La tentación no vive arriba y algunos perros deberían regresar al infierno - Esperanza Tirado

                                         Resting beagle dog on the couch. Beggingly looks at the owner. Pets. Foto de archivo - 149366862


Las maletas abarrotan el estrecho pasillo entre la puerta del piso y el ascensor. Un perro pequeño ladra inquieto. Dos adultos y dos niños se hacen hueco entre el equipaje.
Marilín se puede quedar contigo. Y os cuidáis, ¿Vale, papá?
Eso, cariño. Así no estás toda la tarde tirado en el sofá. Y sales un poco a que os de el aire. Y riega las plantas cada tres días. Que no se te sequen, que el balcón se queda sin vida. Y da mucha pena. ¿Te acordarás?
El adulto varón mira al perro que sigue ladrando insistente. Tal vez es ‘su hora’ de salir, pero con los preparativos de último momento, nadie se ha acordado de bajarlo a la calle. No es la primera vez.
La mujer adulta mira al varón que tiene enfrente. Se teme lo peor a la vuelta. Platos sin fregar, desorden general, polvo acumulado en todos los rincones y perro rebuscando en los restos de basura. Pero su madre ha sufrido una aparatosa caída, vive sola y no tiene quien la atienda en la casa del pueblo. Y meterla en una residencia, tal como están las cosas, no entra en sus planes.
Vaya vacaciones le esperan en el pueblo. Con el calorón, las moscas y el botijo. Pero madre no hay más que una y…
¡¡Mamaaaá…!! ¡Venga, que nos vamos ya!
Los dos niños, vestidos con equipaciones deportivas futboleras, saltan entre las maletas, inquietos. Necesitan salir de casa, correr, respirar aire sano. Después del encierro están hiperactivos. Casi no han podido ver a sus amigos, en similares situaciones. Apenas tres salidas al parque, en overbooking estos días, y con precauciones extremas.
Ella los mira. Ojalá pudiéramos tener unas vacaciones normales, en la playa, como todo el mundo, piensa. Pero este año es imposible.
Él mira a sus hijos, entre triste y aliviado. Odia los parques con toda su alma. Odia el teletrabajo, sin horarios, obligado a una disponibilidad completa. Y odia, aún más si cabe, a Marilín, ese perrucho infecto que los miraba con pena desde el refugio de animales donde lo adoptaron como regalo navideño. Menudo regalo envenenado y apestoso. Y mira a su esposa con gesto vacío.
Y ahora se queda él en casa con ‘eso’, de Rodríguez, por las circunstancias.
Su suegra, una bendita, seguro que le echará de menos. Era de los pocos que le agradecía sus migas, sus madalenas, su licor de café y sus torreznos cuando llegaban cada verano, previo paso antes de la playa. Y qué siestas más buenas se echaba después.
Pero ya no podrá ser. Aunque el viaje siempre era un caos. Como el de estos momentos. Maletas, bolsas aparte, me llevo esto, mete eso otro por si acaso, más juguetes no que el maletero no es de chicle… Y carretera y manta.
Este año ordenador, sofá y terraza. De casa. Y una vuelta a la esquina para que Marilín haga sus cosas y vuelta. Porque en las de los bares no se fía todavía. Y llevarse a Marilín para que le ladre a cada sorbo no lo ve claro.
Ni aunque la disfrazara con un vestido blanco y vaporoso como en la película aquella. No, ni su vecina de arriba tampoco se parece en nada a la rubia y despampanante prota. Esa verruga no es nada hollywoodiense. Ni tentadora en absoluto.
Pensado en sus planes de Rodríguez en horas bajas, nota que su esposa le habla y le da consejos, indicando el color del túper de las hamburguesas congeladas y las instrucciones de la lavadora. O algo parecido. Él asiente, distraído, mientras Marilín sigue ladrando.
Sus hijos le abrazan y casi aplastan a ‘su Marilín, que cuánto te vamos a echar de menos, chiquitina… el pueblo te iba a encantar…. ¡Adiós papá!’
Una última mirada preocupada de ella a su hogar y la puerta se cierra.
Él se queda, con cara de besugo, perdido y mustio. Marilín a su lado sigue ladrando, pero cada vez más bajito.
Él sueña con escabullirse alguna tarde e irse de cañas con los compañeros de trabajo y algún amiguete aún soltero. Pero su no tentadora vecina es muy dada a informar vía whatsapp a todas sus convecinas. Ya antes de los tiempos del confinamiento era mucho de asomarse a ventanas y balcones a charlas con las vecinas, haciendo comunidad. Y esa sororidad se ha hecho aún fuerte, a base de intercambios de recetas de dulces, chismes y otros consejos acerca de maridos ajenos y vida sana.
El Rodríguez maldice las nuevas tecnologías. Maldice la vida en los bloques de pisos donde todos se echan una manita. Y maldice a Marilín, su perro, que ahora ladra sin ruido mientras le mira con ojos vidriosos. Una eterna tarde de sofá les espera. Y un verano muy largo.












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