El regalo de Tomás (final) - Gloria Losada

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Una noche mamá regresó del hospital muy alarmada. El estado de mi hermano había empeorado. Me enviaron a mi habitación para que no pudiera escuchar sus conversaciones, pero yo pegué mi oreja a la puerta y conseguí enterarme de todo lo que hablaban. A Jaime le quedaban unos días, tal vez unas horas de vida, y nada se podía hacer por evitar su muerte. Yo no quise aceptarlo, no pude aceptarlo y en un arrebato de desesperación me escapé de mi encierro por la ventana de la habitación y comencé una loca carrera sin rumbo por la ciudad. De repente me vi en la escalinata de la iglesia de San Roque, al lado de Tomás, que en medio de la más completa oscuridad de aquella fría noche de noviembre seguía allí, sentado al lado de portalón cerrado a aquellas horas de la noche.
-¿Qué ocurre pequeña? ¿A qué viene esa loca carrera? ¿Y esas lágrimas? Eres demasiado pequeña para sufrir, no debes llorar. Te preocupa tu hermano ¿verdad? Ha llegado pues la hora de mi entrada en la escena.
Como la mayoría de las veces que me hablaba, yo apenas entendía sus palabras, pero esa vez, además, me sorprendió grandemente que supiera lo de mi hermano.
-Se va a morir -le dije – se lo he escuchado decir a mamá hace un rato. Se va a morir y no podemos hacer nada por evitarlo. Y yo no quiero que se muera, ¡no quiero!
Por toda respuesta el mendigo rebuscó entre su ropa y sacó de entre sus harapos una pequeña piedra azul, increíblemente azul, que brillaba con fuerza en medio de la oscuridad de la noche, y me la tendió.
-Sólo tienes que colocarla entre sus manos y se curará.
Cogí la piedra que me ofrecía y la miré. ¿Y aquel hombre pretendía que aquello curara a mi hermano así, sin más, cuando ni los mejores médicos lo habían podido conseguir?
-Eres un mentiroso -le grité – sabes que eso no es posible.
-Elena, vengo de muy lejos, de un lugar que se escapa al entendimiento humano, de todos los humanos y mucho más de una niña como tú. Nada tiene que ver mi vida allí con la que lleváis aquí. Tienes que confiar en mí. Sólo coloca esta piedra entre las manos de tu hermano y se curará. Te lo prometo.
No sé por qué creí en sus palabras, pero lo hice, y aquella misma noche, en cuanto volví a casa de mi escapada, me presenté en el salón, dónde mis abuelos y mis padres se lamentaban por la inminente muerte de mi hermano e intenté insuflarles un poco de esperanza.
-Tengo la solución para Jaime, no se va a morir. Mamá tienes que llevarme al hospital ya.
Mi madre me miró con los ojos anegados en lágrimas, mientras mi padre la abrazaba y la abuela intentaba sacarme del salón.
-¡Por favor! ¡Es cierto lo que os digo! ¡Llevadme al hospital!
De nada sirvieron mis ruegos y mis súplicas. Sin mediar palabra la abuela me llevó a mi cuarto y una vez allí me ordenó ponerme el pijama y meterme en la cama.
-¿Cómo se te ocurre decirle a tu madre semejante cosa? ¿No te das cuenta de que está muy mal? Elena, sé que no eres más que una niña, pero ya tienes edad para comprender ciertas cosas y una de ellas es que no se puede jugar con algo tan serio como la enfermedad de tu hermano.
Saqué la piedra del bolsillo de mi pantalón y se la mostré a mi abuela.
-¿Ves esto?- le pregunté.
-Claro que lo veo, es una piedra. ¿De dónde la has sacado? ¿Por qué brilla de esa manera?
-Es que no es una piedra cualquiera, esta tiene el poder de curar a Jaime, sólo tengo que ponerla entre sus manos y todo habrá terminado. Por favor abuela, llévame al hospital. Si esperamos mucho tiempo más puede que no lleguemos a tiempo.
-No sé como puedes decir tantas tonterías juntas. Acuéstate y duerme. Es probable que nos esperen días muy duros.
-Tomás me ha dicho que esta piedra curará a mi hermano si la pongo entre su manos y eso voy a hacer aunque todos vosotros os empeñéis en impedirlo.
Salí de la habitación corriendo como una loca, escuchando cada vez más lejos los gritos de mi abuela.
-¡Tomás! ¡Has estado con ese sinvergüenza de nuevo! Esto no puede quedar así. ¡Elena, vuelve ahora mismo!
Pero ya yo había emprendido una carrera que nadie conseguiría parar. Sabía perfectamente dónde estaba el hospital y cuál era el camino más corto para llegar a él. A aquellas horas de la noche las calles estaban prácticamente desiertas, sólo unas cuantas personas que paseaban me miraron con asombro, pero sin atreverse a detenerme. Cuando por fin llegué al hospital, a pesar de no haber pisado ni una vez la habitación de mi hermano, supe perfectamente el lugar al que tenía que dirigirme, como si una fuerza interior me guiara. Abrí la puerta del cuarto y lo vi allí, postrado en la cama, conectado a un montón de tubos y máquinas que emitían un sonido apenas audible. Me costó un poro reconocerlo. El Jaime que yacía en aquella cama en poco se parecía al hermano que yo recordaba, pero estaba segura de que pronto volvería a ser el mismo. Coloqué la piedra azul entre su mano y sin esperar más salí de allí.
Aquella noche fue la más agitada de mi vida. En la puerta del hospital me encontré con mi padre y mi abuela, que habían salido a buscarme. Estaban muy excitados y la abuela empeñada en ir a comisaría a poner no sé qué denuncia contra Tomás. No quise discutir más, dijera lo que dijera nadie me iba a hacer el más mínimo caso, así que le deje hacer. En la policía le dijeron que el que yo hablara de vez en cuando con un mendigo no era motivo suficiente para sustentar denuncia alguna contra el pobre hombre. Al parecer, sin embargo, se habían producido ciertos ataques a muchachas por la zona de la Iglesia de San Roque, y como no habían dado con el autor, que podía ser cualquiera, se comprometieron a investigar al mendigo. Mi abuela estaba empeñada que el autor de los ataques era él. No sé si ese empeño disminuyó, siquiera un poco, cuando al llegar a casa, mi madre, increíblemente nerviosa, nos comunicó que habían llamado del hospital, que Jaime había despertado del coma y que incluso podía ver.

Nadie encontró explicación a la recuperación de mi hermano. Sólo yo sabía la verdad, yo y mi abuela, aunque ella siempre mostró ciertas reticencias a creerse mi historia. Lo cierto es que Jaime se curó de manera milagrosa e inexplicable, que la piedra azul que yo puse en sus manos desapareció como por encanto y que Tomás no volvió a dejarse ver por estos lugares.
Han pasado ya mucho tiempo desde que todo ello ocurrió. Ya no tengo diez años ni creo en fantasías. No puedo encontrar una explicación lógica a lo que sucedió. Tomás decía de sí mismo que era un ángel, que veía de un mundo desconocido para la humanidad y yo quiero creer que es así y que de una manera u otra, su esencia todavía flota en el aire que rodea la escalinata de la iglesia de San Roque, para protegerme, para reconfortarme, para guiarme....







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