a un caballero templario y sus
dos lacayos. Al parecer el paso del tiempo y arreglos posteriores en
la ermita, habían separado el enterramiento de los hombres de su
tesoro dorado.
Esto
es una serendipia, gritó eufórico Pascual,
es
un descubrimiento, un hallazgo afortunado, valioso e inesperado que
se ha producido de manera accidental, al estar buscando una cosa
distinta. Ciertamente no
encontramos las reliquias de Santo Tomé, pero lo hallado atrajo
curiosos y turistas a la comarca. Fuimos recompensados con una beca
sustanciosa para terminar la carrera y seguir investigando la
historia de aquellos personajes, aunque el mayor logro fue comenzar
nuestro curriculum con semejante hallazgo. Mi relación con Pascual
aún perdura y nuestras vidas grises y anodinas de entonces, son
ahora dichosas y alegres. En cuanto a los compañeros que viajaron
al extranjero, no tuvieron éxito en sus excavaciones, debido al
verano en exceso caluroso, tuvieron que permanecer encerrados en sus
alojamientos por temor a deshidratarse.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario