Es difícil decir lo siento - Gloria Losada


                                                Resultado de imagen de pajaro en una jaula de oro 


Siempre me había sentido como un pájaro atrapado en una jaula de oro, aunque me lo negaba a mí misma de manera atroz, de una forma que llegaba a ser espeluznante porque ni siquiera permitía que mi mente pensara un segundo en ello. No sé si era por miedo, por cobardía, incluso por gratitud hacia aquellos que dándomelo todo me estaban haciendo infeliz, aunque yo misma me empeñara en creer que mi vida era perfecta.

Yo era una niña rica. Mis padres disfrutaban de una posición económica y social que les venía de lejos, de mis bisabuelos o qué sé yo de dónde. Nunca me interesó demasiado, aunque a ellos, tanto a uno como a otra, les gustaba recordar y relatar a sus amistades los títulos nobiliarios y demás estupideces que poseían sus antepasados. Tonterías nada más. Al fin y al cabo tanto mamá como papá habían tenido que ponerse a trabajar para engordar sus bolsillos, por mucho conde o duque que hubiera habido en la familia. Sin embargo es justo reconocer que no les había ido mal en sus respectivas profesiones. Mi madre era una prestigiosa economista y papá un abogado de renombre. Y en casa jamás faltó el dinero.

Todos parecían muy contentos con semejante circunstancia, menos yo. Yo al dinero siempre le había dado su justa importancia, aunque bien es cierto que cuando se tiene, es bastante fácil no tenerlo en consideración. El caso es que a mi me daba lo mismo tener el último modelo de móvil o comprarme para la boda de la prima de turno un vestidito del modisto de actualidad. Yo era feliz recorriendo los domingos por la mañana el mercadillo del barrio y los puestos ante los que mi madre arrugaba la nariz eran aquellos en los que más me gustaba revolver y encontrar lo que fuera, hasta ropa de segunda mano que me tenía que comprar a escondidas, por supuesto. Pero era mi forma de rebeldía, pequeñas cosas, detalles sin importancia que me hacían ver a mí misma que yo era diferente y que por mucho que quisieran no podían mangonear mi vida a su antojo.

¡Ilusa de mí! Podían, claro que podían y lo hacían de manera sutil, casi sin que yo me diera cuenta, manipulado mi mente y convenciéndome de que mis decisiones eran mías nada más, de que elegía mis caminos porque yo quería, no porque ellos me dijeran esta o esta otra cosa. Me estoy refiriendo a mis padres, lógicamente.

Era cierto que compraba en el mercadillo, que no me había querido sacar el carnet de conducir porque consideraba que no lo necesitaba, que me gustaba andar en bici, ayudar en el comedor social de la iglesia y otras pequeñas cosas por el estilo; pero estudiaba derecho cuando lo que me gustaba en realidad era la música y me había echado como novio a Agustín Villanueva, compañero de universidad y muchacho de muy buena familia, hijo de unos amigos de mis padres que lo veían con muy buenos ojos, aunque meses antes de salir con él por primera vez yo bebía los vientos por unos de los chicos que venía todos los meses a limpiar el jardín de malas hierbas, y que dejó de hacerlo desde el día en que mi hermana mayor le fue con el cuento a mi madre. Me dominaban, sí, y yo me dejaba dominar sin saberlo, hasta que conocí a Max y me enamoré de él de manera casi inexplicable.

Por aquel entonces yo estaba en mi último curso en la Facultad. También estudiaba en el conservatorio piano y violín, así que tenía ocupadas casi todas las horas del día. Vi a Max por primera vez a la entrada de la estación del metro de la ciudad universitaria, aunque ver puede que no sea la palabra exacta, porque lo primero que percibí de Max fueron su voz y los acordes de su guitarra cantando alguna canción que no recuerdo, allí, en la boca del metro, como tantos otros artistas que no tienen mejor manera de ganarse la vida. Yo iba con prisa, como casi siempre, y me pareció que tenía una voz muy bella y que no se merecía estar allí en absoluto, pero seguí mi camino sin más, llegaba tarde a la clase de procesal que, no sabía bien el motivo, era una asignatura que se me estaba atragantando.

Creo que la primera vez que me fijé en el rostro de Max fue precisamente el día que me dieron la nota del primer examen de aquella maldita asignatura. La rabia y la frustración que me produjo el cuatro que saqué hicieron que me parase delante del muchacho de la guitarra y me concentrase en su música para olvidarme de mi desgracia. “Hard to say I'm sorry”, de Chicago, salida de sus labios, de repente me pareció la más hermosa canción de amor de todos los tiempos y me quedé escuchándola con atención sin apartar mi vista del chico, vestido con un raído pantalón vaquero, un jersey de cuello vuelto azul marino y un desgastado abrigo gris oscuro. El metro llegó, paró, recogió gente y siguió su camino, y yo me quedé allí, sola, quieta delante del muchacho que punteó el último acorde en su guitarra sólo para mí.

Me miró y entonces vi su rostro con claridad por primera vez. Sus ojos eran de un verde intenso y su nariz un poco aguileña. Llevaba el pelo ligeramente largo y despeinado con algún rizo aquí y allá, barba de dos o tres días y un pendiente en la oreja izquierda. Sonrió y pude comprobar que también poseía una bonita sonrisa. Tomé mi monedero del bolso y le eché dentro de la funda de su guitarra, que estaba abierta sobre el suelo, una moneda de dos euros. Me dio las gracias haciéndome una especie de reverencia y comenzó a cantar de nuevo, a la vez que la gente se arremolinaba en torno a las vías.

El metro volvió a pasar y esa vez lo tomé, aunque de buena gana me hubiera quedado escuchando su voz toda la noche.

A aquella primera vez siguieron muchas. Cada vez que bajaba a la estación me quedaba escuchando al menos una de sus canciones. Después le tiraba alguna moneda y seguía mi camino. Un día me sorprendí pensando en él antes de dormirme, otro día me vi deseando que llegara el momento de salir de clase y escucharle de nuevo, y una noche de sábado, mientras mi formal novio y yo hacíamos el amor escondidos en la discreta habitación de un hotel, me sorprendí otra vez deseando que fuera el chico del metro el que me regalara sus caricias y sus besos. Me asusté un poco, pero sólo un poco, al fin y al cabo no eran nada más que pensamientos, ilusiones, estupideces que nunca llegarían a materializarse. Imaginaba la cara de mi madre mientras le decía que había dejado a Agustín y que mi nuevo novio era un zarrapastroso que se dedicaba a cantar en la boca del metro y casi me daba un síncope a mí misma. Pobrecita, no podía hacerla sufrir de ese modo. Pero a veces las cosas no son como uno piensa, sino como la propia vida y las circunstancias quieren que sean.

*

Eran las ocho de la mañana y llovía con fuerza. Era muy temprano para la clase de filosofía y me metí en un bar a tomar un café para aliviar un poco el frío de aquel invierno que parecía no tener final. De paso le eché un vistazo a la prensa. Mientras estaba enfrascada en la lectura del periódico, el camarero se acercó a mi mesa y me dijo:

-Disculpe, su café está pagado. Le ha invitado aquel muchacho.

Señaló la mesa que estaba al fondo del bar, hacia donde yo dirigí la mirada y allí estaba él, el cantante del metro, que levantó su taza de café hacia mí. Yo le sonreí. Me hubiera gustado darle las gracias pero se me hacía tarde y salí del bar pitando, como una perfecta maleducada. Pero fue aquella misma tarde, de regreso a casa, en la boca del metro, cuando Max y yo cruzamos palabras por primera vez. Perdí el metro adrede para quedarme casi sola con él, y cuando terminó su canción y me acerqué a echarle unas monedas, le di las gracias por el café.

-Siento no haberte agradecido el detalle en la cafetería, pero tenía un poco de prisa.

Él me miró y me premió con una sonrisa.

-No te preocupes, es lo menos que podía hacer con quién cada día me regala su presencia y me ayuda a sobrevivir.

Su voz aterciopelada y suave me acarició los sentidos y siguiendo un impulso que parecía superior a todo quise prolongar un poco aquel encuentro diario.

-No quiero interrumpir tu jornada pero... es un poco tarde y tengo hambre. ¿Me acompañarías a cenar?

Me miró como si acabara de ver a un alien y durante unos segundos titubeó. Supongo que proposiciones a cenar no tendría todos los días, pero finalmente terminó aceptando. Salimos del metro y nos dirigimos a una pequeña tasca en la que servían los mejores bocadillos de calamares de todo Madrid. Y allí, al calor de un viejo bar, mientras fuera continuaba lloviendo y el frío casi congelaba las calles, comenzó todo.

*

Aquella noche supe su nombre y poco más. Max resultó ser un tipo bastante reservado que contestaba mis preguntas con evasivas. Parecía no tener pasado y mucho menos futuro. Tampoco quise insistir demasiado, no quería espantarle. Pero yo sí le hablé de mí. Le conté casi toda mi vida no sé bien por qué, tal vez porque me inspiraba confianza. Era como si nos conociéramos de siempre, como si sólo él estuviera capacitado para comprender mis frustraciones. Por primera vez fui capaz de reconocer que no me gustaba mi vida, que no quería estudiar derecho, ni casarme, ni tener hijos, que no me gustaba Agustín como novio porque no compartíamos nada, que lo que en realidad deseaba era hacer algo parecido a lo que él había hecho, romper con todo y ponerme a cantar en la boca del metro. Cuando dije eso él me miró con una mirada extraña, cargada de un no sé qué que me hizo sentir un poco estúpida.

-Yo no te he dicho que rompiera con nada – dijo – simplemente hago lo que me gusta, tengo lo justo para vivir y no necesito más. Pero tú eres una niña pija, dicho con todos mis respetos, que no sabe nada de la vida y que tiene la cabecita un poco llena de pájaros.

Sonreía mientras hablaba, pero aún así me hizo sentir mal. ¿Cómo había podido ser tan ingenua como para contarle mis cosas a un desconocido que por lo visto no era en absoluto como yo me imaginaba?

-Estás equivocado – contesté intentando mantener una dignidad que estaba muy lejos de sentir – Puedo ser una niña rica, tienes razón, pero yo no lo elegí. Nací en la familia que me tocó, pero eso no quiere decir que tenga que seguir el camino que ellos me marcan. Yo también tengo mis sueños.

Me levanté dispuesta a marcharme y no verle más, pero me tomó por el brazo y me retuvo.

-Espera, no te vayas así. Perdóname, no quería ofenderte. Tienes razón. Si tienes sueños debes luchar por ellos. Debe ser que yo no los tengo, nunca los he tenido, me conformo con vivir lo que la vida me va dando cada día.

Me solté de su mano con suavidad y salí de bar sin despedirme. Me sentí triste y tonta y sobre todo avergonzada. No quería volver a verle. Estaba claro que no me tomaba en serio.

*

Evité la esquina del metro en la que se solía poner para cantar y no le vi en toda la semana. Su voz, que sonaba lejana entre el eco de la gente y el sonido de los trenes, era una tentación que tiraba de mi pelo hacia su lado, pero me resistí. En el fondo puede que tuviera razón. Yo era una ingenua que pretendía vivir en un mundo que no era el mío, en un espejismo, así que lo mejor que podía hacer era olvidarme de él y centrarme en mi vida de siempre.

Poco me duraron las buenas intenciones. Al cabo de la semana fue él quién se presentó en la cafetería en la que me había invitado al café. No sé si fue casualidad o si sabía que en aquel preciso momento yo estaba allí, nunca se lo pregunté, pero lo cierto es que en cuanto entró se dirigió directamente a mi mesa y se sentó frente a mí sin pedirme permiso.

-¿Estás enfadada? - me preguntó.

Yo levanté la vista de los apuntes que estaba consultando y le contesté a mi vez con otra pregunta.

-¿Importa eso? Tú y yo no nos conocemos de nada, hemos hablado en una sola ocasión y ya dejaste claro que no tenemos nada que ver el uno con el otro. Un enfado entre nosotros no tendría demasiado sentido.

Obviando la seriedad de mi comentario insistió:

-Lo sabía. Estás enfadada.

Su cara de inocencia, de incredulidad, como si fuera un niño pequeño rogando a su amigo retomar la camaradería perdida, me hicieron sonreír

-¿Qué quieres, Max?

-No lo sé – respondió – pero no ha pasado un solo día en que no pensara ti, ni un minuto sin que te echara de menos. Cantaba mis canciones con la esperanza de que de la próxima fueras tú su destinataria. No sé qué quiero ni lo qué me pasa. Lo único que sé es que te necesito.

Aquellas palabras disiparon mis dudas, mis miedos, mi enfado, como él decía, y de repente la vida diferente que yo soñaba, aquella de la que él mismo se había burlado días atrás, regresó a mí en toda su plenitud. A su lado tenía que ser posible.

Iniciamos una relación extraña, singular. Comenzamos a tejer un amor callado y silencioso que ambos ignorábamos adrede, puede que con la intención de que no se percatara el otro. Pero los sentimientos estaban ahí, dentro de nosotros y en algún momento tenían que estallar. Después de muchas semanas de cafés, de confidencias sentados en la boca del metro, al abrigo del frío del atardecer, de mentiras en casa para justificar mis regresos fuera de hora, me invitó a conocer la humilde buhardilla que era su hogar.

-No es gran cosa, como puedes suponer. Pero podríamos pasar una noche de sábado al calor del hogar viendo alguna película y cenando algo sencillo.

Accedí. No había manera de no hacerlo. A aquellas alturas ya me sentía totalmente enamorada. Ya había dibujado mi vida a su lado sin que él lo supiera, ya me había imaginado una y mil veces los momentos en los que iba, poco a poco, a romper el cordón umbilical que me ataba a una existencia insatisfactoria y absurda. Iba a ser difícil, pero tenía que hacerlo.

Aquella noche me inventé un trabajo importante que tenía que hacer con una amiga. Así me ausenté de casa y de mi novio formal y aburrido y me presenté en casa de Max con una botella de vino y una tarta de chocolate. Su piso era pequeño, sencillo y acogedor. Una vieja estufa daba calor desde una esquina y una antigua televisión parloteaba bajito desde la otra. Comimos hamburguesas, bebimos vino blanco, tomamos café, reímos, hablamos, nos tocamos, nos acariciamos.... nos besamos. Y aquel beso revolucionó mis sentidos como ningún beso lo había hecho hasta entonces.

Me pidió que me quedara aquella noche y no supe ni quise negarme. Llamé a casa para decir que el trabajo se había complicado y que me quedaría a dormir en casa de mi amiga. No era la primera vez que mentía y no me sentía mal, al contrario, en mi vida me había sentido mejor sólo de pensar en que si los besos de Max me habían nublado el entendimiento, más lo iban a hacer las caricias que se presentían en el aire. Y así fue. Me hizo el amor con lentitud, deleitándose en cada recoveco de mi piel, una piel que parecía despertar por primera vez al amor. Jamás Agustín me había hecho sentir de aquella manera. Nunca nadie había dibujado mi cuerpo de forma tan perfecta, tan sutil, transportándome hasta los límites de un placer que jamás pensé que existiera.

Cuando terminamos de hacer el amor me acurruqué contra el calor de su cuerpo y me sentí plenamente feliz por primera vez en mi vida.

*

A aquella primera noche siguieron muchas. Aquellas horas que pasaba a su lado, metidos en su pequeña buhardilla, alejados del mundo y de mi vida insulsa y vacía, me hacían perder la noción del tiempo y de la realidad que me esperaba al otro lado de la puerta. A veces me sentía confusa, porque no sabía a qué conducía aquella relación que llevábamos prácticamente a escondidas, pero eran momentos puntuales y fugaces. Después prefería no pensar y vivir el día a día sin plantearme nada más.

Por otra parte, llegó un momento en que se me terminaron las excusas para justificar mi ausencia en casa y no me importó en absoluto. Me quedaba con Max todas las noches de sábado y dejé de dar explicaciones, y así mi silencio tuvo las consecuencias que debía tener. Una mañana de domingo, cuando regresé a casa, mis padres y Agustín me estaban esperando. Mi querido novio se había dedicado a espiarme y lo sabía todo. No me molesté en desmentirlo, entre otras cosas porque no había nada que desmentir, muy al contrario, me sentí aliviada de que por fin se terminaran las mentiras. Sí, me había enamorado de otro; sí, era un muchacho que vivía casi de la caridad y sí, mis intenciones eran irme a vivir con él ya. Prefiero no entrar en detalles sobre el revuelo que se armó, pero por primera vez me mantuve en mis trece. Iba a vivir mi vida como yo quería y al lado de la persona que amaba, les gustara o no. Agustín desapareció del mapa y mis padres me negaron la palabra. Lo de Agustín no me importó en absoluto y lo de mis padres.... sabía que al final acabarían aceptando, si querían conservar una hija, no les iba a quedar más remedio.

Aquella misma tarde corrí al encuentro de Max y le conté lo que había ocurrido. Yo estaba exultante. Le puse al corriente de mis intenciones de trasladarme a su casa en breve, pero contrariamente a lo que yo pensaba, él no mostró entusiasmo alguno. Me sentí profundamente decepcionada y le pregunté por primera vez en nuestra corta relación qué era lo que sentía por mí.

-Yo no quiero revolucionar tu vida – me respondió

-Mi vida ya me la he revolucionado yo solita. Sólo quiero que me digas lo que sientes por mí. Siempre supuse que era lo mismo que yo por ti.

-Pues.... a lo mejor te equivocaste.

-Vaya – respondí tristemente al darme cuenta de mi torpeza – acabo de dejarlo todo por ti.

-Nunca te pedí que lo hicieras.

Ciertamente nunca me lo había pedido, era yo la que pensaba que lo nuestro era posible de la manera más romántica, más imposible, más tonta.

Me miraba impasible, con una frialdad indescriptible emanando de aquellos ojos verdes que tantas noches me habían mirado fijamente mientras me hacía el amor. Eso era lo que yo creía ver en ellos, amor, aunque al parecer estaba errada. Al comprender, todo se derrumbó ante mis pies. Yo sólo había sido una distracción en su vida.

Ni siquiera me despedí, ni siquiera pronuncié palabra. Me limité a dar media vuelta y a salir por aquella puerta con el desencanto por todo equipaje. No entendía nada. Pero a lo mejor no había nada que entender. De regreso a casa, caminando como una autómata por las calles de una ciudad que comenzaba a florecer con la primavera, recapitulé en lo que habían sido aquellos meses al lado de Max y me di cuenta de que jamás me había dicho “te quiero”. Nunca lo consideré necesario. Siempre le di más importancia a los hechos que a las palabras, pero era evidente que ambos habíamos tenido una interpretación bien distinta de lo que había ocurrido entre los dos. Para él no había ocurrido nada, para mí había ocurrido todo.

Desapareció de la boca del metro. Parecía que se lo había tragado la tierra. No pude olvidarle, pero seguí adelante después de llorar. Al menos nuestra corta relación me había servido para algo, para plantar cara frente a mis padres y dejarles claro que no iba a llevar la vida que ellos deseaban, sino la que deseaba yo. Tuvimos nuestros más y nuestros menos pero al final claudicaron, así que aquel verano, terminados mis estudios universitarios y en el conservatorio, me salió una oferta de trabajo como profesora de música en Cabo Verde, concretamente en Puerto Mindelo, en la isla de San Vicente, y me dispuse a preparar todo para marcharme.

Una semana antes de mi partida, mamá tenía la presentación de un importante trabajo realizado por su empresa a petición de no se qué organismo público. Evidentemente era algo relacionado con la economía, por lo que a mí me importaba bien poco, aun así me invitó a acompañarle, creo que deseaba apurar al máximo aquellos últimos días conmigo y precisamente por eso accedí, aunque sólo a medias. Quedamos en que cuando terminara la presentación y comenzara el cóctel que se ofrecía a continuación, yo pasaría a recogerla y me quedaría un ratito con ella. Poco imaginaba que en aquel evento me iba a encontrar con la sorpresa más grande de mi vida.

Cuando llegué mi madre se desvivió por presentarme a sus compañeros de trabajo, gente de la que me había de olvidar en cuanto saliera de aquella estúpida fiesta. Finalmente me presentó a la superestrella del importante estudio que habían efectuado.

-Fíjate que estuvo durante seis meses viviendo de la caridad, controlado por la empresa eh, no te creas que eran sólo palabras. Cantaba en la boca del metro y vivía única y exclusivamente de lo que la gente le daba. ¿Y te puedes creer que algún mes vivió holgadamente?

A aquellas alturas yo ya no sabía lo que podía creer o no, porque como el lector está sospechando en estos precisos instantes, el tipo que mi madre quería presentarme era Max.

No sabría expresar con palabras lo que sentí cuando le vi, vestido con su camisa de marca, sus vaqueros Levis y su jersey azul por encima de la espalda. Me parecía que no era el Max que yo conocía, que estaba disfrazado, pero daba igual, supe que tenía que mantener el tipo y lo mantuve.

-Así que tú eres la famosa hija de Claudia, tu madre habla mucho de ti – me dijo tendiéndome formalmente la mano.

Disimulaba muy bien, tan bien que parecía realmente que no me había visto jamás y yo opté por seguirle el juego a medias.

-A saber lo que dice de mí – contesté con mi mejor sonrisa – seguramente nada bueno, doy mucha guerra. Por cierto ¿cantabas en la estación de la ciudad universitaria? Creo que en alguna ocasión te escuché y me quedé frente a ti hasta que terminaste tu canción. Lo hacías realmente bien.

-Sí, allí cantaba, pero.... no recuerdo haberte visto. Pasaba tanta gente....

-Claro.... Bueno, encantada de conocerte. ¿Nos vamos mamá? Se está haciendo un poco tarde.

Su ignorancia fingida me dolió, más que nada porque lo hacía tan bien que parecía realmente que era la primera vez que me veía, por eso quise salir de allí cuanto antes y por eso me juré a mi misma olvidarle completamente, borrarlo de mi existencia de la manera que fuera. Max era una persona que no merecía ni un segundo de mis pensamientos, mucho menos de mi cariño.

Mi madre salió detrás de mí con una expresión extraña en su rostro.

-¿A qué viene tanta prisa? ¿No te cayó bien Max? - me preguntó – Tal parece que hubieras visto al diablo.

Por un segundo estuve tentada a decirle que su maravilloso Max era el mendigo que me había enamorado, pero no lo hice, no merecía la pena bajarle del pedestal en el que parecía estar a ojos de mi madre. Al fin y al cabo yo tenía en Madrid los días contados y cuando me fuera para Cabo Verde dejaría atrás todos mis recuerdos amargos, incluido Max, principalmente él. Así que puse la excusa de que me sentía un poco cansada, mi madre se la tragó y se acabó el asunto.

El día anterior a mi partida salí a despedirme de Madrid. En el fondo era una ciudad que me gustaba y que abandonaba empujada por las circunstancias. Deambulando por sus calles me vi frente al viejo bar que tantos cafés me había albergado aquel pasado invierno y empujada por la nostalgia entre y me senté en mi rincón de siempre. No sé si fue casualidad, nunca se lo llegué a preguntar, como aquella primera vez, pero al poco rato entró Max y se dirigió hacia mí, como si ya supiera que yo estaba allí. No supe reaccionar. Me hubiera gustado echarlo de mi lado con cajas destempladas pero no fui capaz. Sólo pude preguntarle qué quería.

-Hablar contigo – me respondió.

-Sinceramente no creo que tengamos nada que hablar. No quiero entrar en la dinámica del insulto porque es posible que no tenga derecho a insultarte. Ni pedirte explicaciones que no me tienes que dar, ni echarte en cara lo que hice por estar enamorada de ti. Ahora sé que no eres quién decías ser y eso explica muchas cosas. Mañana me voy por fin a vivir la vida que yo quiero. Me hubiera gustado que fuera contigo y no pudo ser. Pues bueno... lo haré sola.

Suspiró antes de comenzar a hablar, como si necesitara tomar fuerzas para hacerlo. Luego me miró directamente a los ojos, como solía hacer siempre.

-Yo sólo quiero pedirte perdón. Era mi trabajo, un proyecto que no podía contar a nadie. Y además removiste en mí.... tantas cosas. Tuve miedo, miedo de esa nueva vida que me proponías, miedo al compromiso, miedo al amor que estaba sintiendo... Y por eso te dejé marchar.

-Y por eso también fingiste no conocerme el otro día. Déjalo, Max, no merece la pena. Invítame a este último café, después de todas las veces que yo te invité a ti y puesto que no eres ningún mendigo, es lo menos que puedes hacer.

Me levanté y salí del bar sin saber a ciencia cierta si había hecho bien. En el fondo aún le quería, pero nuestra relación no tenía ya sentido dada la distancia que nos iba a separar en menos de veinticuatro horas. Max tenía que formar ya parte de mi pasado.

*

No me costó nada adaptarme a mi nueva vida. Me gustó el lugar, la gente, mi trabajo, mi soledad... la sencillez de una existencia que llevaba buscando mucho tiempo. Pasados unos meses ya me pareció que yo formaba parte de aquel mundo desde siempre.

A veces pensaba en Max, pero eran solo momentos puntuales, envueltos en melancolía, no era añoranza por el pasado ni por lo que pudo ser y no fue, sino por todo lo que vivimos. Aprendí a recordale con cariño, escogiendo sólo lo bueno que habíamos compartido. Incluso había momentos en que imaginaba que él estaba allí, a mi lado, y que juntos vivíamos el futuro que sólo yo había dibujado para los dos.

Un día, al salir de la escuela donde impartía mis clases, las notas de una guitarra llegaron hasta mí nítidas, junto a una voz masculina que cantaba “Hard to say I'm sorry” de Chicago. Un escalofrío recorrió mi espalda y apuré mi paso en dirección a la música. No podía ser, era imposible, pero finalmente fue. Allí estaba, como aquella noche en la boca del metro de la ciudad universitaria, cantando la misma canción que de pronto cobraba sentido. Sí, es difícil decir lo siento, pero siempre hay tiempo para ello, para recuperar lo perdido y lo que nunca se tuvo, para decirle al otro que forma parte de ti y que no puedes dejarle marchar.

La canción terminó y yo saqué de mi cartera una moneda y la eché dentro de la funda de su guitarra, abierta sobre el suelo. Le regalé mi mejor sonrisa y él me correspondió. Después pude leer un te quiero salir de sus labios. No hizo falta decir más. Aquel momento era el principio del resto de nuestras vidas.

 

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