Martes y trece - Pilar Murillo

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Como cada mañana me levanté sin saber en el día que vivo, bueno decir esto es generalizar bastante, pues a veces, por lo que sea, ya por poner la radio o ver televisión, o fijarme de verdad en el móvil, sé la fecha en la que me encuentro. Por lo general me acompaña una despreocupación y una falta de interés en todo lo que es el paso del tiempo. Porque debe estar instalado en mi subconsciente que el paso de los días hace que mi cuerpo se oxide lentamente. Bueno estas son mi elucubraciones.

Como fuere yo no sabía qué día de la semana ni que fecha era. Me preparé un café y antes de nada la taza se me resbala de la mano y se rompió en mil pedazos, fui a barrer y el mango de la escoba se salió, estando agachada me levanté y me di un golpe en la cabeza con la mesa de la cocina.

¿Qué me estaba pasando? Entonces cogí mi móvil y vi que era martes trece. “Ni te cases ni te embarques” dicen las tradiciones. ¿A qué es debido este cumulo de acontecimientos nefastos? ¿Sólo porque en martes y trece dicen que se tiene mala suerte? Martes es Marte, el dios de la guerra romano y un martes trece dicen que se produjo la confusión de las lenguas en las torres de Babel. ¿Y ya está? ¿Me voy a quedar con explicaciones que no son ciertas más que en las tradiciones orales?

Poniéndome a analizar, me di cuenta de que todo lo que me había pasado había sido por la falta de sueño, por una falta de ganas de levantarme y hacer nada y cuando eso ocurre es fácil que te ocurran accidentes caseros.

Un martes y trece es como cualquier otro, si quieres atribuir la falta de tu concentración a una fecha porque tradicionalmente alguien dijo que daba mala suerte, seguirás sin evolucionar. Yo voy a avanzar.

 

 

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Al aire - Marian Muñoz

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 Estaba enfadado y muy furioso, aquel cheque apenas cubría los gastos médicos del accidente y el juzgado tasaba su tara en una ridícula cifra.

Estaba enfadado y muy furioso, tanto que no podía controlarse y la rabia le hizo arrojar al aire el maldito cheque.

El destino aún más cruel hizo que el cheque volador aterrizara desafortunadamente en el interior de la chimenea encendida.

Enfadado y furioso intentó rescatarlo del fuego, pero el papel reseco ardió rápidamente.

 

 

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Mi chimenea me relaja - Cristina Muñiz

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Mi rabia se esfuma por la chimenea. Cuando me siento mal, cuando me sacan de quicio, aguanto la rabia hasta llegar a casa y una vez allí, meto la cabeza dentro de la chimenea y grito. Grito como si me estuvieran desollando vivo. Y resulta. No hay nada que consiga relajarme más. Pero la última vez mi chimenea se derrumbó sobre mi cabeza, aunque logré salir ileso. Además, como si se tratara de un castillo de naipes, las chimeneas de mis vecinos también se fueron desplomando sobre los tejados, salones y aceras. El técnico habló de defectos de construcción agravados por la temporada de lluvias y vendavales que estábamos padeciendo. Algunos vecinos comentaron haber escuchado a menudo unos ruidos extraños que parecían venir del más allá, a lo que el técnico no le dio la más mínima importancia. Así que mis vecinos estaban inquietos por mis gritos ¡Bien! Eso aún me aliviaba más. Es lo que tienen los adosados, con sus paredes pegadas, sus jardines pegados y sus chimeneas pegadas por no sé qué sistema que no logré entender por mucho que me explicaron. He de aclarar que soy de Letras. Y que, pese a todo lo anterior, aunque durante un tiempo me contuve, en el día de hoy, irritado por asuntos de trabajo, cabreado por un incidente de tráfico e indignado por la cagada de un perro que acabó en mis zapatos, esperé la llegada de la medianoche, metí la cabeza dentro de la chimenea y pegué un grito tan gigantesco que yo mismo me asusté. Ahora, los vecinos de mi fila de adosados, están mirando por la ventana, inquietos e incluso aterrados, algunos con las caras deformadas aún por sus pinturas de Hallowen.

 

 

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Abraza tu rabia - Dori Terán

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 La mirada inquieta y penetrante se posaba sobre las llamas que en un chisporroteo constante y desigual realizaban un misterioso baile dotando a la fogata de formas energéticamente vivas.

Marisa había vivido muchas veces la esencia de la felicidad sentada en el viejo sillón de mimbre apostado frente a la chimenea. También la tristeza de esos días en que la existencia nos hace experimentar dolor, esos días donde se esconden el vino y las rosas y el color se torna niebla y humedad.

Hoy un sentimiento desconocido embargaba su emoción, trataba de identificar que le estaba pasando, ¿Era pena?, ¿indignación?. Lo único que acertaba a entender era que cada vez estaba más acalorada, irritada y colérica y se recreaba en ello, era su derecho. Estalló en una conversación con la llama que en su danza se le antojó un hada hacedora de magia.-“A ver explícame tu qué demonios le ha ocurrido a Mateo para enamorarse de esa farandulera de Laura. Como ha podido cambiar lo nuestro por ese amorío vergonzante y escandaloso”. El fuego se retorcía pareciendo darle una respuesta. Dos llamas reían mientras se abrazaban, se soltaban, se volvían a abrazar…era el ritmo del amor apasionado y divertido. Era el amor de Mateo y Laura.

En la locura de sus elucubraciones Marisa fue presa de una furia indómita que llegó a provocarle humo en los ojos y entre resoplidos y maldiciones cogió el balde de fregar y llenándolo de agua lo lanzó contra el fuego con toda la fuerza y pasión del corazón herido y el cerebro ciego y sin juicio.

La lumbre respondió con una pequeña explosión que parecía resistirse al fin del idilio y las cenizas del amor quemado volaron en una nube de polvo que caló a Marisa desde la cabeza a los pies dejando en su boca un sabor pastoso y seco y una herida profunda en su espíritu.

Tal vez la vieja chimenea quiso hacerle sentir a que conduce el cultivo de la rabia. Apenas recobró la lucidez entre el llanto y el agua de la ducha, comprendió y se prometió a si misma que cuando la embargase la rabia ante cualquier aflicción, la tomaría en su alma como una madre toma en brazos a su bebé y lo mece con una nana para dormirle, ella entonaría letras y notas de sensatez y paz.

Adora Dori

19 de Octubre 2022



 

 

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Sueños de diseño - Esperanza Tirado


 


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Por más que grita, desgañitándose, no es capaz de soltar toda la rabia acumulada que le han dejado en el cuerpo las promesas de los guapos hermanos constructores. A los que ya no ve tan guapos. Aparte de que han hecho adelgazar su cuenta corriente, que está bajo mínimos históricos.

Pero desde que puso la vista en aquella casa, ‘única, para darse un capricho’, según rezaba el anuncio de la inmobiliaria, no pudo resistirse y se tiró a la piscina. Sin agua, porque aún no la habían construido.

Su maravillosa casa soñada, de diseño de revista, se quedó en un esbozo de ordenador, traspasado a un telón; que hacía las veces de valla ante ojos indiscretos. Los suyos incluidos.

Su dinero voló, su casa se convirtió en su ruina, su paciencia se fue lejos. Y los hermanos desaparecieron de su vida, trepando chimenea imaginaria arriba, cual malvados Papás Noeles. Volatilizando así sus sueños de diseño vanguardista.

De vuelta a la casa de sus padres, en su diminuta habitación de adolescente, llena de posters de otros que también eran guapos y que ya tampoco existen, sigue ojeando revistas de decoración, con el alma dolorida por lo que no pudo ser.

A pesar del engaño, a pesar de la rabia que aún no ha terminado de fluir, sus sueños de diseño de interiores continúan latiendo insistentes.

Paciencia, vuelve, susurra ella, cada vez que pasa una hoja y suspira deleitándose en un diseño más maravilloso que el anterior.


 

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Y a nadie le importa - Marga Pérez

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Ella decidió, después de años frente al televisor, que no volvería a ver noticias, ni programas de tertulia política, ni debates. Tampoco volvería a leer periódicos, ni a escuchar la radio, ni a admitir watsaps que la alteren, ni hablaría, además, con quienes no fuesen tolerantes ni tratasen de ponerse en su lugar…

La rabia es mucha. Está cansada de ir contra corriente, de sentir que está siempre en el mismo punto… de ver que nada avanza.

En medio de la rabia decidió cambiar el televisor por la contemplación de las llamas. Dormita frente a la chimenea y a ratos lee y se evade del malestar de su inoperancia . Sabe que todo irá a mejor. Sabe que sólo es cuestión de tiempo. Lo sabe… puede esperar.

 

 

 

 

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El último adios - Pilar Murillo

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Me llamo Saladina Escribano. Me acabo de separar de mi novio, bueno hace ya un año durante el cual estuve hundida.

Conseguí salir de aquél estado de tristeza y decidí mudarme a otra ciudad. Todo lo que fuese para enterrar el pasado.

En esta ocasión decidí vivir en una casa a las afueras de la ciudad, concretamente donde termina y comienza la aldea.

La casa era una ganga, era de principios del siglo pasado, demasiado grande para mí sola, pero siempre me han gustado las casas indianas.

La primera noche que pasé en ella había ruidos, pero me dije a mi misma que las casas viejas donde hay mucha madera meten ruido como si tuviesen vida propia.

Al día siguiente comenzaba una señora para ayudarme con la limpieza y me comentó que ella no dormiría jamás en una casa tan grande. Ni caso le hice, yo soy bastante escéptica para esas ideas de fantasmas, siempre encontré una lógica para todo ello.

Dentro de mi apareció la rabia hacia mi expareja. Estaba pasando de la negación a ese sentimiento de querer odiarlo.

Lo que voy a relatar va a parecer increíble porque yo misma no lo creería si no lo hubiese vívido.

Aquél día de otoño hacia bastante frío y hacia las ocho de la tarde comenzó una fuerte tormenta.

Había una chimenea en la biblioteca. La estancia era amplia, situada en el piso de abajo donde decidí ponerme a leer después de meterme entre pecho y espalda unos suculentos manjares. (Ensalada mixta). Tenía encendida la chimenea desde las siete de la tarde. En poco tiempo calentó la biblioteca.

A un metro del fuego y a tres cuartos frente a él había colocadas dos butacas de piel en color marrón. En una de ellas me había sentado a leer, y no sé cuándo me quedé dormida. Desperté con las doce campanadas de un reloj que desde hacía un mes que vivía allí, jamás había sonado, es más no funcionaba. Luego miré a la butaca de al lado y allí estaba Pablo, mi ex. Me sobresalté pero no pude articular palabra. Sentí un frío helado a pesar de que aún había rescoldos. Tenía que ser visible mi incómoda al verlo. Me sorprendí a mi misma quedándome muda. No pregunté qué hacia allí, me limité a quedar con cara de tonta y a escuchar, porque inmediatamente comenzó a decirme que necesitaba que lo perdonase por el daño que me había causado, que la vida es un soplo de aire y no merece la pena estar enfadados. Luego me dijo adiós y lo acompañé a la puerta, yo misma se la abrí para que se fuese. Ni se acercó a darme un beso, cosa que le agradecí enormemente en ese preciso instante.

Al día siguiente la alarma de la radio se activó y seguidamente se oyeron las noticias. Lamentaban la pérdida del famoso escultor Pablo Trancazo que se había estrellado con su coche a la media noche en la autopista.

¿Soñé que lo vi a la hora de su muerte? ¿Lo vi realmente? Estas incógnitas las dejaré para mí. Solo yo sé lo que ocurrió.

 

 

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Cafés de media tarde - Gloria Losada

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La cucharilla de café cayó al suelo haciendo un ruido de mil demonios. Me quedé

 mirándola un rato, como si estuviera viendo un objeto extraño, porque extraño

 era el lugar de donde había salido disparada, de mi bolso al tratar de sacar un

 paquete de pañuelos que finalmenteno encontré. Me agaché y la recogí. Era

 bonita, antigua, con el mango repujado, aunque estaba un poco amarilleada tal

 vez por el paso del tiempo, o puede que fuera así. Le di unas cuantas vueltas en

 la mano mientras intentaba dilucidar cómo había llegado a mi bolso. No tenía ni

 idea y finalmente pasé del tema. Estaba demasiado cansada como para pensar

 en tonterías, así que tiré la cuchara en el fregadero y me fui directa al dormitorio

 para ponerme el pijama, hacerme luego algo de cenar y sentarme un rato en el

 sofá a ver la tele hasta quedarme dormida, como siempre. Desde hacía dos años

 trabajaba como traductora en una agencia. Había mucho trabajo y mis jornadas

 eran agotadoras, tanto, que la mayoría de los días ni siquiera me daba tiempo a

 comer en casa y lo hacía en un pequeño y acogedor restaurante que había cerca

 de la oficina. Cuando finalmente regresaba al dulce hogar lo hacía mentalmente 

agotada, sin ganas nada, mucho menos de investigar la procedencia de una

 cuchara. Pero cuando apareció la tercera cucharilla la cosa cambió. Ta

 pareciera  que me fuera a nacer una cubertería en aquel bolso. La segunda se 

me salió del mismo al sacar la cartera en el supermercado, la tercera la encontré

 yo misma al rebuscar un paquete de chicles. Las tres eran iguales, idénticas, con

 el mismo tono amarilleado y de tanto verlas acabaron recordándome algo, no

 sabía qué, pero era como si yo las hubiera utilizado en algún momento de mi

 vida. Lo que estaba claro es que alguien me las estaba metiendo en el bolso no 

sé con qué propósito, así que tendría que vigilarlo muy de cerca.


Durante el fin de semana me dediqué a hacer limpieza de objetos inservibles.

 Tenía elmueble del salón a reventar y estaba segura de que muchas de las cosas

 que contenía eran estupideces, pues yo era de las que guardaba por si acaso con

 demasiada frecuencia. Me puse a ello con brío y cuando abrí una caja de cartón

 que contenía viejas fotos me di de bruces con una que guardaba con especial

 cariño. Había sido sacada durante mis años de universidad, en la habitación de

 la residencia de estudiantes en la que vivía y allí estaba con Carlos, mi novio de

 juventud, tomando nuestro café de media tarde, como todos los días. Carlos y yo

 nos conocimos precisamente en esa residencia, aunque él estudiaba

 Empresariales y yo Interpretación. Nos caímos bien desde el principio y

 enseguida nos hicimos novios. Todas las tardes, entre estudio y estudio,

 hacíamos una parada obligada. Nos tomábamos un café y dedicábamos un ratito

 al descanso y a la charla. Fue así durante todos los años de carrera. Nos

 queríamos mucho y éramos muy felices, o al menos eso creía yo, porque cuando

 finalizamos nuestros estudios y cada uno regresamos a nuestras ciudades

 respectivas, que no estaban cerca, Carlos desapareció de mi vida. Gradualmente

 dejamos de tener contacto y un día me dijo que la distancia era un escollo difícil

 de sobrellevar y que era mejor dejarlo. Y lo dejamos. Yo lloré mucho y me juré a

 mí misma no volver a querer nadie. Si el amar a alguien llevaba consigo también

 sufrimiento yo no quería sufrir. Hasta entonces había cumplido mi promesa y

 aunque al principio mi odio hacia Carlos había sido visceral, con el tiempo

 aprendí a aceptar su abandono y a valorar solo los preciosos momentos que

 habíamos pasado juntos, que eran muchos, entre otros, aquellos cafés de media

 tarde. Y la foto que en aquellos momentos sostenía en mis manos era fiel

 testimonio de nuestra felicidad. Y la cucharilla que estaba posada en el plato que

 yo sostenía entre mis manos parecía igual a las que nacían en mi bolso.Me puse

 nerviosa solo de verla. La foto tenía bastante calidad, así que le hice a su vez

 otra foto con el móvil, la aumenté y... no cabía duda, era una cucharilla gemela.

 Pues muy bien... y qué. Ni que no hubiera por ahí cubiertos iguales a montones. 

Solo se trataba de una coincidencia. Ni yo conservaba aquellos objetos que se 

veían en la foto ni creo que Carlos lo hiciera y aunque así fuera, evidentemente,

 era imposible que las dichosas cucharillas fueran la misma. Así que nada,

 despaché el ramalazo de melancolía que me había entrado al ver a mi novio

 fallido y seguí a lo mío.


El lunes, al volver al trabajo, intenté no perder mi bolso de vista. Así hice durante

 aquella semana, después descuidé la vigilancia y lo cierto es que no aparecieron

 más sorpresas en su interior. Me olvidé del tema y me dediqué a disfrutar del

 verano que se avecinaba. Aquel año nos habían puesto jornada intensiva y

 teníamos las tardes libres. En agosto vacaciones. A tomar por saco las

  cucharillas. 

 

Pero en octubre, con el regreso a la rutina, apareció la cuarta cucharilla, y eso

 que había cambiado de bolso. Me lo tomé a risa y me entró una curiosidad

 tremenda sobre el quién y el porqué. Volví a vigilar y en el trabajo nadie se

 acercó a mi bolso, pero cual no sería mi sorpresa cuando un día, de regreso a

 casa, al sacar la tarjeta del bus, a su lado estaba la quinta cucharilla. Me entró la

 risa floja. Ya no sabía qué pensar, pero estaba empezando a tomar forma la idea

 de que alguna fuerza sobrehumana colocaba las malditas cucharillas en mi

bolso. La explicación fue mucho más sencilla. Todo cobró sentido cuando

 apareció la sexta cucharilla, esta vez no en el bolso, sino con el café que siempre

 me tomaba después de comer, en el restaurante. Nunca me hubiera imaginado 

que procedieran de allí, aunque en realidad fuera lo más lógico. En cuanto la vi

 encima del plato la identifiqué e inmediatamente llamé al camarero. Cuando se

 acercó lo sometí a un interrogatorio en toda regla.


--¿De dónde has sacado esta cucharilla?
--De la cocina.
--¿Y quién las mete en mi bolso?
--No sé de qué me estás hablando.
--Claro que lo sabes. Desembucha de una vez.


Y así estuvimos al menos cinco minutos, él que no y yo que sí. Hasta que alguien

 se sentó frente a mí. Era mi novio Carlos. Veinte años más mayor, con menos

 pelo, barba y gafas, pero la misma sonrisa picarona.


--Te reconocí en cuanto te vi –me dijo— y empecé a meterte las cucharillas en el

 bolso para remover tus recuerdos. Nuestro café de media tarde.... Qué felices

 fuimos. La verdad es que durante estos años no te he podido sacar de mi mente.

 Pero no pensé que te volvería a encontrar aquí, en Madrid y en mi restaurante.


No daba crédito. A nada. Ni a la estupidez de las cucharillas, ni a que fuera

 dueño de mi restaurante preferido, ni a santo de qué aparecía de nuevo en mi

 vida.

--Sí, muy felices, por eso me dejaste a la primera de cambio. ¿Y ahora qué

 pretendes? ¿Comprar mi amor con media docena de cucharillas?


Me miró con cara de idiota. Supongo que ni por asomo se esperaba mi respuesta.

 Me levanté y me fui, no sin antes llevarme la sexta cucharilla. No volví por el

 restaurante, fue lo que más me dolió. Las cucharillas eran de plata y un 

anticuario me dio una pasta por ellas. Fue el precio que le cobré a mi Carlos por

 haberme dejado sin los cafés de media tarde.

 

 

 

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Cosas que pasan - Marian Muñoz

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La cucharilla de café cayó al suelo pegando un par de botes antes de detenerse bajo la cama.

Sandra no la oyó.

Estaba ensimismada buscando en su memoria sentimientos de ternura y felicidad que habían motivado acercarse a Raúl, que la enamoraron y la conquistaron durante tantos años. Intentaba insistentemente navegar por los resquicios de su mente para poder una última vez revivir aquella sensación maravillosa que la hizo sentirse grande, poderosa, invencible, sentirse la mujer más dichosa que habitaba la tierra. Le estaba costando, sí, aunque no cejaba en el intento.

Cayó la taza al suelo rompiéndose en pedazos incontables, el ruido esta vez fue mayor.

Sandra seguía sin oír.

Continuaba tan abstraída rebuscando en su pasado que la mente hacía oídos sordos al presente, miraba sin ver y veía sin mirar, como si de un maniquí se tratara. Tampoco oyó el golpe de la cuidadora al empujar la puerta de la habitación y preguntar ¿Qué le pasa a Mario?

Entonces repentinamente Sandra salió de su ensimismamiento, la miró a ella y luego miró al hombre que tenía a al lado, su cabeza calva reposaba encima del plato que antes había soportado la taza y la cucharilla de café, la miraba de reojo inquisitoriamente cómo preguntando qué le había hecho.

Ahí fue cuando tras lanzar un grito se separó enseguida de la escena mientras la cuidadora intentaba reanimar al tal Mario, preguntándola nuevamente qué había pasado. Apenas pudo balbucir que no lo sabía, que creía que era Raúl quien estaba allí sentado porque aquella era su silla de ruedas.

La cuidadora mientras pedía auxilio a sus compañeras de planta respondió afirmativamente, es la silla de Raúl pero él está en su cama, ahí ¿no lo ves? tenía un poco de fiebre porque esta mañana le han puesto las dos vacunas y la silla de Mario la están arreglando.

Sandra le miró por primera vez en aquella tarde.

Su Raúl estaba allí, tranquilo, buscando en su mirada la respuesta a su sonrisa sempiterna instalada en su rostro desde hacía veinte años.

Sandra se derrumbó.

Salió de la habitación dando tumbos como si estuviera borracha. No había querido mirar a la cara a su marido, no había querido verle por última vez y se había acercado como cada tarde haciéndole compañía a la merienda, sólo que en esta ocasión iba a ser una merienda especial.

La dirección del geriátrico había comunicado que la mensualidad del mes siguiente iba a subir debido al aumento de costes por electricidad, alimentos, medicinas y fisioterapia. Todo subía, desgraciadamente la pensión de Raúl era la misma, apenas treinta euros más en enero de ese año y ella también tenía que vivir, tenía que comer algo más que patatas y huevos, hacía ya tres años que no probaba la carne ni el pescado y el último invierno tuvo que acostarse con las botas de descanso de la nieve, no podía costear la calefacción y el frío en casa era cada vez más insoportable. Ella aún estaba bien, deshecha por dentro, pero bien de salud y lo único que la enfermedad de Raúl le permitía era sobrevivir. Ante aquella subida se quedaría en la miseria y no podría pagar ni siquiera la comunidad del piso. Había solicitado ayuda a los servicios sociales quienes al valorar su vivienda le informaron que no tenía derecho a ningún tipo de subvención, que si no tenía más medios de vida vendiera el piso y se fuera a uno más pequeño.

¡Uno más pequeño! Pero si esta viejo y hace cuarenta años del último revoque, no me darán ni para un apartamento, les había respondido ¡cómo iba a vender su casa! ¿adónde iría entonces? Veinte años hacía ya del terrible alzhéimer que se llevó a su marido, porque él se había ido bien lejos pero su cuerpo aún estaba allí. Al principio pudo cuidarle, pero las duras jornadas empezaron a desgastarla y a no poder ayudarle más.

La habían convencido de ingresarlo en un geriátrico.

Ese geriátrico que se había llevado todos los ahorros de su vida por cuidarle, ese geriátrico que ahora pretendía echarla a la calle muerta de hambre para que su Raúl pudiera seguir en su pellejo unos años más.

Se había armado de valor, había rezado todo lo rezable y decidió terminar con él, bueno con aquel cuerpecito que le inspiraba ternura al sonreírla diariamente.

Por eso aquella tarde no le había mirado.

No quería que leyera en su mirada que sería la última vez que se vieran, la última vez de ayudarle a tomarse la merienda y al no querer mirarle lo había reconocido por la silla, se había sentado a su lado y le puso el veneno en su café, un veneno dulce y sabroso al que no haría ascos.

¡Pero que había hecho! ¡Señor, había matado a un inocente!

Echó a correr escaleras abajo llorando agitadamente, sus lágrimas apenas permitían ver los escalones, al llegar a la calle se arrodilló en el suelo sin parar de llorar. Familiares de los residentes se acercaron, la ayudaron a ponerse en pie y calmarla. No podía hacerlo, sólo ella sabía el grave daño inferido y no tenía perdón ¡había matado a un inocente!

La encargada supuso que haber estado presente en el momento del fallecimiento de Mario la había trastornado, llevaba cinco años acudiendo mañana y tarde para acompañar a su marido y era normal haber tomado cariño a Mario, su compañero de habitación. Le dieron un calmante y le pidieron un taxi para regresar a casa, era mejor que se tranquilizase pues ¡son cosas que pasan!




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Entonces sí - Cristina Muñiz Martín

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La cucharilla de café cayó al suelo y su sonido estridente rompió el silencio de la sala dejándonos petrificados. La mirada colérica de mi padre se clavó en mi hermano mayor que se levantó de la silla con extremado cuidado y después, a pasos cortos, se acercó al hombre que reclamaba sin palabras su presencia. El bofetón lo hizo trastabillar y le dejó los dedos marcados. Luego, regresó a su lugar en la mesa y esperó impasible a que la familia, envuelta en un mutismo doloroso, acabara hasta el último resto de los platos. Ya en la cama lo sentí llorar. Me deslicé entre sus sábanas y lo abracé. El correspondió al abrazo y nos dimos calor y aliento mutuo. “Vete a tu cama. Ya estoy bien”, me dijo al cabo de un rato. Cansado por la hora y por la tensión acumulada, quedé dormido de inmediato. Me despertaron los gritos de mamá. Confundido, busqué la figura de mi hermano en la cama vecina, pero estaba vacía. Corrí al dormitorio de mis padres y allí estaba mi hermano mayor, con la sangre de mi padre en sus manos. Le había clavado un cuchillo en el corazón. Permanecía de pie, ausente, ajeno a los gritos de mamá y a los lloros de mis hermanos pequeños; ajeno a los golpes en la puerta; ajeno a la llegada de los vecinos y de la policía. Lo vi alejarse esposado y custodiado por dos guardias, como si un chico de doce años pudiera ser un sujeto peligroso. Ha pasado ya un tiempo y tan solo su ausencia nos impide ser del todo felices. Mamá ha vuelto a vestirse guapa y a ir a la peluquería y a bailar en el salón con nosotros y a reír. Me gusta mucho la risa de mamá, es muy contagiosa y nos lo pasamos muy bien. Hoy, en la cena, a mi hermana pequeña, la quinta hija, se le cayó la cucharilla de café al suelo con la que estaba comiendo el yogur. Un escalofrío recorrió mi espalda al llamar con fuerza a mi mente los recuerdos del suceso de años atrás. Pero el monstruo ya no está, ha desaparecido, como si solo hubiera existido en una película de terror que ha llegado a su fin. Mi hermana se agachó y recogió la cucharilla sin miedo; ella era demasiado pequeña y no recuerda nada de nuestra vida anterior. Mamá solo dijo “Ve a la cocina y coge una limpia”. En esos momentos creí ver en sus ojos una expresión triste seguramente producida por los malos recuerdos. A veces llora, sobre todo cuando nos despedimos de mi hermano mayor tras las escasas visitas que nos permiten hacerle en el centro de menores. Pero ya solo falta un mes para que cumpla su pena. Ya solo falta un mes para que volvamos a estar todos juntos sin el monstruo. Y entonces sí. Entonces ya podré decir que formo parte de una familia feliz.

 

 

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¿Tu cucharilla vuela? - Dori Terán

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La cucharilla de café cayó al suelo y rebotando en la baldosa fue a parar a los pies del cliente de la mesa de al lado. Sandra quiso inútilmente detenerla cuando iba por el aire. Como mujer muy competente, en el plano de su actividad solía desarrollar más de una tarea a la vez. Eso de hacer las cosas de una en una simplemente, se lo dejaba a la inutilidad masculina. Echarse un café al cuerpo antes de entrar en el Banco la llevaba cada mañana a la cafetería Cielo Azul y en la mesa del rincón del fondo apartaba las flores que ornaban y desplegaba papeles y documentos de su carpeta con el afán de ir adelantando labor. Muchos días, más de uno de los papeles quedaba salpicado con gotitas de café. Y hoy con el calor del asombro puesto en los números rojos de la cuenta de Enrique, mientras revolvía apresurada el azúcar en la taza, la cucharilla voló imparable cuando la soltó bruscamente sobre la mesa. El otoño vestía la ciudad de un olor y sabor ventoso y húmedo. Seguramente quedaba poco tiempo de la caricia de ese sol pálido que iba cediendo protagonismo a la belleza de los árboles del parque que lucían sus más preciosos colores mientras regalaban al asfalto una alfombra de hojas. Sandra no lo veía. Tenía los ojos llenos de números, de debe, de haber, de transferencia, de recibos, de créditos…ese era su paisaje. Eficiente para el sistema, para la vida…ajena. Ni siquiera se levantó a buscar la cucharilla, el documento que tenía en sus manos captaba toda su atención y su mente actuaba como una calculadora veloz mientras su cerebro era incapaz de responder a las preguntas que la golpeaban en la cabeza y que invadían todo su ánimo como una pesadilla de incomprensión, de fastidio, de sospecha. Enrique era su marido y se encargaba de la economía de la casa y de las cuentas. Para Sandra suponía un respiro delegar ese cometido aun teniendo que oir las quejas de Enrique que solía recriminarle la misión con su frase favorita-“en casa del herrero cuchillo de palo”. Esta mañana laboral, Sandra decidió liberar a su marido del cometido, ella iba a repasar el balance del último semestre. Seguro que Enrique se lo iba a agradecer, llevaba un tiempo un tanto extraño, callado, taciturno, ni siquiera se quejaba.

Absorta en sus cavilaciones preocupantes ni se apercibió de la presencia de un hombre de pie junto a ella.-“perdón señora, esta cucharilla ha llegado a mis zapatos en un aventurado vuelo desde su mesa”-sonreía socarronamente. Sandra levantó los ojos y se encontró con un atractivo joven y aún desde su despiste manifiesto, la guapura del chico la impresionó.-“lo siento mucho, perdón si le he molestado”-le dijo en un susurro.-“tranquila, no pasa nada” contestó él depositando la cucharilla en el platillo de la taza y volviendo a su mesa. Desde allí cruzaron una mirada que a Sandra se le antojo burlona y una sonrisa afable. Pronto cesó la distracción en Sandra que consultando la hora en el móvil, recogió apresuradamente las hojas extendidas y cruzando la calle entró en sucursal.

La mañana transcurrió con lentitud y entre cliente y cliente y ella volvía a la consulta de la pantalla del ordenador donde nada más llegar a la oficina había abierto la cuenta conjunta que compartía con Enrique. Posaba la mirada una y otra vez, repasaba, analizaba las cifras ingentes de dinero que aparecían como gasto sin un concepto claro del mismo. ¡Enrique tendría que darle muchas explicaciones!. Era jueves y ese era el día de la semana en que tras el cierre horario de la agencia bancaria ella quedaba en el despacho desenvolviendo asuntos bursátiles que requerían prontitud y diligencia. La hora de las explicaciones se atrasaba a la par que la incertidumbre de su entendimiento se sobrecargaba de inquietud y miedo, de vertiginosa intuición de engaño y mentira. Tomó un ligero refrigerio en el Cielo Azul. A las tres de la tarde el ambiente de la cafetería invitaba al celebrar y compartir las muchas viandas apetitosas que debidamente protegidas estaban colocadas en la barra del bar. Apenas probó un sándwich de jamón y queso mientras marcaba en el teléfono el contacto de Enrique. Sin respuesta. Apuró el café con leche que había pedido y de vuelta a la oficina apenas pudo concentrar su atención en el mercado de valores que debía examinar. Estaba descubriendo que hay emociones en la vida que simplemente llenan el espacio total de la existencia y no dejan una sola fisura de entrada para otro sentir. La vida le estaba hablando. La robótica de su alma se rompía en una marejada de sentimientos que le mostraban la esencia humana más allá de los circuitos neuronales, químicos y matemáticos. ¿Es el corazón quién manda lo encerremos como lo encerremos?. Las primeras luces del ocaso vespertino alumbraban la ciudad cuando llegó a casa. Allí estaba Enrique, sentado en el orejero vintage de alegres colores y sujetaba con ambas manos la cabeza inclinada sobre el pecho. La miró y desde la sombra de los ojos culpables habló,-“Sé que has llevado hoy los documentos -suspiró triste y fatigado.- Ya no puedo más, ni puedo ni quiero ocultar lo que siento. Estela y yo…estamos juntos. Hay un nido de amor que va a ser nuestro hogar. He comprado y amueblado la casa a la que me iré con ella. No creo haberte robado nada, en esa cuenta estaba tu dinero pero también el mío.” Y con valentía levantó la cara. El mundo de Sandra giró vertiginosamente…Estela, su mejor amiga. Los partes de Incapacidad Laboral Transitoria empezaron a llegar cada semana al Banco con el nombre de Sandra Rincón Flores. Ya va para dos meses.

Ella se acerca cada mañana al Cielo Azul y pide un café con leche. Frente a su mesa un joven adonis del que ya conoce su nombre, Andrés, la mira, la sonríe, la guiña un ojo esperando que la cucharilla de café caiga al suelo. Y como si tuviera un resorte, la cucharilla otra vez vuela. El la recoge y se la lleva, se sienta a su lado y el destello metálico de la cucharilla alumbra la vida con su alegría y su pena. Sandra ha comenzado a sentir los colores de la naturaleza.


 

 

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Otras perspectivas - Esperanza Tirado

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La cucharilla de café cayó al suelo, dejando un eco extraño en la salita en la que mi familia y la de mi futuro prometido estábamos reunidos para terminar de afianzar el contrato. En efecto, querían venderme. O así lo veía yo.

El eco metálico ahogó mi respuesta a alguna pregunta dirigida a mí, y me abstraje, durante lo que yo pensé fueron un par de segundos, de la conversación.

De pronto me vi, desde una extraña perspectiva aérea, sentada en un sofá rococó, la mar de incómodo, vestida con un traje de satén, color verde menta, tieso y más incómodo que el sofá, con semblante pálido, cual muñeca de cera, y los labios pintados de rojo carmín; obligada por mi madre tres semanas atrás, bajo ‘pena de castigo de no pisar la biblioteca de tu padre jamás de los jamases’.

Y los vi a todos: A mis padres, a mis dos hermanos mayores, a mi hermana pequeña, a mis futuros suegros y a mi futuro marido, pomposamente vestidos, al igual que yo; y en sillones tan incómodos como en el que yo estaba.

¿De verdad nos habíamos reunido para ‘celebrar’ nuestros (MIS) futuros esponsales?

El ángulo de visión giró, como si yo moviera los mandos de algún aparato misterioso y le vi. A él, a mi prometido. Un intento de petimetre, embutido en un traje morado, bigotillo fino y rubio pelo ralo, sujetando una taza de té con el meñique estirado. Un gordinflas, venido a más gracias a los esfuerzos de su padre.

Mi futuro suegro. Gordinflas también, calvo del todo, adornado su elegante traje negro con cadena de oro para su reloj, gemelos dorados en las mangas de la camisa, y un alfiler de corbata de oro y tres rubíes; que le otorgaban, decía él, porte y distinción.

Según cotilleos de las criadas, que callaban como muertas a mi paso (qué casualidad) le había costado lo suyo subir peldaños hasta conseguir su sueño. Ya que empezó desde abajo, siendo un mozalbete de poco más de diez años, cargando y descargando sacos en barcos del puerto; y terminó dirigiendo un emporio de buques de transporte.

Que también incluía esclavos. Punto negativo gigantesco. Que su esposa, mi futura suegra, oronda ella como su parentela y siempre pañuelito de encaje en mano, intentaba minimizar con la frase ‘Benditos del Señor, pero fuera de esas selvas están mucho mejor, dónde va a parar...’

Algo crujió. Sería mi cuello, o el sofá, bajo el peso de tanto oro y tantos kilos.

Y vi a mi padre, fumando un puro de esos gordos que daban mucho humo y que apestaban la tapicería. Lo tenía prohibidísimo por mi madre, pero esta ocasión lo merecía todo, al parecer. Sonreía y fumaba mientras escuchaba las historias de su futuro consuegro.

Mi madre parecía cansada, o es que desde esta perspectiva los rostros se veían distorsionados. Disimulaba de vez en cuando bostezos con su abanico de nácar, regalo de bodas de mi padre, que siempre llevaba encima.

Ese sería uno de los beneficios de ser una mujer casada, me decía. Y yo pensaba, ‘Bueno, si lo vendo o lo cambio por libros al buhonero que viene al parque los domingos, a lo mejor saco algo positivo’. Pero, claro, ¿Cómo iba a decirle yo eso a mi madre? Se me hubiera caído al suelo de un soponcio.

Y seguía disimulando, porque su futura consuegra, como buena nueva rica se daba grandes aires, relatando sus veladas y bailes en las casas de grandes señoras de la alta sociedad. Lo que a mi madre molestaba soberanamente. Pero por una hija, lo que fuera. Y dejaba los bostezos y ponía su falsa sonrisa de perlas, que adornaba y engañaba a todos.

El petimetre gordinflón pareció decir algo, pero mi atención se dirigió a mis hermanos, ya hartos de formalidades. Deseaban estar en los billares del club, haciendo de las suyas y presumiendo de conquistas ante sus amiguetes. Pero, de nuevo, las obligaciones ante la familia estaban primero. Y le seguían las bromas al petimetre, con risotadas tan falsas como las de mi madre. Buena profesora, y buenos alumnos.

A la que aún no habían engañado, afortunada ella, era a mi hermana pequeña. Con su libro de cuentos y su chocolate miraba embobada a los reunidos.

Mi máquina de giros me ofreció una nueva perspectiva. ¿Quizá ella sí estaba encantada con lo que allí ocurría? No, no podía ser. Eso era por el chocolate, que solo podía comer en Navidades. Hoy, domingo, día de la reunión, se permitía otro extra, para mantenernos a todos contentos.

A todos no. Yo muy contenta no estaba. Ya hacía semanas que rumiaba por los pasillos, en mi cuarto mientras mi doncella me peinaba, en la modista, haciéndome pruebas para el horrible vestido verde menta, que casi ahogaba con verlo, a solas, escondida entre el sillón del escritorio de mi padre y las gruesas cortinas que quitaban el sol a su preciosa colección de libros.

Me tendría que marchar de mi casa, me quedaría sin esos libros, sin mis paseos por el parque en bicicleta. ‘Las damas casadas no montan en bicicleta.’, advertencia materna a la que no respondía tampoco, no fuera a producirse un soponcio no deseado.

Y, lo más grave para mi, o eso sentía yo desde mi perspectiva. Dejaría de ir a la escuela y nunca pisaría la universidad. A la que a mis hermanos, vagos como ellos solos, regalarían su asistencia solo por ser hombres, hijos de mi padre (yo soy hija de mi padre, ay, ese matiz…) y jóvenes hacedores del futuro del país.

Mis perspectivas eran otras, muy diferentes a las de un ‘Sí, quiero’, vestida de blanco. Yo no quería… Y ellos lo sabían. Aún así…

Hija, mía. Responde. Te está preguntando Edward.

Al escuchar la voz de mi madre desperté y regresé a la perspectiva real, a la que no quería volver.

Disculpen, siento no haber escuchado su pregunta… Creo que el humo del puro de papá me ha mareado… ¿Decía? –Yo también era buena discípula en el arte de los disimulos.

Mi padre puso cara de circunstancias, pero el puro siguió entre sus manos.

Edward, el gordinflas petimetre, mi pretendido futuro esposo, repitió la pregunta que había quedado entre el aire espeso del puro.

Decía, mi querida señorita Charlotte, que podríamos asistir a un baile de temporada el próximo domingo. Acompañados de mis padres, por supuesto. Para introducirla en nuestros círculos sociales y así presentarnos como… pareja… oficialmente.

Sí… bueno… gracias… Sería… un… placer… Pero… –mis balbuceos se combinaron con una tosecilla- Sería un placer, repito… Pero… tenía otras… perspectivas… más… literarias…, digámoslo así.

Mis palabras de negativa ante el ofrecimiento hicieron saltar todos los resortes.

Mi padre dejó, por fin, el puro y empezó a toser. El gordinflas padre arrancó a sudar, encharcando todo el oro que llevaba encima. Lágrimas de oro. Qué poético en otras circunstancias. Mi madre se abanicó tan fuerte, amenazando soponcio, que varias esquirlas de nácar saltaron hasta la barriga del gordinflas petimetre. Quien, al tocarlas para intentar retirarlas de su preciado traje, se hizo un corte en la mano.

Al ver la sangre de su retoño su madre chilló, mi madre chilló, mi hermana pequeña chilló por chillar, mientras seguía comiendo chocolate. Mis hermanos chillaron también, muertos de risa, imaginando la historia que contarían al día siguiente en el club. Todo el personal de servicio, alarmado, sin necesidad de campanilla, entró en tropel abriendo la puerta del salón, prestos a asistir a quien fuera menester.

No pasa nada –dije yo con voz firme, aliviando las caras de pánico de los recién llegados –No habrá boda. Ya dije hace mucho tiempo que tenía en mente otras perspectivas.

Y, por fin, mi madre nos obsequió con un soponcio de los que hacen época. Dejando a los gordinflas sin palabras, sin baile, descompuestos y sin novia.




 

 

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Adela - Marga Pérez


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La cucharilla de café cayó al suelo cuando Aaquila abrió el paquete que el mensajero acababa de entregarle. No lo podía creer. ¡Por fin! Creía que nunca iba a ser posible... La emoción la iba acelerando mientras rasgaba el papel. Sus manos temblaban sin control. De pie apretaba una y otra vez el envoltorio como si le fuera la vida en ello. No podía dejar de mirar su contenido. Era un libro. Un libro pequeño pero un libro de verdad. Como los que había visto, tocado y anhelado durante tantos años: Las tapas duras; el papel blanco oscuro, reciclado, medio áspero; la letra cursiva ... Con prólogo y también epílogo. En el centro de la portada, ADELA, en letras blancas, grandes… sólo su nombre, nada más. Su nombre en blanco sobre fondo negro. No había un título mejor … Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras el café se enfriaba sobre la mesa y el desayuno pasaba a un plano ya olvidado… Aaquila sólo podía llorar...


Adela era una mujer afgana, fuerte, sensible y reivindicativa y además, escribía poemas maravillosos. Fue maltratada, humillada y silenciada por poderes religiosos y políticos, por hombres y también por mujeres que no podían permitir que su voz se escuchase en aquella sociedad de luchas intestinas e intereses inconfesables. La poesía no pertenecía entonces a la mujer afgana, no era su espacio y no le estaba permitida. Adela quería que su voz llegase a todos los rincones de su amado pueblo. Quería que, a través de sus poemas, sus compatriotas pudieran armarse de la fuerza necesaria para revertir la cultura en la que les habían metido los talibanes… pero Adela tenía hijos, aún pequeños, que dependían de ella y a los que amaba sobre todas las cosas. Por ellos, sólo por ellos, debía callar, dejar de publicar, debía de esconderse en el anonimato de su gran familia para salvar su vida. Y así lo hizo. Se convirtió, escondida en un burka, sólo en esposa y madre afgana , como cualquier otra mujer de su país . Y aunque dejó de ser una persona molesta, no dejó de hacer hermosos poemas, a pesar de recibir más de una paliza de su esposo por ello. Para evitar que la matasen y que se perdiesen decidió esconderlos donde nadie pudiese encontrarlos. Los guardó en la memoria de los suyos, sobre todo en la memoria de las mujeres: hermanas, amigas, hijas, cuñadas... Cada una se comprometió a recordar y transmitir alguno de la larga lista que tenía. Ella en persona se encargó de hablar con cada una y asignarle los poemas que debería recordar. No estaba dispuesta a que se perdiesen. Sabía que eran importantes para su pueblo y ellas también lo sabían…


Aaquila memorizó los poemas como todas las demás. Cada noche ella y sus hermanas escuchaban de labios de su madre y tías los que ellas sabían y, a fuerza de escucharlos, acabaron aprendiéndolos. Llegaron mezclados con cuentos de ratoncitos y brujas; con leyendas de diosas, héroes y aventureros; con historias de familia alegres, trágicas y felices. Llegaron sin saber de su importancia pero llegaron para quedarse. Según ellas crecían, ellas mismas se convertían en transmisoras.

En casa de sus primos al cumplir los trece años, en cada fiesta familiar, una se encargaba de recitarlos cuando los hombres se retiraban. Era un orgullo hacerlo. Aaquila fue la última de sus hermanas en incorporarse a esta tradición, era la benjamina y año tras año lo hizo hasta que pudo huir en la Gran Revuelta del 63. Ella y unas dos mil afganas más, salieron a pie hacia Pakistán dejando atrás años de miseria, sometimiento y dolor. Salieron maltratadas por un régimen que difundió que habían sido desterradas por ser infieles a sus maridos . Salieron humilladas con el desprecio de los suyos. Salieron masacradas bajo protección internacional de la ONU… Los talibanes cedieron ante el cerco que se les impuso. Aaquila, gracias a un programa de ayuda , llegó a Europa donde recuperó una vida que había sido enterrada en el presidio de su hogar… Le llevó años recopilar cientos de poemas de su abuela Adela escondidos en la memoria de muchísimas personas que, como ella, habían recibido el encargo de no olvidarlos. Fue su cruzada particular. No quería morir sin darles visibilidad. Sabía que la vida de su abuela y la de todas las que habían participado en tamaña protección, dejaría de estar ninguneada cuando aquel poemario saliese a la luz. Y Aaquila, con el libro de Adela entre sus manos, lloró por tantas vidas de silencio, amargura, soledad, tristeza, frustración, opresión…y se sintió orgullosa, por primera vez, siendo mujer y siendo afgana.


No deseo abrir la boca (Nadia Anjuman)

¿A qué podría

cantar?

En mi, a quien la

vida odia,

tanto da cantar que

callar.

¿Acaso debo hablar

de dulzura

cuando siento

tanta amargura?

Ay, el festín del

opresor

me ha tapado la

boca.

Sin nadie al lado en

la vida

¿a quien dedicar mi

ternura?

Tanto da decir,

reír,

morir, existir.

Yo y mi forzada

soledad

con mi dolor y mi

tristeza.

He nacido para

nada,

mi boca debería

estar sellada.

Ha llegado,

corazón, la

primavera,

el momento

propicio del

festejo.

¿Pero que puedo

hacer si un ala

tengo ahora

atrapada?

Así no puedo

volar.

Llevo mucho

tiempo en silencio,

pero nunca olvidé

la melodía

que no paro de

susurrar.

Las canciones que brotan de mi

corazón

me recuerdan que algún día

romperé la jaula.

Volando saldré de

esta soledad

y cantaré con melancolía.

No soy un frágil

álamo

sacudido por el

viento.

Soy una mujer

afgana

Entiéndase pues mi

constante queja.

 

 

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