De la serie "Relatos sobre una cuarentena"
A
veces da miedo que todo esté en calma. Como si en tu casa fuerais
los únicos que aún existís en la ciudad, o en el país, o incluso
sobre el planeta. Por la calle no hay un alma, el ascensor no se
escucha, los niños vecinos de arriba y de abajo, como niños que
son, gritaban y corrían pasillos arriba y abajo. Ahora ya no.
Benditos ellos y sus padres. ¿Cómo lo habrán conseguido? Imagino a
Ana Frank al inicio de su terrible odisea en la casa de atrás,
escuchando las instrucciones de sus padres. Y a Roberto Begnini, con
una mueca forzada, mientras su niño de la peli imagina un tanque
salvador que le haría ganar la partida. A Hitler nada menos.
Me
asomo a la ventana, soy la chica de ayer y de antesdeayer, y de hace
dos, tres, cuatro semanas…
Todo
sigue igual.
La
palmera del descampado es lo único que parece tener vida en esta
calle silenciosa. Miro sus palmas verdes y pienso ‘qué bien que no
la cortaran cuando la obra de la nueva edificación aún era posible.
Al menos ahora tengo algo bonito, algo vivo, de color, que ver cuando
me asomo’.
Y
me asomo cuando me canso de mi propio silencio y veo que a veces
pasan coches con un papel en el parabrisas. Deben ir a algún sitio
imprescindible. Afortunados sus conductores, que salen de su
encierro, pienso con cierta envidia. O no. A veces envidiamos
circunstancias que no conocemos y que inventamos a medias para
consolarnos de lo nuestro. Mal de muchos… ya se sabe.
Mientras
espero que suene algún ruido en mi calle, los aplausos de las ocho o
algo, escucho el croar de las ranas en el descampado donde la palmera
es la dueña y señora. En esa mini selva dentro de la ciudad, un
sitio extraño. Donde hubo edificios y vida humana, solo queda una
valla ruinosa que rodea el perímetro exterior, muchos cascotes, un
gran agujero, agua de lluvia estancada y algún pájaro que se para
allí a descansar. Un oasis para ellos. Un agujero horrible para
quien lo vea con ojos humanos occidentales.
Un
extraño silencio habita allí dentro. A veces me gustaría saltar
desde mi ventana y acurrucarme bajo la palmera, acallar mi mente,
olvidarme de gestiones mediocres, de cifras terribles y de noticias
que anuncian escasez de lo más imprescindible para protegerse ante
‘lo invisible’.
En
este caso ‘lo invisible’ no es silencioso. A su alrededor se ha
montado tal alboroto que tardaremos mucho tiempo en distinguir y
recuperar la paz y el verdadero silencio.
Mientras
esperamos las campanadas de las ocho, preparamos nuestros aplausos
que resuenan con un eco extraño. Deseábamos paz, una vida
tranquila, la slow
life
de los modernillos, un poco de silencio.
Pero
ese silencio tan deseado nos ha abandonado. Y nuestra cabeza bulle a
toda máquina, cocinando, escribiendo, videollamando, tragándonos
series y pelis, reenviando memes y vídeos,… Para hacernos sentir
que seguimos vivos, a pesar de todo.
Y
a veces paramos, abrimos la ventana y escuchamos hasta el croar de
las ranas o algún sonido que nos indica que ahí afuera está la
vida que dejamos antes de encerrarnos en nuestras casas.
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