Cafés de media tarde - Gloria Losada

                                                Resultado de imagen de cucharilla de café repujadas amarillentas


 

La cucharilla de café cayó al suelo haciendo un ruido de mil demonios. Me quedé

 mirándola un rato, como si estuviera viendo un objeto extraño, porque extraño

 era el lugar de donde había salido disparada, de mi bolso al tratar de sacar un

 paquete de pañuelos que finalmenteno encontré. Me agaché y la recogí. Era

 bonita, antigua, con el mango repujado, aunque estaba un poco amarilleada tal

 vez por el paso del tiempo, o puede que fuera así. Le di unas cuantas vueltas en

 la mano mientras intentaba dilucidar cómo había llegado a mi bolso. No tenía ni

 idea y finalmente pasé del tema. Estaba demasiado cansada como para pensar

 en tonterías, así que tiré la cuchara en el fregadero y me fui directa al dormitorio

 para ponerme el pijama, hacerme luego algo de cenar y sentarme un rato en el

 sofá a ver la tele hasta quedarme dormida, como siempre. Desde hacía dos años

 trabajaba como traductora en una agencia. Había mucho trabajo y mis jornadas

 eran agotadoras, tanto, que la mayoría de los días ni siquiera me daba tiempo a

 comer en casa y lo hacía en un pequeño y acogedor restaurante que había cerca

 de la oficina. Cuando finalmente regresaba al dulce hogar lo hacía mentalmente 

agotada, sin ganas nada, mucho menos de investigar la procedencia de una

 cuchara. Pero cuando apareció la tercera cucharilla la cosa cambió. Ta

 pareciera  que me fuera a nacer una cubertería en aquel bolso. La segunda se 

me salió del mismo al sacar la cartera en el supermercado, la tercera la encontré

 yo misma al rebuscar un paquete de chicles. Las tres eran iguales, idénticas, con

 el mismo tono amarilleado y de tanto verlas acabaron recordándome algo, no

 sabía qué, pero era como si yo las hubiera utilizado en algún momento de mi

 vida. Lo que estaba claro es que alguien me las estaba metiendo en el bolso no 

sé con qué propósito, así que tendría que vigilarlo muy de cerca.


Durante el fin de semana me dediqué a hacer limpieza de objetos inservibles.

 Tenía elmueble del salón a reventar y estaba segura de que muchas de las cosas

 que contenía eran estupideces, pues yo era de las que guardaba por si acaso con

 demasiada frecuencia. Me puse a ello con brío y cuando abrí una caja de cartón

 que contenía viejas fotos me di de bruces con una que guardaba con especial

 cariño. Había sido sacada durante mis años de universidad, en la habitación de

 la residencia de estudiantes en la que vivía y allí estaba con Carlos, mi novio de

 juventud, tomando nuestro café de media tarde, como todos los días. Carlos y yo

 nos conocimos precisamente en esa residencia, aunque él estudiaba

 Empresariales y yo Interpretación. Nos caímos bien desde el principio y

 enseguida nos hicimos novios. Todas las tardes, entre estudio y estudio,

 hacíamos una parada obligada. Nos tomábamos un café y dedicábamos un ratito

 al descanso y a la charla. Fue así durante todos los años de carrera. Nos

 queríamos mucho y éramos muy felices, o al menos eso creía yo, porque cuando

 finalizamos nuestros estudios y cada uno regresamos a nuestras ciudades

 respectivas, que no estaban cerca, Carlos desapareció de mi vida. Gradualmente

 dejamos de tener contacto y un día me dijo que la distancia era un escollo difícil

 de sobrellevar y que era mejor dejarlo. Y lo dejamos. Yo lloré mucho y me juré a

 mí misma no volver a querer nadie. Si el amar a alguien llevaba consigo también

 sufrimiento yo no quería sufrir. Hasta entonces había cumplido mi promesa y

 aunque al principio mi odio hacia Carlos había sido visceral, con el tiempo

 aprendí a aceptar su abandono y a valorar solo los preciosos momentos que

 habíamos pasado juntos, que eran muchos, entre otros, aquellos cafés de media

 tarde. Y la foto que en aquellos momentos sostenía en mis manos era fiel

 testimonio de nuestra felicidad. Y la cucharilla que estaba posada en el plato que

 yo sostenía entre mis manos parecía igual a las que nacían en mi bolso.Me puse

 nerviosa solo de verla. La foto tenía bastante calidad, así que le hice a su vez

 otra foto con el móvil, la aumenté y... no cabía duda, era una cucharilla gemela.

 Pues muy bien... y qué. Ni que no hubiera por ahí cubiertos iguales a montones. 

Solo se trataba de una coincidencia. Ni yo conservaba aquellos objetos que se 

veían en la foto ni creo que Carlos lo hiciera y aunque así fuera, evidentemente,

 era imposible que las dichosas cucharillas fueran la misma. Así que nada,

 despaché el ramalazo de melancolía que me había entrado al ver a mi novio

 fallido y seguí a lo mío.


El lunes, al volver al trabajo, intenté no perder mi bolso de vista. Así hice durante

 aquella semana, después descuidé la vigilancia y lo cierto es que no aparecieron

 más sorpresas en su interior. Me olvidé del tema y me dediqué a disfrutar del

 verano que se avecinaba. Aquel año nos habían puesto jornada intensiva y

 teníamos las tardes libres. En agosto vacaciones. A tomar por saco las

  cucharillas. 

 

Pero en octubre, con el regreso a la rutina, apareció la cuarta cucharilla, y eso

 que había cambiado de bolso. Me lo tomé a risa y me entró una curiosidad

 tremenda sobre el quién y el porqué. Volví a vigilar y en el trabajo nadie se

 acercó a mi bolso, pero cual no sería mi sorpresa cuando un día, de regreso a

 casa, al sacar la tarjeta del bus, a su lado estaba la quinta cucharilla. Me entró la

 risa floja. Ya no sabía qué pensar, pero estaba empezando a tomar forma la idea

 de que alguna fuerza sobrehumana colocaba las malditas cucharillas en mi

bolso. La explicación fue mucho más sencilla. Todo cobró sentido cuando

 apareció la sexta cucharilla, esta vez no en el bolso, sino con el café que siempre

 me tomaba después de comer, en el restaurante. Nunca me hubiera imaginado 

que procedieran de allí, aunque en realidad fuera lo más lógico. En cuanto la vi

 encima del plato la identifiqué e inmediatamente llamé al camarero. Cuando se

 acercó lo sometí a un interrogatorio en toda regla.


--¿De dónde has sacado esta cucharilla?
--De la cocina.
--¿Y quién las mete en mi bolso?
--No sé de qué me estás hablando.
--Claro que lo sabes. Desembucha de una vez.


Y así estuvimos al menos cinco minutos, él que no y yo que sí. Hasta que alguien

 se sentó frente a mí. Era mi novio Carlos. Veinte años más mayor, con menos

 pelo, barba y gafas, pero la misma sonrisa picarona.


--Te reconocí en cuanto te vi –me dijo— y empecé a meterte las cucharillas en el

 bolso para remover tus recuerdos. Nuestro café de media tarde.... Qué felices

 fuimos. La verdad es que durante estos años no te he podido sacar de mi mente.

 Pero no pensé que te volvería a encontrar aquí, en Madrid y en mi restaurante.


No daba crédito. A nada. Ni a la estupidez de las cucharillas, ni a que fuera

 dueño de mi restaurante preferido, ni a santo de qué aparecía de nuevo en mi

 vida.

--Sí, muy felices, por eso me dejaste a la primera de cambio. ¿Y ahora qué

 pretendes? ¿Comprar mi amor con media docena de cucharillas?


Me miró con cara de idiota. Supongo que ni por asomo se esperaba mi respuesta.

 Me levanté y me fui, no sin antes llevarme la sexta cucharilla. No volví por el

 restaurante, fue lo que más me dolió. Las cucharillas eran de plata y un 

anticuario me dio una pasta por ellas. Fue el precio que le cobré a mi Carlos por

 haberme dejado sin los cafés de media tarde.

 

 

 

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