El
sol pegaba fuerte y nadie llevaba protección. Claro, no era verano,
pero lo parecía. Aunque a veces las nubes podían con él. Y la
sombra que daban te evitaba quemaduras o soponcios en medio del
olivar.
Las
líneas de los árboles se extendían hasta más allá de la vista.
Hileras perfectas, todas iguales. Pero cada árbol era distinto.
Recuerdo esos troncos fuertes, ásperos y nudosos, y las ramas
cargadas de finas hojas que te pinchaban por todas partes y aceitunas
de todos los colores, listas para ser estrujadas para conseguir el
reconocido, y muchas veces vilipendiado, aceite de oliva virgen
extra.
De
vez en cuando, cansada de subir cuesta arriba, me escondía tras un
olivo, uno cualquiera, y miraba a los demás: mis padres, mis primos,
mis tíos, media familia desperdigada, moviéndose de un lado a otro.
Y pensaba ‘¿Y si me quedara aquí quieta y jamás me encontraran?
Podría buscar un olivo grande, con el tronco lleno de ramas y huecos
y hacerme una casa.’
Pero
al grito de ‘¡Aquí hay espárragos! ¡Y de los gordos!’, me
despertaba de mi idílico sueño de vida salvaje y solitaria. Y
corría como podía, entre los terrones de tierra removidos por los
tractores, en busca de un olivo ‘bueno’.
Cuando
encontrabas tú misma un espárrago gordo era lo mejor. Una sensación
de victoria y felicidad. Y que mi padre confiara en mí y me dejara
el cuchillo o la navaja y que yo misma la hundiera en la tierra,
sacando con mimo el tallo verde. Me sentía mayor agarrando algo que
era peligroso y que los niños no solíamos usar.
Había
tardes en las que encontrábamos muchos. Otros días, los más,
cuando nos cansábamos de pincharnos con las ramas y las matas de
hinojos a los pies de los olivos, abandonábamos la ‘caza del
tesoro’ y salíamos a los caminos sin asfaltar a dar paseos al sol.
Que mordía nuestra blanca piel del largo invierno.
Y
regresábamos, llenos de tierra, polvo, pinchazos y algún bicho que
moriría antes de llegar; agotados y con el coche lleno de preciosas
flores del campo y algún espárrago que no abultaba ni el grosor de
un dedo. Las flores casi nunca olían, pero daban color al jarrón de
la mesa del salón en el que, unos días después, empezarían a
pudrirse y morirían.
Otro
día iríamos de nuevo a disfrutar del campo y a cortar más flores.
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