Es
sabido que en la etapa de jubilación o te mantienes ocupado con
diversas actividades o te aburres mirando al televisor. En mi caso
tenía tantas cosas postergadas que el día no me daba para tanto
como quería, pero me lo tomaba con calma pues las prisas nunca son
buenas. Me encontraba en el supermercado haciendo la compra semanal,
lleva su tiempo, porque me fijo si los productos son de España, si
llevan en su composición aceite de palma, azúcar o sal en
importante proporción, en esta etapa de la vida hay que ser muy
cuidadoso con lo que se consume. Pues eso, que estaba delante de las
mandarinas y suena mi teléfono móvil, ¡a mí que no me llama
nadie! Extrañada compruebo que es un número muy largo, de esos de
la administración, asombrada respondo y alguien al otro lado me
pregunta si soy yo, le digo que sí, informando que mi hijo Otto está
ingresado en el hospital tras una operación de urgencia, en la
habitación 637. Tenía en la punta de la lengua decirle que no
tenía hijo, pero sí dos hijas, más en ese instante le recordé y
agradecí la llamada. Memorizando el número de habitación que
acababa de oír, voy rápidamente a la caja, corriendo subo hasta
casa a dejar la compra y en taxi para el hospital.
En
la entrada a las plantas no me dejan pasar porque no tengo el pase,
le cuento lo ocurrido y me reenvía a admisiones donde allí tras
volver a contar lo mismo, me dan la dichosa tarjetita. Subo a la
sexta toda acelerada y al entrar, en una de las camas, veo a Otto,
dormido o no sé qué, porque estaba lleno de tubos por arriba y por
abajo. Me acerco al puesto de enfermería por ver si me explican qué
le ha pasado, ¡la información la tiene que dar el médico!, pero al
contar que me acaban de llamar y no tener idea de qué le ha pasado,
una enfermera amable me informa que le han operado de urgencia por
una peritonitis bastante grave, tenía algo de sedación para que no
tuviera dolores y el posoperatorio fuera mejor. Ya más tranquila
consigo quedarme un buen rato esperando que despierte y dando algo de
palique a su vecino de cama.
Vuelvo
al día siguiente y parece estar algo despierto. Se asombra al verme
y con cariño le regaño por no haberme avisado de lo mal que estaba.
No soy su madre, ni siquiera familia, pero su abuelo y tutor fue mi
vecino de puerta durante muchos años. Tiene la edad de mi hija
mayor e iban juntos al colegio, como su abuelo tenía problemas de
movilidad en las piernas, dijimos a la tutora del segundo curso que
anotara mi nombre como el de su madre, por si había que acudir para
alguna consulta o alguna urgencia. Estaba siempre en mi casa, en
época de clases haciendo deberes con Adela, a él se le daban bien
las lenguas y a ella las matemáticas, así que se ayudaban
mutuamente. Sus padres trabajaban en el extranjero y si bien nunca
venían de visita, en el cumpleaños o navidad siempre le enviaban
regalos, aunque siempre prefirió el de mi casa. Cuando terminaron
el instituto escogieron salidas diferentes y ahí se inició el
distanciamiento. En una ocasión que se había caído en el recreo y
le llevaron a urgencias, me avisaron como su madre, por eso en el
hospital aún sigo constando como familiar más cercano.
Cuando
falleció su abuelo, ya mayor, viajó donde sus padres y desde hacía
unos quince años no le habíamos vuelto a ver. Al mirarle postrado
en la cama, tan pálido y flacucho me dio mucha pena y no hizo falta
preguntarle si lo estaba pasando mal, él solito lo contó, para
justificar su ausencia a pesar de estar viviendo puerta con puerta en
el piso de su abuelo.
Llegó
a casa de sus padres sintiéndose un extraño, habían tenido dos
hijos más, sus hermanos, pero desconocía su existencia y los otros
a él. Habían rehecho sus vidas y él no era más que un pariente
lejano para todos. Dormía en el sofá porque no tenían cama
disponible, pensó en buscarse trabajo para así conseguir
alojamiento, pero se encontraba incómodo en aquella situación y en
aquel país, sobre todo con unos padres a quienes no les importaba.
Desubicado, perdido, empezó a caer en depresión sin nadie a quien
acudir y siendo extranjero en tierra de nadie. Se encontraba
bastante mal cuando recibió llamada del administrador del edificio
donde tenía el piso su abuelo, llevaban mucho tiempo sin pagar los
gastos y el buzón estaba repleto de cartas que parecían de la
compañía eléctrica o del ayuntamiento.
Al
parecer sus padres se habían desentendido de la vivienda y no les
interesaba para nada, ni siquiera para venderla. El recuerdo de su
padre/abuelo, lo ordenado y limpio que era, cuanto le había
inculcado esas costumbres, hizo que resurgiera de su letargo y
volviera a casa de donde nunca debiera haber salido. Empezó a
trabajar en lo que pudo y comenzó a pagar recibos y facturas aun
quitándoselo de comer, porque lo primero era pagar y luego ya se
vería. No había contactado conmigo por vergüenza, quería tenerlo
todo en orden antes de vernos, y en su afán de trabajar había hecho
caso omiso a los dolores, pensando que serían por el hambre.
Le
visité todo el tiempo que estuvo ingresado, incluso mis hijas
también lo hicieron, era como un hermano y así se lo hicieron ver.
Al cogerle los objetos de valor hasta que le dieran el alta también
le cogí las llaves de casa, entré para ver cómo estaba todo y si
podía limpiar o recogerle algo, pero no hizo falta, estaba todo
impoluto, su abuelo le había enseñado bien. Pero la nevera la
tenía vacía, apenas un yogur o unas manzanas, así que decidí
ponerle remedio. Cada vez que cocinaba para mi hacía una ración de
más que llevaba a su congelador, así cuando le dieran el alta
tendría algo para alimentarse, al menos hasta que pudiera volver a
la normalidad.
La
normalidad llegó unas pocas semanas después, retomó su trabajo y
se independizó, igual que hicieron mis hijas, pero eso sí, un
domingo al mes vienen los tres a comer a casa, con sus respectivos o
sin ellos, pero lo importante es cultivar ese lazo familiar que nos
ayuda en los malos tiempos. Y yo que puedo decir, que estoy
encantada de haber recuperado a un hijo, aunque no sea de sangre lo
es de sentimiento, bienvenido el hijo pródigo.
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