Me llamo Rodrigo Aquilino
Rodríguez Martínez, tengo 57 años y soy albañil. Esta es mi carta
de presentación, nada del otro mundo, como pueden ver. Mis padres no
fueron muy originales al bautizarme. Como Rodrigo Rodríguez sonaba
fatal, mi padre se empeñó en meter en medio el Aquinilo, que era el
nombre de su propio padre, mi abuelo, aunque no resultó, porque
siempre fui Rodrigo Rodríguez para diversión de unos y asombro de
otros. Mis compañeros de vez en cuando se burlaban de mí, con
cariño, eso sí, diciéndome que a ver cuándo me quedaba unas
vacaciones de “rodríguez” y así hacía honor a mí mismo. No
les faltaba razón y un día lo conseguí, aunque para que entiendan
bien el asunto voy a contarles la historia desde el principio.
Estoy casado con Aniceta
Canales y tenemos un hijo de quince años. Nos casamos ya teniendo
una edad. La madre de Aniceta y la mía eran amigas íntimas de
jovencitas. Cuando la suya se casó se fue a vivir al pueblo de al
lado, pero siempre conservó la amistad con la mía, por eso yo
conocía a mi mujer desde siempre. Aniceta y yo fuimos haciéndonos
mayores a la par. Ella vivía con sus padres y yo con mi madre, pues
mi padre falleció cuando yo era muy niño.
Hace unos años después de
pasar una larga temporada en el paro, me salió un trabajo en la
capital. Mamá estaba muy mayor y yo no quería dejarla sola, mas
ella insistió en que me marchara, que era un buen trabajo y una
magnífica oportunidad para hacer cuartos, pero me aconsejó, no
obstante, que me buscara una mujer con la que casarme para así tener
alguien que me atendiera en la ciudad, puesto que yo era un inútil
para las tareas domésticas, palabras textuales. Me habló de la
Aniceta, que se acababa de quedar sola, y era una buena muchacha.
Aniceta no era ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni rubia ni morena,
ni gorda ni flaca, era una mujer que pasaba desapercibida de una
manera alarmante, pero tal vez fuera lo mejor. A mí nunca se me
hubiera pasado por la cabeza casarme con ella, pero tampoco me
pareció tan mala idea, así que siguiendo los consejos de mi madre,
le pedí matrimonio, sin noviazgo ni nada, para qué perder el
tiempo, y aceptó enseguida, como si estuviera esperando mi
proposición desde siempre.
Así pues contrajimos
matrimonio e iniciamos una nueva vida en la ciudad. Yo comencé a
trabajar de encofrador. Eran los años previos a la burbuja
inmobiliaria y ganaba mis buenos dineros. Tuvimos a nuestro único
hijo, Perico, que nos salió un poco idiota, pero ese es otro tema, y
todos los veranos nos íbamos de vacaciones a Benidorm. A mí la
playa nunca me gustó, pero a Aniceta le encantaba, se pasaba el día
tirada en la arena, o de compras, o sentada en un chiringuito
bebiendo cerveza y hablando sin parar. Yo iba detrás de ella como un
perrito faldero, si había que estar en la playa me ponía debajo de
la sombrilla y dormía, si había que comprar le acarreaba las
bolsas, si había que beber, bebía y si tenía que comer comía, así
eran mis vacaciones.
Cuando la burbuja inmobiliaria
estalló las cosas cambiaron. Mi sueldo dejó de ser tan boyante y
hubo que hacer algún recorte en gastos superfluos, el primero, las
vacaciones. Benidorm dejó de ser nuestro destino y no nos quedó
otra que pasar el mes de verano en el pueblo, en casa de la hermana y
el cuñado de Aniceta. Yo no los soportaba, ni a la una ni al otro.
Ambrosia era una mujer desagradable, altanera, marrana y repulsiva.
Le faltaban unas cuantas piezas dentales, su pelo era una mata de
grasa, despedía un olor extraño, como a rancio, aunque duchar se
duchaba todos los días, debía de ser su piel de arpía que soltaba
aquel aroma embriagador por naturaleza. Me miraba retorcido y siempre
estaba dispuesta a criticarme. Su marido, Arbaces Colmenares, era
parecido, pero peor, puesto que además todo sabía y entendía.
Insoportables. Para colmo de males tenían una gata, llamada
Ercolina, que me tenía manía la muy hija de puta, y no hacía más
que arañarme en cuanto se le presentaba ocasión. En resumen, que si
para mí las vacaciones en Benidorm eran jodidas, en el pueblo eran
una verdadera tortura.
Pero he aquí que este verano
se me presentó la ocasión para librarme de las putas vacaciones y
encima cumplir mi sueño de quedarme de “rodríguez”. La empresa,
ya superada la crisis, volvía a tener mucho trabajo y el jefe nos
reunió una tarde para decirnos que de momento vacaciones nada de
nada, que era urgente terminar unas tareas importantes y que durante
el mes de agosto había que trabajar al menos por las mañanas, que
luego a partir de septiembre ya se vería lo de las vacaciones.
Aquellas palabras me sonaron a Gloria divina. Aniceta y Perico se
marcharían para el pueblo en Agosto y yo me quedaría solo en casa y
a mi bola.
Poco me duró el entusiasmo.
Aquella misma tarde, antes de terminar la jornada, mi jefe me llamó
a su despacho, o debería decir a su cuchitril, pero eso da lo mismo,
y me dio una “fantástica” noticia. Puesto que yo era el más
antiguo en la empresa, y trabajaba como un negro, yo sí tendría
vacaciones en agosto. A tomar por culo mis planes.
Mientras regresaba a casa iba
pensando en mi mala suerte. Para una vez que iba a poder cumplir mi
ilusión de quedarme en casa de “rodríguez”, va el capullo del
jefe y me da vacaciones pensando que me hace un favor.
Aquella noche no pude dormir
pergeñando un plan que me permitiera quedarme en la ciudad, y sobre
la mañana se me ocurrió lo más fácil: mentirle a Aniceta
diciéndole que, como todos mis compañeros, yo también tendría que
trabajar en agosto. Y no esperé mucho. Faltaban seis días para las
vacaciones así que no era cuestión de retrasar la noticia. Se lo
tomó mejor de lo que pensaba. Total, ella en el pueblo estaba en su
salsa y a mí me prestaba más bien poca atención. Me hizo prometer
que iría a buscarla al finalizar el mes y así lo hice.
Y comenzó mi mes de
“rodríguez”. Vaya, delicia. Me levantaba tarde, salía a dar un
vuelta, tomaba un café o dos, leía el Marca, otro paseo, a casa, me
comía las delicias que Aniceta me había dejado en la nevera, me
dormía una siesta, veía la tele, tomaba cervezas.... Aquello duró
una semana, al cabo de la cual me di cuenta de que las provisiones de
mi mujer se habían agotado. Quise freír un huevo y me saltó el
aceite a un ojo. Tuve que ir a urgencias y de allí salí con el ojo
vendado. Los platos, vasos y demás utensilios de cocina ya no cabían
en el fregadero, me pasé toda la tarde fregando, secando y
colocando. Ya no tenía calzoncillos ni camisetas, me di cuenta de
que había que poner la lavadora de vez en cuando, lo intenté, pero
uno de los botones terminó rodando por el suelo. Una noche me quedé
dormido con el cigarro en la mano, cosa que mi mujer siempre me
recriminaba, el que fumara en la cama, y desperté oliendo el humo
que salía del colchón, ni que decir tiene que fue a parar a la
basura y tuve que comprarme otro, cuatrocientos euros del ala que me
cobraron, también tuve que comprar sábanas nuevas, a ver cómo le
explicaba yo a Aniceta aquellos dispendios con útiles del hogar que
en realidad no hubieran sido necesarios sino fuera por aquel
desastre. Por no hablar de la mierda que pululaba por toda la casa,
de las bolsas de basura, fundamentalmente con latas de cervezas, que
se acumulaban en la cocina, de la capa de polvo que tenían los
muebles, del olor a pis del cuarto de baño.... creo que no voy a
seguir. Estar de “rodríguez” me hizo darme cuenta de que yo era
un puto desastre y de lo mucho que echaba de menos a mi Aniceta, así
que no me lo pensé mucho más. Contraté a una empresa de limpieza
que me dejó la casa como los chorros del oro, fui a una agencia de
viajes y me saqué dos billetes de avión a Mallorca, la ilusión de
mi mujer. Después la fui a buscar al pueblo, le dije que la quería
mucho y nos fuimos de viaje. Perico se quedó con los tíos, total,
era igual de idiota que ellos y estaba muy a gusto. Aniceta alucinó
no solo por el estupendo viaje que nos marcamos y por los estupendos
polvos con los que la obsequié todas las noches, sino porque al
regresar y comenzar de nuevo la rutina, yo había aprendido la
lección, algo que nunca le confesé, y comencé a fregar los
cacharros, a sacar la basura por las noches, incluso a plancharme las
camisas... vamos, a cumplir con mis obligaciones hogareñas, como
tiene que ser.
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