Siempre
me había sentido como un pájaro atrapado en una jaula de oro,
aunque me lo negaba a mí misma de manera atroz, de una forma que
llegaba a ser espeluznante porque ni siquiera permitía que mi mente
pensara un segundo en ello. No sé si era por miedo, por cobardía,
incluso por gratitud hacia aquellos que dándomelo todo me estaban
haciendo infeliz, aunque yo misma me empeñara en creer que mi vida
era perfecta.
Yo
era una niña rica. Mis padres disfrutaban de una posición económica
y social que les venía de lejos, de mis bisabuelos o qué sé yo de
dónde. Nunca me interesó demasiado, aunque a ellos, tanto a uno
como a otra, les gustaba recordar y relatar a sus amistades los
títulos nobiliarios y demás estupideces que poseían sus
antepasados. Tonterías nada más. Al fin y al cabo tanto mamá como
papá habían tenido que ponerse a trabajar para engordar sus
bolsillos, por mucho conde o duque que hubiera habido en la familia.
Sin embargo es justo reconocer que no les había ido mal en sus
respectivas profesiones. Mi madre era una prestigiosa economista y
papá un abogado de renombre. Y en casa jamás faltó el dinero.
Todos
parecían muy contentos con semejante circunstancia, menos yo. Yo al
dinero siempre le había dado su justa importancia, aunque bien es
cierto que cuando se tiene, es bastante fácil no tenerlo en
consideración. El caso es que a mi me daba lo mismo tener el último
modelo de móvil o comprarme para la boda de la prima de turno un
vestidito del modisto de actualidad. Yo era feliz recorriendo los
domingos por la mañana el mercadillo del barrio y los puestos ante
los que mi madre arrugaba la nariz eran aquellos en los que más me
gustaba revolver y encontrar lo que fuera, hasta ropa de segunda mano
que me tenía que comprar a escondidas, por supuesto. Pero era mi
forma de rebeldía, pequeñas cosas, detalles sin importancia que me
hacían ver a mí misma que yo era diferente y que por mucho que
quisieran no podían mangonear mi vida a su antojo.
¡Ilusa
de mí! Podían, claro que podían y lo hacían de manera sutil, casi
sin que yo me diera cuenta, manipulado mi mente y convenciéndome de
que mis decisiones eran mías nada más, de que elegía mis caminos
porque yo quería, no porque ellos me dijeran esta o esta otra cosa.
Me estoy refiriendo a mis padres, lógicamente.
Era
cierto que compraba en el mercadillo, que no me había querido sacar
el carnet de conducir porque consideraba que no lo necesitaba, que me
gustaba andar en bici, ayudar en el comedor social de la iglesia y
otras pequeñas cosas por el estilo; pero estudiaba derecho cuando
lo que me gustaba en realidad era la música y me había echado como
novio a Agustín Villanueva, compañero de universidad y muchacho de
muy buena familia, hijo de unos amigos de mis padres que lo veían
con muy buenos ojos, aunque meses antes de salir con él por primera
vez yo bebía los vientos por unos de los chicos que venía todos los
meses a limpiar el jardín de malas hierbas, y que dejó de hacerlo
desde el día en que mi hermana mayor le fue con el cuento a mi
madre. Me dominaban, sí, y yo me dejaba dominar sin saberlo, hasta
que conocí a Max y me enamoré de él de manera casi inexplicable.
Por
aquel entonces yo estaba en mi último curso en la Facultad. También
estudiaba en el conservatorio piano y violín, así que tenía
ocupadas casi todas las horas del día. Vi a Max por primera vez a la
entrada de la estación del metro de la ciudad universitaria, aunque
ver puede que no sea la palabra exacta, porque lo primero que percibí
de Max fueron su voz y los acordes de su guitarra cantando alguna
canción que no recuerdo, allí, en la boca del metro, como tantos
otros artistas que no tienen mejor manera de ganarse la vida. Yo iba
con prisa, como casi siempre, y me pareció que tenía una voz muy
bella y que no se merecía estar allí en absoluto, pero seguí mi
camino sin más, llegaba tarde a la clase de procesal que, no sabía
bien el motivo, era una asignatura que se me estaba atragantando.
Creo
que la primera vez que me fijé en el rostro de Max fue precisamente
el día que me dieron la nota del primer examen de aquella maldita
asignatura. La rabia y la frustración que me produjo el cuatro que
saqué hicieron que me parase delante del muchacho de la guitarra y
me concentrase en su música para olvidarme de mi desgracia. “Hard
to say I'm sorry”, de Chicago, salida de sus labios, de repente me
pareció la más hermosa canción de amor de todos los tiempos y me
quedé escuchándola con atención sin apartar mi vista del chico,
vestido con un raído pantalón vaquero, un jersey de cuello vuelto
azul marino y un desgastado abrigo gris oscuro. El metro llegó,
paró, recogió gente y siguió su camino, y yo me quedé allí,
sola, quieta delante del muchacho que punteó el último acorde en su
guitarra sólo para mí.
Me
miró y entonces vi su rostro con claridad por primera vez. Sus ojos
eran de un verde intenso y su nariz un poco aguileña. Llevaba el
pelo ligeramente largo y despeinado con algún rizo aquí y allá,
barba de dos o tres días y un pendiente en la oreja izquierda.
Sonrió y pude comprobar que también poseía una bonita sonrisa.
Tomé mi monedero del bolso y le eché dentro de la funda de su
guitarra, que estaba abierta sobre el suelo, una moneda de dos euros.
Me dio las gracias haciéndome una especie de reverencia y comenzó a
cantar de nuevo, a la vez que la gente se arremolinaba en torno a
las vías.
El
metro volvió a pasar y esa vez lo tomé, aunque de buena gana me
hubiera quedado escuchando su voz toda la noche.
A
aquella primera vez siguieron muchas. Cada vez que bajaba a la
estación me quedaba escuchando al menos una de sus canciones.
Después le tiraba alguna moneda y seguía mi camino. Un día me
sorprendí pensando en él antes de dormirme, otro día me vi
deseando que llegara el momento de salir de clase y escucharle de
nuevo, y una noche de sábado, mientras mi formal novio y yo hacíamos
el amor escondidos en la discreta habitación de un hotel, me
sorprendí otra vez deseando que fuera el chico del metro el que me
regalara sus caricias y sus besos. Me asusté un poco, pero sólo un
poco, al fin y al cabo no eran nada más que pensamientos, ilusiones,
estupideces que nunca llegarían a materializarse. Imaginaba la cara
de mi madre mientras le decía que había dejado a Agustín y que mi
nuevo novio era un zarrapastroso que se dedicaba a cantar en la boca
del metro y casi me daba un síncope a mí misma. Pobrecita, no podía
hacerla sufrir de ese modo. Pero a veces las cosas no son como uno
piensa, sino como la propia vida y las circunstancias quieren que
sean.
*
Eran
las ocho de la mañana y llovía con fuerza. Era muy temprano para la
clase de filosofía y me metí en un bar a tomar un café para
aliviar un poco el frío de aquel invierno que parecía no tener
final. De paso le eché un vistazo a la prensa. Mientras estaba
enfrascada en la lectura del periódico, el camarero se acercó a mi
mesa y me dijo:
-Disculpe,
su café está pagado. Le ha invitado aquel muchacho.
Señaló
la mesa que estaba al fondo del bar, hacia donde yo dirigí la mirada
y allí estaba él, el cantante del metro, que levantó su taza de
café hacia mí. Yo le sonreí. Me hubiera gustado darle las gracias
pero se me hacía tarde y salí del bar pitando, como una perfecta
maleducada. Pero fue aquella misma tarde, de regreso a casa, en la
boca del metro, cuando Max y yo cruzamos palabras por primera vez.
Perdí el metro adrede para quedarme casi sola con él, y cuando
terminó su canción y me acerqué a echarle unas monedas, le di las
gracias por el café.
-Siento
no haberte agradecido el detalle en la cafetería, pero tenía un
poco de prisa.
Él
me miró y me premió con una sonrisa.
-No
te preocupes, es lo menos que podía hacer con quién cada día me
regala su presencia y me ayuda a sobrevivir.
Su
voz aterciopelada y suave me acarició los sentidos y siguiendo un
impulso que parecía superior a todo quise prolongar un poco aquel
encuentro diario.
-No
quiero interrumpir tu jornada pero... es un poco tarde y tengo
hambre. ¿Me acompañarías a cenar?
Me
miró como si acabara de ver a un alien y durante unos segundos
titubeó. Supongo que proposiciones a cenar no tendría todos los
días, pero finalmente terminó aceptando. Salimos del metro y nos
dirigimos a una pequeña tasca en la que servían los mejores
bocadillos de calamares de todo Madrid. Y allí, al calor de un viejo
bar, mientras fuera continuaba lloviendo y el frío casi congelaba
las calles, comenzó todo.
*
Aquella
noche supe su nombre y poco más. Max resultó ser un tipo bastante
reservado que contestaba mis preguntas con evasivas. Parecía no
tener pasado y mucho menos futuro. Tampoco quise insistir demasiado,
no quería espantarle. Pero yo sí le hablé de mí. Le conté casi
toda mi vida no sé bien por qué, tal vez porque me inspiraba
confianza. Era como si nos conociéramos de siempre, como si sólo él
estuviera capacitado para comprender mis frustraciones. Por primera
vez fui capaz de reconocer que no me gustaba mi vida, que no quería
estudiar derecho, ni casarme, ni tener hijos, que no me gustaba
Agustín como novio porque no compartíamos nada, que lo que en
realidad deseaba era hacer algo parecido a lo que él había hecho,
romper con todo y ponerme a cantar en la boca del metro. Cuando dije
eso él me miró con una mirada extraña, cargada de un no sé qué
que me hizo sentir un poco estúpida.
-Yo
no te he dicho que rompiera con nada – dijo – simplemente hago lo
que me gusta, tengo lo justo para vivir y no necesito más. Pero tú
eres una niña pija, dicho con todos mis respetos, que no sabe nada
de la vida y que tiene la cabecita un poco llena de pájaros.
Sonreía
mientras hablaba, pero aún así me hizo sentir mal. ¿Cómo había
podido ser tan ingenua como para contarle mis cosas a un desconocido
que por lo visto no era en absoluto como yo me imaginaba?
-Estás
equivocado – contesté intentando mantener una dignidad que estaba
muy lejos de sentir – Puedo ser una niña rica, tienes razón, pero
yo no lo elegí. Nací en la familia que me tocó, pero eso no quiere
decir que tenga que seguir el camino que ellos me marcan. Yo también
tengo mis sueños.
Me
levanté dispuesta a marcharme y no verle más, pero me tomó por el
brazo y me retuvo.
-Espera,
no te vayas así. Perdóname, no quería ofenderte. Tienes razón. Si
tienes sueños debes luchar por ellos. Debe ser que yo no los tengo,
nunca los he tenido, me conformo con vivir lo que la vida me va dando
cada día.
Me
solté de su mano con suavidad y salí de bar sin despedirme. Me
sentí triste y tonta y sobre todo avergonzada. No quería volver a
verle. Estaba claro que no me tomaba en serio.
*
Evité
la esquina del metro en la que se solía poner para cantar y no le vi
en toda la semana. Su voz, que sonaba lejana entre el eco de la gente
y el sonido de los trenes, era una tentación que tiraba de mi pelo
hacia su lado, pero me resistí. En el fondo puede que tuviera razón.
Yo era una ingenua que pretendía vivir en un mundo que no era el
mío, en un espejismo, así que lo mejor que podía hacer era
olvidarme de él y centrarme en mi vida de siempre.
Poco
me duraron las buenas intenciones. Al cabo de la semana fue él quién
se presentó en la cafetería en la que me había invitado al café.
No sé si fue casualidad o si sabía que en aquel preciso momento yo
estaba allí, nunca se lo pregunté, pero lo cierto es que en cuanto
entró se dirigió directamente a mi mesa y se sentó frente a mí
sin pedirme permiso.
-¿Estás
enfadada? - me preguntó.
Yo
levanté la vista de los apuntes que estaba consultando y le contesté
a mi vez con otra pregunta.
-¿Importa
eso? Tú y yo no nos conocemos de nada, hemos hablado en una sola
ocasión y ya dejaste claro que no tenemos nada que ver el uno con el
otro. Un enfado entre nosotros no tendría demasiado sentido.
Obviando
la seriedad de mi comentario insistió:
-Lo
sabía. Estás enfadada.
Su
cara de inocencia, de incredulidad, como si fuera un niño pequeño
rogando a su amigo retomar la camaradería perdida, me hicieron
sonreír
-¿Qué
quieres, Max?
-No
lo sé – respondió – pero no ha pasado un solo día en que no
pensara ti, ni un minuto sin que te echara de menos. Cantaba mis
canciones con la esperanza de que de la próxima fueras tú su
destinataria. No sé qué quiero ni lo qué me pasa. Lo único que sé
es que te necesito.
Aquellas
palabras disiparon mis dudas, mis miedos, mi enfado, como él decía,
y de repente la vida diferente que yo soñaba, aquella de la que él
mismo se había burlado días atrás, regresó a mí en toda su
plenitud. A su lado tenía que ser posible.
Iniciamos
una relación extraña, singular. Comenzamos a tejer un amor callado
y silencioso que ambos ignorábamos adrede, puede que con la
intención de que no se percatara el otro. Pero los sentimientos
estaban ahí, dentro de nosotros y en algún momento tenían que
estallar. Después de muchas semanas de cafés, de confidencias
sentados en la boca del metro, al abrigo del frío del atardecer, de
mentiras en casa para justificar mis regresos fuera de hora, me
invitó a conocer la humilde buhardilla que era su hogar.
-No
es gran cosa, como puedes suponer. Pero podríamos pasar una noche de
sábado al calor del hogar viendo alguna película y cenando algo
sencillo.
Accedí.
No había manera de no hacerlo. A aquellas alturas ya me sentía
totalmente enamorada. Ya había dibujado mi vida a su lado sin que él
lo supiera, ya me había imaginado una y mil veces los momentos en
los que iba, poco a poco, a romper el cordón umbilical que me ataba
a una existencia insatisfactoria y absurda. Iba a ser difícil, pero
tenía que hacerlo.
Aquella
noche me inventé un trabajo importante que tenía que hacer con una
amiga. Así me ausenté de casa y de mi novio formal y aburrido y me
presenté en casa de Max con una botella de vino y una tarta de
chocolate. Su piso era pequeño, sencillo y acogedor. Una vieja
estufa daba calor desde una esquina y una antigua televisión
parloteaba bajito desde la otra. Comimos hamburguesas, bebimos vino
blanco, tomamos café, reímos, hablamos, nos tocamos, nos
acariciamos.... nos besamos. Y aquel beso revolucionó mis sentidos
como ningún beso lo había hecho hasta entonces.
Me
pidió que me quedara aquella noche y no supe ni quise negarme. Llamé
a casa para decir que el trabajo se había complicado y que me
quedaría a dormir en casa de mi amiga. No era la primera vez que
mentía y no me sentía mal, al contrario, en mi vida me había
sentido mejor sólo de pensar en que si los besos de Max me habían
nublado el entendimiento, más lo iban a hacer las caricias que se
presentían en el aire. Y así fue. Me hizo el amor con lentitud,
deleitándose en cada recoveco de mi piel, una piel que parecía
despertar por primera vez al amor. Jamás Agustín me había hecho
sentir de aquella manera. Nunca nadie había dibujado mi cuerpo de
forma tan perfecta, tan sutil, transportándome hasta los límites de
un placer que jamás pensé que existiera.
Cuando
terminamos de hacer el amor me acurruqué contra el calor de su
cuerpo y me sentí plenamente feliz por primera vez en mi vida.
*
A
aquella primera noche siguieron muchas. Aquellas horas que pasaba a
su lado, metidos en su pequeña buhardilla, alejados del mundo y de
mi vida insulsa y vacía, me hacían perder la noción del tiempo y
de la realidad que me esperaba al otro lado de la puerta. A veces me
sentía confusa, porque no sabía a qué conducía aquella relación
que llevábamos prácticamente a escondidas, pero eran momentos
puntuales y fugaces. Después prefería no pensar y vivir el día a
día sin plantearme nada más.
Por
otra parte, llegó un momento en que se me terminaron las excusas
para justificar mi ausencia en casa y no me importó en absoluto. Me
quedaba con Max todas las noches de sábado y dejé de dar
explicaciones, y así mi silencio tuvo las consecuencias que debía
tener. Una mañana de domingo, cuando regresé a casa, mis padres y
Agustín me estaban esperando. Mi querido novio se había dedicado a
espiarme y lo sabía todo. No me molesté en desmentirlo, entre otras
cosas porque no había nada que desmentir, muy al contrario, me sentí
aliviada de que por fin se terminaran las mentiras. Sí, me había
enamorado de otro; sí, era un muchacho que vivía casi de la caridad
y sí, mis intenciones eran irme a vivir con él ya. Prefiero no
entrar en detalles sobre el revuelo que se armó, pero por primera
vez me mantuve en mis trece. Iba a vivir mi vida como yo quería y al
lado de la persona que amaba, les gustara o no. Agustín desapareció
del mapa y mis padres me negaron la palabra. Lo de Agustín no me
importó en absoluto y lo de mis padres.... sabía que al final
acabarían aceptando, si querían conservar una hija, no les iba a
quedar más remedio.
Aquella
misma tarde corrí al encuentro de Max y le conté lo que había
ocurrido. Yo estaba exultante. Le puse al corriente de mis
intenciones de trasladarme a su casa en breve, pero contrariamente a
lo que yo pensaba, él no mostró entusiasmo alguno. Me sentí
profundamente decepcionada y le pregunté por primera vez en nuestra
corta relación qué era lo que sentía por mí.
-Yo
no quiero revolucionar tu vida – me respondió
-Mi
vida ya me la he revolucionado yo solita. Sólo quiero que me digas
lo que sientes por mí. Siempre supuse que era lo mismo que yo por
ti.
-Pues....
a lo mejor te equivocaste.
-Vaya
– respondí tristemente al darme cuenta de mi torpeza – acabo de
dejarlo todo por ti.
-Nunca
te pedí que lo hicieras.
Ciertamente
nunca me lo había pedido, era yo la que pensaba que lo nuestro era
posible de la manera más romántica, más imposible, más tonta.
Me
miraba impasible, con una frialdad indescriptible emanando de
aquellos ojos verdes que tantas noches me habían mirado fijamente
mientras me hacía el amor. Eso era lo que yo creía ver en ellos,
amor, aunque al parecer estaba errada. Al comprender, todo se
derrumbó ante mis pies. Yo sólo había sido una distracción en su
vida.
Ni
siquiera me despedí, ni siquiera pronuncié palabra. Me limité a
dar media vuelta y a salir por aquella puerta con el desencanto por
todo equipaje. No entendía nada. Pero a lo mejor no había nada que
entender. De regreso a casa, caminando como una autómata por las
calles de una ciudad que comenzaba a florecer con la primavera,
recapitulé en lo que habían sido aquellos meses al lado de Max y me
di cuenta de que jamás me había dicho “te quiero”. Nunca lo
consideré necesario. Siempre le di más importancia a los hechos que
a las palabras, pero era evidente que ambos habíamos tenido una
interpretación bien distinta de lo que había ocurrido entre los
dos. Para él no había ocurrido nada, para mí había ocurrido todo.
Desapareció
de la boca del metro. Parecía que se lo había tragado la tierra. No
pude olvidarle, pero seguí adelante después de llorar. Al menos
nuestra corta relación me había servido para algo, para plantar
cara frente a mis padres y dejarles claro que no iba a llevar la vida
que ellos deseaban, sino la que deseaba yo. Tuvimos nuestros más y
nuestros menos pero al final claudicaron, así que aquel verano,
terminados mis estudios universitarios y en el conservatorio, me
salió una oferta de trabajo como profesora de música en Cabo Verde,
concretamente en Puerto Mindelo, en la isla de San Vicente, y me
dispuse a preparar todo para marcharme.
Una
semana antes de mi partida, mamá tenía la presentación de un
importante trabajo realizado por su empresa a petición de no se qué
organismo público. Evidentemente era algo relacionado con la
economía, por lo que a mí me importaba bien poco, aun así me
invitó a acompañarle, creo que deseaba apurar al máximo aquellos
últimos días conmigo y precisamente por eso accedí, aunque sólo a
medias. Quedamos en que cuando terminara la presentación y comenzara
el cóctel que se ofrecía a continuación, yo pasaría a recogerla y
me quedaría un ratito con ella. Poco imaginaba que en aquel evento
me iba a encontrar con la sorpresa más grande de mi vida.
Cuando
llegué mi madre se desvivió por presentarme a sus compañeros de
trabajo, gente de la que me había de olvidar en cuanto saliera de
aquella estúpida fiesta. Finalmente me presentó a la superestrella
del importante estudio que habían efectuado.
-Fíjate
que estuvo durante seis meses viviendo de la caridad, controlado por
la empresa eh, no te creas que eran sólo palabras. Cantaba en la
boca del metro y vivía única y exclusivamente de lo que la gente le
daba. ¿Y te puedes creer que algún mes vivió holgadamente?
A
aquellas alturas yo ya no sabía lo que podía creer o no, porque
como el lector está sospechando en estos precisos instantes, el tipo
que mi madre quería presentarme era Max.
No
sabría expresar con palabras lo que sentí cuando le vi, vestido con
su camisa de marca, sus vaqueros Levis y su jersey azul por encima de
la espalda. Me parecía que no era el Max que yo conocía, que estaba
disfrazado, pero daba igual, supe que tenía que mantener el tipo y
lo mantuve.
-Así
que tú eres la famosa hija de Claudia, tu madre habla mucho de ti –
me dijo tendiéndome formalmente la mano.
Disimulaba
muy bien, tan bien que parecía realmente que no me había visto
jamás y yo opté por seguirle el juego a medias.
-A
saber lo que dice de mí – contesté con mi mejor sonrisa –
seguramente nada bueno, doy mucha guerra. Por cierto ¿cantabas en la
estación de la ciudad universitaria? Creo que en alguna ocasión te
escuché y me quedé frente a ti hasta que terminaste tu canción. Lo
hacías realmente bien.
-Sí,
allí cantaba, pero.... no recuerdo haberte visto. Pasaba tanta
gente....
-Claro....
Bueno, encantada de conocerte. ¿Nos vamos mamá? Se está haciendo
un poco tarde.
Su
ignorancia fingida me dolió, más que nada porque lo hacía tan bien
que parecía realmente que era la primera vez que me veía, por eso
quise salir de allí cuanto antes y por eso me juré a mi misma
olvidarle completamente, borrarlo de mi existencia de la manera que
fuera. Max era una persona que no merecía ni un segundo de mis
pensamientos, mucho menos de mi cariño.
Mi
madre salió detrás de mí con una expresión extraña en su rostro.
-¿A
qué viene tanta prisa? ¿No te cayó bien Max? - me preguntó –
Tal parece que hubieras visto al diablo.
Por
un segundo estuve tentada a decirle que su maravilloso Max era el
mendigo que me había enamorado, pero no lo hice, no merecía la pena
bajarle del pedestal en el que parecía estar a ojos de mi madre. Al
fin y al cabo yo tenía en Madrid los días contados y cuando me
fuera para Cabo Verde dejaría atrás todos mis recuerdos amargos,
incluido Max, principalmente él. Así que puse la excusa de que me
sentía un poco cansada, mi madre se la tragó y se acabó el asunto.
El
día anterior a mi partida salí a despedirme de Madrid. En el fondo
era una ciudad que me gustaba y que abandonaba empujada por las
circunstancias. Deambulando por sus calles me vi frente al viejo bar
que tantos cafés me había albergado aquel pasado invierno y
empujada por la nostalgia entre y me senté en mi rincón de siempre.
No sé si fue casualidad, nunca se lo llegué a preguntar, como
aquella primera vez, pero al poco rato entró Max y se dirigió
hacia mí, como si ya supiera que yo estaba allí. No supe
reaccionar. Me hubiera gustado echarlo de mi lado con cajas
destempladas pero no fui capaz. Sólo pude preguntarle qué quería.
-Hablar
contigo – me respondió.
-Sinceramente
no creo que tengamos nada que hablar. No quiero entrar en la dinámica
del insulto porque es posible que no tenga derecho a insultarte. Ni
pedirte explicaciones que no me tienes que dar, ni echarte en cara lo
que hice por estar enamorada de ti. Ahora sé que no eres quién
decías ser y eso explica muchas cosas. Mañana me voy por fin a
vivir la vida que yo quiero. Me hubiera gustado que fuera contigo y
no pudo ser. Pues bueno... lo haré sola.
Suspiró
antes de comenzar a hablar, como si necesitara tomar fuerzas para
hacerlo. Luego me miró directamente a los ojos, como solía hacer
siempre.
-Yo
sólo quiero pedirte perdón. Era mi trabajo, un proyecto que no
podía contar a nadie. Y además removiste en mí.... tantas cosas.
Tuve miedo, miedo de esa nueva vida que me proponías, miedo al
compromiso, miedo al amor que estaba sintiendo... Y por eso te dejé
marchar.
-Y
por eso también fingiste no conocerme el otro día. Déjalo, Max, no
merece la pena. Invítame a este último café, después de todas las
veces que yo te invité a ti y puesto que no eres ningún mendigo, es
lo menos que puedes hacer.
Me
levanté y salí del bar sin saber a ciencia cierta si había hecho
bien. En el fondo aún le quería, pero nuestra relación no tenía
ya sentido dada la distancia que nos iba a separar en menos de
veinticuatro horas. Max tenía que formar ya parte de mi pasado.
*
No
me costó nada adaptarme a mi nueva vida. Me gustó el lugar, la
gente, mi trabajo, mi soledad... la sencillez de una existencia que
llevaba buscando mucho tiempo. Pasados unos meses ya me pareció que
yo formaba parte de aquel mundo desde siempre.
A
veces pensaba en Max, pero eran solo momentos puntuales, envueltos en
melancolía, no era añoranza por el pasado ni por lo que pudo ser y
no fue, sino por todo lo que vivimos. Aprendí a recordale con
cariño, escogiendo sólo lo bueno que habíamos compartido. Incluso
había momentos en que imaginaba que él estaba allí, a mi lado, y
que juntos vivíamos el futuro que sólo yo había dibujado para los
dos.
Un
día, al salir de la escuela donde impartía mis clases, las notas de
una guitarra llegaron hasta mí nítidas, junto a una voz masculina
que cantaba “Hard to say I'm sorry” de Chicago. Un escalofrío
recorrió mi espalda y apuré mi paso en dirección a la música. No
podía ser, era imposible, pero finalmente fue. Allí estaba, como
aquella noche en la boca del metro de la ciudad universitaria,
cantando la misma canción que de pronto cobraba sentido. Sí, es
difícil decir lo siento, pero siempre hay tiempo para ello, para
recuperar lo perdido y lo que nunca se tuvo, para decirle al otro que
forma parte de ti y que no puedes dejarle marchar.
La
canción terminó y yo saqué de mi cartera una moneda y la eché
dentro de la funda de su guitarra, abierta sobre el suelo. Le regalé
mi mejor sonrisa y él me correspondió. Después pude leer un te
quiero salir de sus labios. No hizo falta decir más. Aquel momento
era el principio del resto de nuestras vidas.
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