Me
quedé dormida viendo la película pastelosa de la tarde. O quizá
fue antes, durante el telediario con la enésima rueda de prensa
monótona y ese chorreo incesante de cifras de muertos sí o no,
dependiendo del día.
Con
el calor de después de comer, me aflojé y me quedé en el
sofá casi en una nube. Sin sentir mi cuerpo. Como flotando en
algodón, soñé que volaba.
Y
me parecía que todo era de colores alegres. Que el sol lucía en
todo su esplendor en el cielo, y los pájaros piaban, inventando una
banda sonora única, solo mía.
Y
que mi tienda estaba abierta de nuevo, que los vestidos de flores
volaban de los percheros, que mi línea de bolsos y monederos de
rafia se vendía hasta a las marcas de prestigio, que podría pagar
la hipoteca del local y que mis problemas económicos eran un mal
sueño de otra vida.
Todo
fluía entre tintineos de la máquina registradora, el hilo musical
de los pajaritos y los murmullos de aprobación dentro de los
probadores de mis clientas, tan satisfechas con sus compras que todas
salían como renovadas y con la sonrisa puesta una vez traspasaban
las puertas de mi tienda.
La
belleza era esto, colores alegres, un sol reluciente, vestidos de
flores y trinar de pájaros, me decía yo al despedirlas con una
sonrisa aún mayor.
Ojalá
fuera todo tan fácil…
Un
trueno me despertó y mi sueño huyó al país de los sueños que
nunca se hacen realidad.
Miré
por la ventana y el cielo estaba gris y pesado, como a punto de
llover.
Y
llovió. Unas gotas tan gordas y pesadas que martilleaban contra los
adoquines de la calle que ahora nadie pisaba.
Me
fijé bien y otros como yo, observaban las gotas tras los cristales
en sus casas. Entre asustados e inquietos. Ninguno se atrevía a
pisar la calle.
No
había vestidos de flores, ni pajaritos piando, ni bolsos de rafia.
Mi local seguía cerrado, con los plazos de pago a punto de expirar y
mi cuenta corriente en peligro de tornarse en números rojos
Me
levanté pesadamente y me estiré, intentando espabilar. Déjate de
películas, que esto no es Hollywood… me reñí yo misma.
Fui
a la cocina a comer algo. De paso, ordené el armario de los
cachivaches, saqué la cafetera y me hice un café bien cargado; a
ver si con los ojos abiertos paraba de soñar con tonterías
imposibles.
El
café recién hecho dejó un aroma a hogar y realidad en mi cocina
que me hizo bajar de mi paseo por las nubes.
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