Le llamaban la bella Helena,
pero lo de bella era una ironía. Era la mujer más fea y huraña que
se había viso nunca por el pueblo. La gente decía que tenía mucho
más de cien años y puede que fuera verdad. Su cuerpo encorvado y su
piel arrugada y mustia daban fe de ello. Vivía en el bosque, por el
sendero que se adentraba en la montaña, en una cabaña de madera que
milagrosamente se mantenía intacta a través de los años y de cuya
chimenea no cesaba de salir un humo gris que se alzaba al cielo
voluptuoso. Se comentaba que era una bruja, descendiente directa de
una de las brujas de Zugarramurdi, que todavía organizaba aquelarres
y que era la novia del demonio, muy mal gusto tenía el demonio,
pensaba yo. Apenas nadie en el pueblo tenía contacto con ella y se
la veía muy poco por las calles del centro, no salía de su cabaña,
nadie sabía de qué vivía.
Confieso que sentía mucha
curiosidad por la bella Helena, puesto que lo exotérico y misterioso
me atraían desde bien pequeña. A veces, cuando salía a pasear por
el bosque, me apoyaba en un árbol, cerca de su cabaña, y me pasaba
un rato mirando aquella edificación tosca, aquella chimenea que
nunca dejaba de humear, aquella luz mortecina que se adivinaba tras
de la ventana cruzada de vez en cuando por una sombra siniestra.
Un atardecer de otoño
frío y húmedo, estando yo distraída en tal contemplación, la
puerta se abrió y la bella Helena apareció en el umbral. Clavó sus
ojos en mí, como si supiera de mi presencia, y en su rostro se
dibujó una extraña sonrisa que me llenó de inquietud. Quise salir
de allí lo más pronto posible pero en mi huida tropecé con una
raíz de árbol y casi doy con mis huesos en el suelo, aun así seguí
corriendo sin volver la vista atrás, hasta que por fin llegué a mi
casa jurándome a mí misma que nunca más me acercaría a la cabaña
de la vieja.
Dos años más tarde, la
casualidad hizo que en una excursión que hicimos por la zona, nos
encontramos en la Cueva de Zugarramurdi, lugar en el que se reunían
las brujas para hacer sus aquelarres, y la imagen de la Bella Helena,
que se había difuminado en mi memoria, resurgió nítida y con
fuerza. El guía nos puso al corriente de las actividades, a veces
maléficas, a veces menos, de aquellas mujeres que se reunían en la
cueva y que terminaron en la hoguera de forma irremediable.
Aquella noche no podía
conciliar el suelo pensando en la cueva y en sus brujas y en todo lo
que nos habían contado sobre ellas. Ignoraba si las antepasadas de
la Bella Helena efectivamente habían formado parte del elenco de
maléficas, posiblemente se tratara de habladurías sin mucho
fundamento, pero aun así comencé a pensar que ella podía ser la
solución para el problema que amenazaba mi tranquilidad desde hacía
un tiempo.
Andrés, mi pareja, y yo,
estábamos intentando ser padres sin conseguirlo. Habíamos visitado
muchos médicos y todos nos decían lo mismo, aparentemente ninguno
de los dos tenía problema para concebir, sin embargo yo no me
quedaba embarazada. ¿Y si algún conjuro de la vieja bruja me
ayudara en mi propósito?
No le dije nada a mi novio,
estaba segura de que mi idea le parecería una locura, en el fondo yo
también lo pensaba, sin embargo no podía dejar de pensar en ello y
un día me decidí. Me presenté en la cabaña de la bella Helena con
una decisión impropia en mí y sin muchos preámbulos llamé a la
puerta. Me abrió con tal rapidez que pareciera que estuviera
esperando mi llegada, y efectivamente así era.
-Te estaba esperando, pasa
– me dijo.
No sé por qué no
cuestioné su recibimiento, si me estaba esperando algo lógico
debería haber en ello. En ese precisa instante sentí que algo
dentro de mí me decía no solo que aquello era lo que tenía que
hacer, sino que desde siempre había estado predestinada a ello.
Entré en una estancia
oscura y lúgubre, alumbrada únicamente por las llamas de la lumbre
de una chimenea que crepitaban de vez en cuando mientras calentaban
una enorme olla, típica estampa de la casa de una bruja, como en los
cuentos.
-Has hecho bien en venir,
yo tengo la solución a tu problema – dijo sin mirarme, mientras
caminaba con pasos cortos y lentos hacia una estantería llena de
tarros de cristal conteniendo líquidos de colores llamativos e
indefinidos.
-¿Cómo sabe cuál es mi
problema? Yo no se lo he contado ni a usted ni a nadie, es imposible
que se haya enterado por ninguna habladuría.
-Desde luego que no,
además ¿te crees que yo doy crédito alguno a las habladurías?
Mucho se ha comentado de mí durante toda mi vida, muchas mentiras y
pocas verdades, pero de todos modos a mí siempre me dio igual, yo sé
quién soy y para qué estoy aquí. Sé quién desea mi ayuda, sé
quién no se atreve a acudir a mí, y sé quién vendrá.
Dicho esto tomó uno de
los frascos de la estantería y me lo ofreció.
-Mañana es luna llena, es
la noche prohibida, la noche maldita. Debes tomar el contenido de
este frasco antes de las 12 en punto de esta noche y fornicar para
concebir el día en que la luna esté en cuarto menguante. Ahora
vete, tengo muchas cosas que hacer, en breve me espera un largo
viaje.
Hice lo que me mandó sin
decir nada a nadie, ni siquiera a Andrés, me tacharía de loca e
irresponsable, y al mes siguiente descubrí que estaba embarazada. La
alegría fue tan grande que me olvidé de todo, incluso de aquello
que presumiblemente me había ayudado a quedar en estado y pasé los
nueve meses mejores de mi vida.
La niña nació una
hermosa mañana de primavera. Tenía tanta prisa por llegar a este
mundo que no me lo puso muy difícil y tuve un parto fácil y rápido.
Al día siguiente, cuando Andrés llegó al hospital me dio la
noticia de la muerte de la Bella Helena. Al parecer se había
acercado a la plaza del pueblo y allí se desplomó sin más. Tomé a
mí pequeña hija en brazos y la miré. Abrió los ojos y pareció
que me miraba. Eran de un verde intenso, tan intenso como los de la
bruja muerta.
-¿Qué nombre le
pondremos? – preguntó su padre.
-Helena, se llamará
Helena.
Y supe que en ella
viviría el espíritu de la Bella Helena hasta el próximo
nacimiento.
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