La cucharilla de café cayó al suelo haciendo un ruido de mil demonios. Me quedé
mirándola un rato, como si estuviera viendo un objeto extraño, porque extraño
era el lugar de donde había salido disparada, de mi bolso al tratar de sacar un
paquete de pañuelos que finalmenteno encontré. Me agaché y la recogí. Era
bonita, antigua, con el mango repujado, aunque estaba un poco amarilleada tal
vez por el paso del tiempo, o puede que fuera así. Le di unas cuantas vueltas en
la mano mientras intentaba dilucidar cómo había llegado a mi bolso. No tenía ni
idea y finalmente pasé del tema. Estaba demasiado cansada como para pensar
en tonterías, así que tiré la cuchara en el fregadero y me fui directa al dormitorio
para ponerme el pijama, hacerme luego algo de cenar y sentarme un rato en el
sofá a ver la tele hasta quedarme dormida, como siempre. Desde hacía dos años
trabajaba como traductora en una agencia. Había mucho trabajo y mis jornadas
eran agotadoras, tanto, que la mayoría de los días ni siquiera me daba tiempo a
comer en casa y lo hacía en un pequeño y acogedor restaurante que había cerca
de la oficina. Cuando finalmente regresaba al dulce hogar lo hacía mentalmente
agotada, sin ganas nada, mucho menos de investigar la procedencia de una
cuchara. Pero cuando apareció la tercera cucharilla la cosa cambió. Ta
pareciera que me fuera a nacer una cubertería en aquel bolso. La segunda se
me salió del mismo al sacar la cartera en el supermercado, la tercera la encontré
yo misma al rebuscar un paquete de chicles. Las tres eran iguales, idénticas, con
el mismo tono amarilleado y de tanto verlas acabaron recordándome algo, no
sabía qué, pero era como si yo las hubiera utilizado en algún momento de mi
vida. Lo que estaba claro es que alguien me las estaba metiendo en el bolso no
sé con qué propósito, así que tendría que vigilarlo muy de cerca.
Durante el fin de semana me dediqué a hacer limpieza de objetos inservibles.
Tenía elmueble del salón a reventar y estaba segura de que muchas de las cosas
que contenía eran estupideces, pues yo era de las que guardaba por si acaso con
demasiada frecuencia. Me puse a ello con brío y cuando abrí una caja de cartón
que contenía viejas fotos me di de bruces con una que guardaba con especial
cariño. Había sido sacada durante mis años de universidad, en la habitación de
la residencia de estudiantes en la que vivía y allí estaba con Carlos, mi novio de
juventud, tomando nuestro café de media tarde, como todos los días. Carlos y yo
nos conocimos precisamente en esa residencia, aunque él estudiaba
Empresariales y yo Interpretación. Nos caímos bien desde el principio y
enseguida nos hicimos novios. Todas las tardes, entre estudio y estudio,
hacíamos una parada obligada. Nos tomábamos un café y dedicábamos un ratito
al descanso y a la charla. Fue así durante todos los años de carrera. Nos
queríamos mucho y éramos muy felices, o al menos eso creía yo, porque cuando
finalizamos nuestros estudios y cada uno regresamos a nuestras ciudades
respectivas, que no estaban cerca, Carlos desapareció de mi vida. Gradualmente
dejamos de tener contacto y un día me dijo que la distancia era un escollo difícil
de sobrellevar y que era mejor dejarlo. Y lo dejamos. Yo lloré mucho y me juré a
mí misma no volver a querer nadie. Si el amar a alguien llevaba consigo también
sufrimiento yo no quería sufrir. Hasta entonces había cumplido mi promesa y
aunque al principio mi odio hacia Carlos había sido visceral, con el tiempo
aprendí a aceptar su abandono y a valorar solo los preciosos momentos que
habíamos pasado juntos, que eran muchos, entre otros, aquellos cafés de media
tarde. Y la foto que en aquellos momentos sostenía en mis manos era fiel
testimonio de nuestra felicidad. Y la cucharilla que estaba posada en el plato que
yo sostenía entre mis manos parecía igual a las que nacían en mi bolso.Me puse
nerviosa solo de verla. La foto tenía bastante calidad, así que le hice a su vez
otra foto con el móvil, la aumenté y... no cabía duda, era una cucharilla gemela.
Pues muy bien... y qué. Ni que no hubiera por ahí cubiertos iguales a montones.
Solo se trataba de una coincidencia. Ni yo conservaba aquellos objetos que se
veían en la foto ni creo que Carlos lo hiciera y aunque así fuera, evidentemente,
era imposible que las dichosas cucharillas fueran la misma. Así que nada,
despaché el ramalazo de melancolía que me había entrado al ver a mi novio
fallido y seguí a lo mío.
El lunes, al volver al trabajo, intenté no perder mi bolso de vista. Así hice durante
aquella semana, después descuidé la vigilancia y lo cierto es que no aparecieron
más sorpresas en su interior. Me olvidé del tema y me dediqué a disfrutar del
verano que se avecinaba. Aquel año nos habían puesto jornada intensiva y
teníamos las tardes libres. En agosto vacaciones. A tomar por saco las
cucharillas.
Pero en octubre, con el regreso a la rutina, apareció la cuarta cucharilla, y eso
que había cambiado de bolso. Me lo tomé a risa y me entró una curiosidad
tremenda sobre el quién y el porqué. Volví a vigilar y en el trabajo nadie se
acercó a mi bolso, pero cual no sería mi sorpresa cuando un día, de regreso a
casa, al sacar la tarjeta del bus, a su lado estaba la quinta cucharilla. Me entró la
risa floja. Ya no sabía qué pensar, pero estaba empezando a tomar forma la idea
de que alguna fuerza sobrehumana colocaba las malditas cucharillas en mi
bolso. La explicación fue mucho más sencilla. Todo cobró sentido cuando
apareció la sexta cucharilla, esta vez no en el bolso, sino con el café que siempre
me tomaba después de comer, en el restaurante. Nunca me hubiera imaginado
que procedieran de allí, aunque en realidad fuera lo más lógico. En cuanto la vi
encima del plato la identifiqué e inmediatamente llamé al camarero. Cuando se
acercó lo sometí a un interrogatorio en toda regla.
--¿De dónde has sacado esta cucharilla?
--De la cocina.
--¿Y quién las mete en mi bolso?
--No sé de qué me estás hablando.
--Claro que lo sabes. Desembucha de una vez.
Y así estuvimos al menos cinco minutos, él que no y yo que sí. Hasta que alguien
se sentó frente a mí. Era mi novio Carlos. Veinte años más mayor, con menos
pelo, barba y gafas, pero la misma sonrisa picarona.
--Te reconocí en cuanto te vi –me dijo— y empecé a meterte las cucharillas en el
bolso para remover tus recuerdos. Nuestro café de media tarde.... Qué felices
fuimos. La verdad es que durante estos años no te he podido sacar de mi mente.
Pero no pensé que te volvería a encontrar aquí, en Madrid y en mi restaurante.
No daba crédito. A nada. Ni a la estupidez de las cucharillas, ni a que fuera
dueño de mi restaurante preferido, ni a santo de qué aparecía de nuevo en mi
vida.
--Sí, muy felices, por eso me dejaste a la primera de cambio. ¿Y ahora qué
pretendes? ¿Comprar mi amor con media docena de cucharillas?
Me miró con cara de idiota. Supongo que ni por asomo se esperaba mi respuesta.
Me levanté y me fui, no sin antes llevarme la sexta cucharilla. No volví por el
restaurante, fue lo que más me dolió. Las cucharillas eran de plata y un
anticuario me dio una pasta por ellas. Fue el precio que le cobré a mi Carlos por
haberme dejado sin los cafés de media tarde.
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