Apartamento en la playa - Cristina Muñiz Martín


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Eran nuestras primeras vacaciones en cinco años debido a diversos problemas familiares y económicos. Los cuatro nos adentramos en el pueblo costero de casas blancas y un concurrido paseo marítimo atentos y alegres. Los chicos miraban embobados a las pandillas que se veían por todas partes disfrutando del aire apacible de la noche. Las terrazas estaban a rebosar. Miré a mi marido, con una gran sonrisa de satisfacción, ya que el viaje lo había organizado yo. Sonrisa que se fue difuminando a medida que íbamos dejando atrás el centro y por último el pueblo. El GPS indicaba que aún faltaban siete kilómetros. ¿Siete?, preguntaron al unísono mi marido y mis dos hijos. Pero si nos habías dicho que estaba al lado de la playa, que desde las ventanas se veía el mar. Los mandé callar, inquieta y desconcertada. Continué conduciendo. A la salida del pueblo tuve que girar a la izquierda, por una carretera que ascendía por una ladera desierta. No entendía nada. Ya era de noche y no había mucha iluminación. Mi hijo sacó su linterna dirigiéndola a derecha e izquierda del camino sin dejar de protestar. Por fin el GPS indicó que habíamos llegado al destino junto a un pequeño grupo de casas blancas. Aparqué ante la supuesta puerta de nuestro apartamento de verano y llamé al número que llevaba anotado en la agenda. Era muy tarde, debido a un problema con el coche durante el viaje y una voz que parecía salida del sueño murmuró que había una llave en una maceta situada a la derecha de la puerta. Fuimos sacando las cosas que saturaban el maletero y avanzamos resueltos a nuestro lugar de descanso. Un olor extraño nos dio la bienvenida. Dimos al interruptor de la luz pero no funcionaba. Avanzamos siguiendo el camino que nos marcaba la linterna de Mi hijo. Buscamos el resto de interruptores pero no funcionaba ninguno. Volví a llamar y al cabo de diez o doce tonos la misma voz pastosa me dijo dónde estaba el relé. Respiré aliviada. De pronto, toda la casa se iluminó. Casi que hubiera sido mejor quedar a oscuras. La cocina- salón estaba vieja y desvencijada, nada que ver con las fotografías que había visto por internet. Miré el interior de los armarios uno por uno. No había dos platos iguales y los vasos tenían ese color opaco de los muchos lavados. Mi marido y mis hijos iban inspeccionando el resto del apartamento. Las habitaciones presentaban un aspecto ajado y el baño debería de haber vivido buenos tiempos cincuenta años atrás. Bueno, no importaba, estábamos cansados y necesitábamos dormir. Ya habíamos cenado por el camino, así que decidimos ir directamente a la cama. No había sábanas. Miramos en el interior de lo armarios. Nada. Buscamos en los muebles del salón. Nada. Volví a llamar por teléfono. Esta vez tuve que insistir tres veces. La voz fangosa me dijo que perdonara que se le había olvidado que al día siguiente nos las llevaría sin falta. Intenté protestar, pero me colgó. Mi hijos propusieron ir a un hotel, pero para eso deberíamos desandar los siete kilómetros hasta el pueblo y luego encontrar un lugar adecuado. Yo estaba agotada y mi marido también. Decidimos que pasaríamos la noche como pudiéramos. Como las colchas no nos daban mucha confianza, sacamos las toallas de la playa, las colocamos encima y nos tumbamos vestidos a la espera del sueño. Caímos rendidos. A las cuatro de la mañana nos despertó un ruido espantoso. Era una tormenta. Yo me acurruqué contra mi marido porque las tormentas me dan miedo. De pronto sentí que me caía algo en la cara. Pegué un grito y salté de la cama. Encendí la luz. ¡No lo podía creer! ¡Estaba lloviendo justo sobre las almohadas! La gotera era enorme y había una mancha negra en el techo. ¡Y nosotros sin paraguas!, dijo mi marido intentando hacerse el gracioso. Le lancé una mirada furiosa que le apagó la risa. Vamos, me dijo, tómatelo con calma. Nos han timado, pero ahora mismo no podemos hacer nada, así que vamos a dormir a los sofás del salón. Mañana ya buscaremos algo en condiciones. ¡Espera!, dije resuelta. Cogí el móvil y llamé de nuevo. Siete veces hasta que me contestaron. Mis gritos debieron de oírse a muchos kilómetros de distancia, pero el hombre lejos de contestar o de enfadarse, simplemente me colgó. Lo volví a llamar otras veinte veces pero no obtuve respuesta. Me apeteció romper algo y le pegué una patada a la puerta del armario. ¡La puerta cayó! Mi hija apareció en medio del salón asustada por la tormenta, quería dormir conmigo en el sofá- cama. Intentamos abrirlo, pero aquello funcionaba. Desperté a mi marido que ya dormía apaciblemente con los pies encogidos en un sofá pequeño. De un golpe brusco logró sacar la cama, que se desgajó del sofá. No podía más. Me eché a llorar. Fuimos a dormir a la cama de mi hija, mientras mi hijo desde la suya se entretenía con el móvil sin dejar de decir ¡menuda mierda de apartamento! Al fin, quedamos dormidos los cuatro. De pronto sonaron unos timbrazos insistentes. Miré el reloj. Las siete de la mañana. Cuando llegué a la puerta ya había abierto mi marido. Ante él tenía un hombre de unos sesenta años, desaliñado, dejando salir una barriga generosa bajo una camiseta amarilla de una marca comercial. En sus manos un paquete de sábanas. No me pude aguantar. Me tiré a él como una loca. Lo llamé de todo, le dije que nos devolviera el dinero, que lo iba a denunciar, que aquello era una estafa. El hombre aguantó mi furia impasible. Cuando acabé dijo que el dinero no lo devolvía, que el apartamento estaba a nuestra disposición y ya no se podía anular. Además, preguntó que qué le habíamos hecho a su sofá, que estaba nuevo, que nos lo descontaría de la fianza. No quise decir nada hasta enseñarle la gotera, quejarme por la falta de sábanas, por lo viejos que eran los muebles, lo alejados que estábamos del pueblo. Escuchó mis quejas como quien oye llover y argumentó que todo estaba igual que en internet. ¿Y las vistas al mar?, preguntó mi hija. Nos llevó hasta el baño. Se subió a la bañera, abrió la pequeña ventana que se situaba sobre ella y nos invitó a imitarlo. Efectivamente, desde allí se veía el mar. Mi marido que, todo hay que decirlo, no se distingue por su carácter, mantenía una actitud amistosa con el hombre, pero yo echaba chispas. Y desde luego, no estaba dispuesta a pasar unas vacaciones en ese lugar. Le volví a pedir que nos devolviera el dinero y se volvió a negar. Hablé de denunciarlo y el dijo que también nos denunciaría por destrozarle el sofá y el armario. Me apetecía matarlo. Busqué el anuncio del apartamento en el móvil y se lo enseñé, tratando de que reconociera que no tenía nada que ver con lo que teníamos delante. Se atrevió a contestar que él lo veía igual que en el anuncio. Tuve una buena bronca con él. Bueno, en realidad la única que reñía era yo. Ordené a mi familia que recogiera las cosas y nos largamos. Al bajar la ladera pudimos observar que desde la urbanización, compuesta por cuatro bloques con un total de ocho apartamentos, hasta el pueblo no había nada, ni tan siquiera una pequeña playa. Paré justo frente a la comisaría de policía. Puse una denuncia y después buscamos una agencia para encontrar un apartamento donde pasar las vacaciones largamente deseadas. Una sola agencia había en el pueblo y no quedaba ni un apartamento libre. ¡No lo podíamos creer! ¿Qué hacer? La chica de la agencia, muy amable, hizo unas cuantas llamadas para confirmarnos que estaba todo ocupado al cien por cien que ya llevaban unos años con lleno absoluto la primera quincena de agosto. Mi marido y yo nos miramos desorientados. Estábamos a mil kilómetros de casa y sin un lugar donde quedar. Yo quería volver a casa, resignada a perder la fianza, pero los chicos vieron la playa y el pueblo y el ambiente y no querían marchar. Mientras que ellos cogían las bolsas de la playa y corrían a disfrutar del sol y el agua, mi marido y yo pasamos el día recorriendo el pueblo bajo un sol de justicia, preguntando por una casa, unas habitaciones, lo que fuera para pasar al menos una semana. Fue inútil. Incluso había gente del pueblo que había alquilado su casa y hacía la vida en el garaje. Al atardecer, volví a llamar al hombre, que me habló como si no hubiera pasado nada. Regresamos al apartamento y bien que mal, conseguimos disfrutar saliendo por la mañana y volviendo solo a dormir. Por supuesto que no pagué la cantidad acordada, le dije que se conformara con los cuatrocientos euros y que ya me parecía mucho. Lo denuncié a Turismo, en la comisaría y hasta en la OCU. Pero cual fue mi sorpresa cuando esta mañana me entregó el cartero una carta certificada en la que consta una denuncia contra mí por no abonarle el dinero estipulado y por destrozos en el apartamento. Lo llamé y no contestó. Le mandé treinta wasap y tampoco. Ya solo me queda esperar a los juicios, el mío contra él y el de él contra mí. Pero mientras tanto pienso destrozarlo porque lo encontré en Facebook, en Twitter y en Instagram. Se va a enterar.







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