Cosas que pasan - Marian Muñoz

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La cucharilla de café cayó al suelo pegando un par de botes antes de detenerse bajo la cama.

Sandra no la oyó.

Estaba ensimismada buscando en su memoria sentimientos de ternura y felicidad que habían motivado acercarse a Raúl, que la enamoraron y la conquistaron durante tantos años. Intentaba insistentemente navegar por los resquicios de su mente para poder una última vez revivir aquella sensación maravillosa que la hizo sentirse grande, poderosa, invencible, sentirse la mujer más dichosa que habitaba la tierra. Le estaba costando, sí, aunque no cejaba en el intento.

Cayó la taza al suelo rompiéndose en pedazos incontables, el ruido esta vez fue mayor.

Sandra seguía sin oír.

Continuaba tan abstraída rebuscando en su pasado que la mente hacía oídos sordos al presente, miraba sin ver y veía sin mirar, como si de un maniquí se tratara. Tampoco oyó el golpe de la cuidadora al empujar la puerta de la habitación y preguntar ¿Qué le pasa a Mario?

Entonces repentinamente Sandra salió de su ensimismamiento, la miró a ella y luego miró al hombre que tenía a al lado, su cabeza calva reposaba encima del plato que antes había soportado la taza y la cucharilla de café, la miraba de reojo inquisitoriamente cómo preguntando qué le había hecho.

Ahí fue cuando tras lanzar un grito se separó enseguida de la escena mientras la cuidadora intentaba reanimar al tal Mario, preguntándola nuevamente qué había pasado. Apenas pudo balbucir que no lo sabía, que creía que era Raúl quien estaba allí sentado porque aquella era su silla de ruedas.

La cuidadora mientras pedía auxilio a sus compañeras de planta respondió afirmativamente, es la silla de Raúl pero él está en su cama, ahí ¿no lo ves? tenía un poco de fiebre porque esta mañana le han puesto las dos vacunas y la silla de Mario la están arreglando.

Sandra le miró por primera vez en aquella tarde.

Su Raúl estaba allí, tranquilo, buscando en su mirada la respuesta a su sonrisa sempiterna instalada en su rostro desde hacía veinte años.

Sandra se derrumbó.

Salió de la habitación dando tumbos como si estuviera borracha. No había querido mirar a la cara a su marido, no había querido verle por última vez y se había acercado como cada tarde haciéndole compañía a la merienda, sólo que en esta ocasión iba a ser una merienda especial.

La dirección del geriátrico había comunicado que la mensualidad del mes siguiente iba a subir debido al aumento de costes por electricidad, alimentos, medicinas y fisioterapia. Todo subía, desgraciadamente la pensión de Raúl era la misma, apenas treinta euros más en enero de ese año y ella también tenía que vivir, tenía que comer algo más que patatas y huevos, hacía ya tres años que no probaba la carne ni el pescado y el último invierno tuvo que acostarse con las botas de descanso de la nieve, no podía costear la calefacción y el frío en casa era cada vez más insoportable. Ella aún estaba bien, deshecha por dentro, pero bien de salud y lo único que la enfermedad de Raúl le permitía era sobrevivir. Ante aquella subida se quedaría en la miseria y no podría pagar ni siquiera la comunidad del piso. Había solicitado ayuda a los servicios sociales quienes al valorar su vivienda le informaron que no tenía derecho a ningún tipo de subvención, que si no tenía más medios de vida vendiera el piso y se fuera a uno más pequeño.

¡Uno más pequeño! Pero si esta viejo y hace cuarenta años del último revoque, no me darán ni para un apartamento, les había respondido ¡cómo iba a vender su casa! ¿adónde iría entonces? Veinte años hacía ya del terrible alzhéimer que se llevó a su marido, porque él se había ido bien lejos pero su cuerpo aún estaba allí. Al principio pudo cuidarle, pero las duras jornadas empezaron a desgastarla y a no poder ayudarle más.

La habían convencido de ingresarlo en un geriátrico.

Ese geriátrico que se había llevado todos los ahorros de su vida por cuidarle, ese geriátrico que ahora pretendía echarla a la calle muerta de hambre para que su Raúl pudiera seguir en su pellejo unos años más.

Se había armado de valor, había rezado todo lo rezable y decidió terminar con él, bueno con aquel cuerpecito que le inspiraba ternura al sonreírla diariamente.

Por eso aquella tarde no le había mirado.

No quería que leyera en su mirada que sería la última vez que se vieran, la última vez de ayudarle a tomarse la merienda y al no querer mirarle lo había reconocido por la silla, se había sentado a su lado y le puso el veneno en su café, un veneno dulce y sabroso al que no haría ascos.

¡Pero que había hecho! ¡Señor, había matado a un inocente!

Echó a correr escaleras abajo llorando agitadamente, sus lágrimas apenas permitían ver los escalones, al llegar a la calle se arrodilló en el suelo sin parar de llorar. Familiares de los residentes se acercaron, la ayudaron a ponerse en pie y calmarla. No podía hacerlo, sólo ella sabía el grave daño inferido y no tenía perdón ¡había matado a un inocente!

La encargada supuso que haber estado presente en el momento del fallecimiento de Mario la había trastornado, llevaba cinco años acudiendo mañana y tarde para acompañar a su marido y era normal haber tomado cariño a Mario, su compañero de habitación. Le dieron un calmante y le pidieron un taxi para regresar a casa, era mejor que se tranquilizase pues ¡son cosas que pasan!




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