Serendipia - Marian Muñoz

                                           


  Este curso me estaba yendo regular en clase, a duras penas conseguía aprobar los exámenes con un cinco raspado, comenzando a evadirse mi entusiasmo por la carrera elegida. El ruidoso ambiente en casa no permitía concentrarme en estudiar y memorizar, teniendo además un profesor interino en dos asignaturas, siempre malhumorado, explicando fatal, pasando lista a deshora o poniendo exámenes sorpresa, un auténtico despropósito para el que ni estaba preparada, ni disfrutaba de la suficiente tranquilidad en mi hogar para superar tal escollo.
Mi padre acababa de jubilarse, pasándose todo el día sentado frente al televisor. Mi madre, que no paraba, se enfadaba, gritándole constantemente. Mi hermana mayor acababa de romper con el novio y gemía por todas las esquinas, llorando a moco tendido. Y como no podía ser de otra manera, mi hermano vigoréxico no paraba de hacer ejercicios en casa con pesas, barras y saltando a la cuerda, el objetivo era conseguir su deseada musculatura, ya que mi madre le había retirado la paga que se gastaba en anabolizantes.
Mi vida social era nula, no tenía amigos, bueno, una sí, pero se fue a estudiar fuera y sólo nos vemos en vacaciones. Mi físico achaparrado y poco agraciado, junto a mi nariz aguileña, (herencia de mi bisabuelo), me había convertido en un ser solitario y poco interesante para mis semejantes, daba igual chico que chica, resultaba indiferente para el resto del mundo.
Con gran esfuerzo logré aprobar el curso y promocionar al siguiente, pero viendo el ambiente hogareño, decidí apuntarme a un campamento arqueológico en el verano. Daban a elegir entre tres opciones: Luxor en Egipto, Pompeya en Italia o un pueblecito de la costa granadina. Por supuesto mis primeras opciones fueron el extranjero, no me importaba el sofocante calor que hubiera porque lo soporto bien. Era consciente de mi baja puntuación frente a otras lumbreras de mi curso, aún así, opté a una plaza para evadirme durante unos meses del agobiante ambiente familiar.
Dos semanas antes de terminar el curso, colgaron la lista con los solicitantes y sus destinos, mi desilusión fue tremenda, me habían aceptado en el campamento español, para excavar en la cripta de una pequeña ermita, en busca del sarcófago que contuviera los restos de Santo Tomé. El equipo lo formábamos Pascual y yo, además del catedrático Grijalbo, quien había sido profesor nuestro en primer curso. El profe era un tipo agradable y buen enseñante, pero Pascual, no quiero ni pensarlo, un friqui declarado con el que apenas había cruzado dos saludos, pensar que tenía que pasarme tres meses en su compañía me hizo plantearme renunciar, pero mis ganas de escaparme de casa pudieron más.
El día de la partida viajamos en el automóvil del profesor, menos mal que es charlatán y consiguió amenizar el viaje. En el pequeño pueblo costero, de apenas cien habitantes, él se alojó en la posada, Pascual y yo en la casa rectoral. Se me iba a hacer raro compartir techo con un cura. Nos recibió su madre quien al vernos soltó un ¡pensé que vendrían estudiantes del mismo sexo! Sólo tengo una habitación disponible con dos camas, así que la chica duerme dentro y tú en el sofá de la salita de estar, le dijo a Pascual. Puso mala cara al oír aquello, pero peor la tuvo al día siguiente al levantarse, mostraba unas ojeras impresionantes. Trabajábamos en los cimientos de la ermita, una zona destinada a antiguos enterramientos y que según había leído Grijalbo en un manuscrito de la biblioteca de la facultad, debía descansar el santo, y si era cierto, daría renombre a la localidad y promocionaría la economía de la zona, por lo que nuestra estancia estaba sufragada por el Ayuntamiento.
A la siguiente noche convencimos al señor cura y a su madre para sacar una de las camas a la sala y meter el sofá en la habitación, así al menos mi compañero podría descansar mejor. La excavación transcurrió según las indicaciones del catedrático, con mimo y mucho tiento, respirando polvo y saliendo al exterior de vez en cuando para estirar las piernas, porque el espacio que limpiábamos era exiguo para los tres. Día tras día la rutina era la misma, tan sólo descansábamos el domingo, por eso de santificarlo al Señor y acudir a misa en la iglesia parroquial, obligados por nuestra casera.
Las semanas se fueron sucediendo y sí, encontramos restos de tres hombres, dos jóvenes y uno que aparentaba más mayor, sin duda debía ser nuestro objetivo. Pero no apareció ningún signo, ninguna señal o indicación de quienes eran los fallecidos. Se llevaron muestras al laboratorio de la capital para hacerles la prueba del carbono catorce, y poder datar los restos hallados. Entre limpiezas, charlas y toses, me hice amiga de Pascual, después de todo no era tan raro, sino tímido igual que yo, tipo avispado y con grandes conocimientos de arqueología, que al intercambiarlos con Grijalbo, no me perdía ripio. Realmente no sólo eran interesantes, sino muy entretenidos.
Apenas sin darnos cuenta, nuestro compañerismo se fue tornando a algo más, y en la recta final de nuestra estancia, escapamos una noche al acantilado cercano, observamos los últimos retazos de luz esconderse tras el horizonte mientras nos acariciábamos, nos besábamos y como primerizos hicimos el amor. Un momento mágico que jamás olvidaré. La sensación de plenitud al haber encontrado al hombre de mi vida, lograba hacerme sentir una persona normal, como siempre he querido ser.
Yaciendo en la oscuridad, tumbados sobre una roca, estuvimos despiertos charlando mientras esperábamos las primeras luces del alba, y nuestra pasión se reanudó cuando el sol asomó en todo su esplendor. Después, Pascual saltó a una zona cercana, donde un arco rocoso formaba un increíble marco de su silueta oscura contrastando con el luminoso amanecer, no pude evitar hacerle una foto con el móvil, era un marco extraordinario.
A través de sus piernas, se colaba un haz de luz brillante que chocaba en una pared cercana extramuros de la ermita. Mirando en esa dirección, vi un reflejo dorado, sin duda algún resto de mármol encastrado en el muro. Mi instinto hizo acercarme a curiosear, y sin pensar, comencé a rascar con la mano para quitar la arena y el polvo, así como hierbas que en esa zona crecían. Deformación profesional o tal vez locura, no sé, pero aquel gesto nos incitó a excavar más y más, sin saber realmente lo que estábamos haciendo. Entre risas y bromas, el agujero se agrandó y tropezamos con unas monedas doradas, que una a una fuimos sacando. La euforia nos invadía, ¡un tesoro! gritábamos. Mientras Pascual seguía excavando, corrí en busca del profesor, quien atónito observaba nuestro descubrimiento. 183 monedas de oro fueron rescatadas del olvido, además de un ánfora que contenía en su interior un pergamino, el cual narraba, según supimos más tarde, que los restos encontrados en la ermita pertenecían a un caballero templario y sus dos lacayos. Al parecer el paso del tiempo y arreglos posteriores en la ermita, habían separado el enterramiento de los hombres de su tesoro dorado.
Esto es una serendipia, gritó eufórico Pascual, es un descubrimiento, un hallazgo afortunado, valioso e inesperado que se ha producido de manera accidental, al estar buscando una cosa distinta. Ciertamente no encontramos las reliquias de Santo Tomé, pero lo hallado atrajo curiosos y turistas a la comarca. Fuimos recompensados con una beca sustanciosa para terminar la carrera y seguir investigando la historia de aquellos personajes, aunque el mayor logro fue comenzar nuestro curriculum con semejante hallazgo. Mi relación con Pascual aún perdura y nuestras vidas grises y anodinas de entonces, son ahora dichosas y alegres. En cuanto a los compañeros que viajaron al extranjero, no tuvieron éxito en sus excavaciones, debido al verano en exceso caluroso, tuvieron que permanecer encerrados en sus alojamientos por temor a deshidratarse.








Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario