He
vivido en muchos lugares, quizá demasiados. O tal vez no ¿Cuántos
son demasiados para una vida? Siento que en cada uno de ellos he
dejado una huella de mí misma. Y a la vez me he llevado marcas y
señales que me acompañaron hacia los siguientes destinos.
Aunque
nunca los consideré mi casa, ni mi hogar, ni mi rincón. Porque
siempre estaba de paso. Todo lo miraba con mis ojos de nube gris,
solitaria y huidiza. Cuando me iba a un lugar nuevo lo dejaba todo
allí. O lo vendía o lo regalaba. Mi mochila no pesaba y yo seguía
mi camino, sin prisa, pero sin pausa. Con las lógicas preocupaciones
de procurarme un sustento y un techo donde cobijarme por las noches.
Era una nómada moderna, mi sombra aparecía y desaparecía sin
previo aviso.
Y
me gustaba esa vida, sin reglas, sin explicaciones, con todo el
margen de maniobra para mí misma, dentro de mi nube.
Los
años y los lugares fueron pasándome por encima. Y de pronto me vi,
a mis cuarenta y tantos, en medio de una nube que se hacía cada vez
más grande y más gris, caminando sola en una ciudad cualquiera en
la que nada me ataba. Sin ganas de parar para sentarme en un sofá
anodino, ni poder abrazar a alguien al que contarle que mi día había
sido una mierda. Porque nadie me estaba esperando.
Y
decidí volver a mis orígenes. Pero después de tanto trotar por el
mundo no recordaba cuáles eran. Tanto me había movido que se habían
borrado mis huellas hacia el hogar de partida.
Quise
desandar el camino buscándome, reaprendiendo
y reconociendo quién era yo, y entonces me tropecé con Él. Él,
sus ojos color café, sinceros, bien abiertos a la vida, su hablar
sereno. Sus raíces y sus recuerdos del hogar primero siempre dentro
de su mochila, siempre a mano.
Supe
que era Él con quien me gustaría pasar las tardes descansando en el
sofá. Reaprendiendo
a vivir en una casa. En un hogar que fuera mío, suyo. Y nuestro. Él
sería mi familia, me acompañaría en mi camino de vuelta.
Una
semilla creció en mí, en nosotros, con nosotros y la ilusión de
crear nuestra propia casa se hacía más grande y estaba más cerca.
Pero
no pudo ser. Demasiado bonito para formar parte de mi historia, que
aún estaba por recuperar en mi memoria. Todo se apagó unos meses
después.
Tal
vez era empezar la casa por el tejado. O no me correspondiera a mí
ser madre. Ni a él ser padre. Conmigo.
Pensé
en abandonar la idea. Todas las ideas que tuvieran que ver con casa,
hogar, familia, raíces...
Pero
sus ojos color café llenos de lágrimas se miraron en los míos, la
nube gris amenazaba tormenta eterna. Y vi tristeza. Pero también vi
esperanza tras la cascada de lágrimas.
‘Es
difícil, lo sé.’, me abrazó y me susurró ‘Lo superaremos y
pronto veremos salir el arco iris otra vez.’
Mi
llanto fue secándose, al tiempo que yo creía estar seca por dentro
también. Mi nube densa y gris se instaló en mi cabeza y en mi
corazón.
Sin
darnos cuenta nos vimos envueltos en una espiral mortal: demasiadas
prisas, plazos inaplazables, trabajos de usar y tirar, atascos,
broncas de altas esferas, enfermedades, la enfermedad con nombre y
apellidos, la muerte a todas horas, discursos vacíos, cuarentena,
alarma, la calle desierta, insomnio, montones de telebasura,
telediarios catastróficos, desbarajuste en las altas esferas,
teletrabajo en pijama, despidos, pérdidas, vagas promesas, luto,
listas de espera y desesperación...
Tocaban
malos tiempos para la vida en las casas de todos. Y más aún en una
casa que aún no lo era.
A
pesar del esfuerzo, quizá no lo planteábamos de la manera correcta,
quizá yo era alguien destinado a ser nómada, un culo inquieto, una
solitaria, de por vida.
Muchas
dudas, pocas certezas. Querer a veces no era poder. Chasquear los
dedos y ¡Chas! No. No parecía posible. La magia había muerto en un
mundo cada vez más enfermo y al borde del abismo.
Pero
Él no se rindió. Luchó él, por mí, por nosotros, conmigo, a mi
lado. Y la esperanza creció de nuevo, pequeñita, sin hacer ruido. Y
una pequeña Luz se instaló entre nosotros. Y nuestras miradas, de
café y de nube gris, se miraron de frente y todo volvió a tener
sentido.
Llovía
el día en que mi niña vino al mundo, en un hospital en el que la
Muerte era visitante demasiado habitual. Al mirar por la ventana de
mi habitación sentí el calor del sol y vi salir el arco iris. Y
recordé sus palabras serenas entre tantas lágrimas.
Volvimos
a llorar, esta vez por nuestra alegría, los tres juntos. Nuestras
huellas y señales formarían, al fin, un hogar lleno de Luz, y dando
los pasos correctos llegaríamos a nuestra casa.
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