Eran
nuestras primeras vacaciones en cinco años debido a diversos
problemas familiares y económicos. Los cuatro nos adentramos en el
pueblo costero de casas blancas y un concurrido paseo marítimo
atentos y alegres.
Los chicos miraban embobados a las pandillas que se veían por todas
partes disfrutando del aire apacible de la noche. Las terrazas
estaban a rebosar. Miré a mi marido, con
una gran sonrisa de
satisfacción, ya que el
viaje lo había organizado yo. Sonrisa
que se fue difuminando a medida que íbamos dejando atrás el centro
y por último el pueblo. El GPS indicaba que aún faltaban siete
kilómetros. ¿Siete?,
preguntaron al unísono mi marido y mis dos hijos. Pero si nos habías
dicho que estaba al lado de la playa, que desde las ventanas se veía
el mar. Los mandé callar, inquieta y desconcertada. Continué
conduciendo. A la salida del pueblo tuve que girar a la izquierda,
por una carretera que ascendía por una ladera desierta. No entendía
nada. Ya era de noche y no había mucha iluminación. Mi hijo sacó
su linterna
dirigiéndola a derecha e izquierda del camino sin dejar de
protestar. Por fin el GPS
indicó
que habíamos llegado al destino junto a un pequeño grupo de casas
blancas. Aparqué ante la supuesta puerta de nuestro apartamento de
verano y llamé al número que llevaba
anotado en la agenda. Era
muy tarde, debido a un problema con el coche durante el viaje y una
voz que parecía salida del sueño murmuró
que había una llave en una maceta situada a la derecha de la puerta.
Fuimos sacando las cosas que saturaban el maletero y avanzamos
resueltos a nuestro lugar de descanso.
Un olor extraño nos dio la bienvenida. Dimos al interruptor de la
luz pero no funcionaba. Avanzamos siguiendo el camino
que nos marcaba la linterna
de Mi hijo.
Buscamos el resto de interruptores pero no funcionaba ninguno. Volví
a llamar y al cabo de diez o doce tonos la misma voz pastosa me dijo
dónde estaba el relé.
Respiré aliviada.
De pronto, toda la casa se iluminó. Casi que hubiera sido mejor
quedar a oscuras. La cocina- salón estaba vieja y desvencijada, nada
que ver con las fotografías que había visto por internet. Miré el
interior de los armarios uno por uno. No había dos platos iguales y
los vasos tenían ese color opaco de los muchos lavados. Mi marido y
mis hijos iban inspeccionando el resto del apartamento. Las
habitaciones presentaban un aspecto ajado y el baño debería de
haber vivido buenos tiempos cincuenta
años atrás. Bueno, no importaba, estábamos cansados y
necesitábamos dormir.
Ya habíamos cenado por el camino, así que decidimos ir directamente
a la cama. No había sábanas. Miramos en el interior de lo armarios.
Nada. Buscamos en los muebles del salón. Nada. Volví a llamar por
teléfono. Esta vez tuve que insistir tres veces. La voz fangosa me
dijo que perdonara que se le había olvidado que al día siguiente
nos las llevaría sin falta. Intenté protestar, pero me colgó. Mi
hijos propusieron ir a un hotel, pero para eso deberíamos desandar
los siete kilómetros hasta el pueblo y luego encontrar un lugar
adecuado. Yo estaba agotada y mi marido también. Decidimos que
pasaríamos la noche como pudiéramos. Como las colchas no nos daban
mucha confianza, sacamos las toallas de la playa, las colocamos
encima y nos tumbamos vestidos a la espera del sueño. Caímos
rendidos. A las cuatro de la mañana nos despertó un ruido
espantoso. Era una tormenta. Yo me acurruqué contra mi marido porque
las tormentas me dan miedo. De pronto sentí que me caía algo en la
cara. Pegué un grito y salté de la cama. Encendí la luz. ¡No lo
podía creer! ¡Estaba lloviendo justo sobre las
almohadas! La gotera era
enorme y había una mancha
negra en el techo. ¡Y
nosotros sin paraguas!,
dijo mi marido intentando hacerse el gracioso. Le lancé una mirada
furiosa que le apagó la risa. Vamos, me dijo, tómatelo con calma.
Nos han timado, pero ahora mismo no podemos hacer nada, así que
vamos a dormir a los sofás del salón. Mañana ya buscaremos algo en
condiciones. ¡Espera!, dije resuelta. Cogí el móvil y llamé de
nuevo. Siete veces hasta que me contestaron. Mis gritos debieron de
oírse a muchos kilómetros de distancia, pero el hombre lejos de
contestar o de enfadarse, simplemente me colgó. Lo volví a llamar
otras veinte veces pero no obtuve respuesta. Me apeteció romper algo
y le pegué una patada a la puerta del armario. ¡La puerta cayó! Mi
hija apareció en medio del salón asustada por la tormenta, quería
dormir conmigo en el sofá- cama. Intentamos abrirlo, pero aquello
funcionaba. Desperté a mi marido que ya dormía apaciblemente con
los pies encogidos en un sofá pequeño.
De un golpe brusco logró sacar la cama, que
se desgajó del sofá. No
podía más. Me eché a llorar. Fuimos a dormir a la cama de mi hija,
mientras mi hijo desde la suya se entretenía con el móvil sin dejar
de decir ¡menuda mierda de apartamento! Al fin, quedamos dormidos
los cuatro. De pronto sonaron unos timbrazos insistentes. Miré el
reloj. Las siete de la mañana. Cuando llegué a la puerta ya había
abierto mi marido. Ante él tenía un hombre de unos sesenta años,
desaliñado, dejando salir una barriga generosa bajo una camiseta
amarilla de una marca comercial. En sus manos un paquete de sábanas.
No me pude aguantar. Me tiré a él como una loca. Lo llamé de todo,
le dije que nos devolviera el dinero, que lo iba a denunciar, que
aquello era una estafa.
El hombre aguantó mi furia impasible. Cuando acabé dijo que el
dinero no lo devolvía, que el apartamento estaba a nuestra
disposición y ya no se podía anular. Además, preguntó
que qué le habíamos hecho
a su sofá, que estaba nuevo, que nos lo descontaría de la fianza.
No quise decir nada hasta enseñarle la gotera, quejarme por la falta
de sábanas, por lo viejos que eran los muebles, lo alejados que
estábamos del pueblo. Escuchó mis quejas como quien oye llover y
argumentó que todo estaba igual que en internet. ¿Y las vistas al
mar?, preguntó mi hija. Nos llevó hasta el baño. Se subió a la
bañera, abrió la pequeña ventana que se situaba sobre ella y nos
invitó a imitarlo. Efectivamente, desde allí se veía el mar. Mi
marido que, todo hay que decirlo, no se distingue por su carácter,
mantenía una actitud amistosa con el hombre, pero yo echaba chispas.
Y desde luego, no estaba dispuesta a pasar unas vacaciones en ese
lugar. Le volví a pedir
que nos devolviera el dinero y se volvió a negar.
Hablé de denunciarlo y el dijo que también nos denunciaría por
destrozarle el sofá y el armario. Me apetecía matarlo. Busqué el
anuncio del apartamento en el móvil y se lo enseñé, tratando de
que reconociera que no tenía nada que ver con lo que teníamos
delante. Se atrevió a contestar que él lo veía igual que en el
anuncio. Tuve una buena bronca con él. Bueno, en realidad la única
que reñía era yo. Ordené a mi familia que recogiera las cosas y
nos largamos. Al bajar la ladera pudimos observar que desde la
urbanización, compuesta por cuatro bloques con un total de ocho
apartamentos, hasta el pueblo no había nada, ni tan siquiera una
pequeña playa. Paré justo frente a la comisaría de policía. Puse
una denuncia y después buscamos una agencia para encontrar un
apartamento donde pasar las vacaciones largamente deseadas. Una sola
agencia había en el pueblo y no quedaba ni un apartamento libre. ¡No
lo podíamos creer! ¿Qué hacer? La chica de la agencia, muy amable,
hizo unas cuantas llamadas para confirmarnos que estaba todo ocupado
al cien por cien que ya llevaban unos años con lleno absoluto la
primera quincena de agosto. Mi marido y yo nos miramos desorientados.
Estábamos a mil kilómetros
de casa y sin un lugar donde quedar. Yo quería volver
a casa, resignada a perder la
fianza, pero los chicos
vieron la playa y el pueblo y el ambiente y no querían marchar.
Mientras que ellos cogían las bolsas de la playa y corrían
a disfrutar del sol y el agua, mi marido y yo pasamos el día
recorriendo el pueblo bajo
un sol de justicia, preguntando
por una casa, unas habitaciones, lo que fuera para pasar al menos una
semana. Fue inútil. Incluso había gente del
pueblo que había alquilado
su casa y hacía la vida en el garaje. Al atardecer, volví a llamar
al hombre, que me habló como si no hubiera pasado nada. Regresamos
al apartamento y bien que mal, conseguimos disfrutar saliendo por la
mañana y volviendo solo a
dormir. Por supuesto que no
pagué la cantidad acordada, le dije que se conformara con los
cuatrocientos euros y que ya me parecía mucho. Lo denuncié a
Turismo, en la comisaría y
hasta en la OCU.
Pero cual fue mi sorpresa cuando esta mañana me entregó el cartero
una carta certificada en la que consta una denuncia contra mí por no
abonarle el dinero estipulado y por destrozos en el apartamento. Lo
llamé y no contestó. Le mandé treinta wasap y tampoco. Ya solo me
queda esperar a los juicios, el mío contra él y el de él contra
mí. Pero mientras tanto pienso destrozarlo porque lo encontré en
Facebook, en Twitter y en Instagram. Se va a enterar.
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