Todo
iba de mal en peor, la crisis se había llevado por delante la
ferretería que teníamos. Habíamos vendido el piso para hacer
frente a las deudas y el poco dinero que nos quedó, ya se estaba
agotando. Nos fuimos a vivir al pueblo, a la pequeña casa que
heredamos del abuelo. Desde que habíamos llegado hacía un mes, algo
en aquella casa me provocaba un desasosiego que no podía explicar.
Empecé a cultivar la huerta y me hice con unas gallinas y conejos
pero estaba claro, que este invierno, no íbamos a poder
permitirnos ni siquiera el gasoil de la calefacción. Por más que lo
había intentado no encontraba trabajo, unas veces por falta de
experiencia, otras por falta de formación y otras por viejo. ¡50
años y me llamaban viejo! El dinero no alcanzaba aunque lo
estirábamos más de lo imaginable. Se me caía el alma a los pies,
dándole vueltas a cómo decirles a mis hijos, que tenían que dejar
la Universidad porque no podíamos pagarla. Sólo había una salida,
cada vez lo veía más claro. El seguro de vida de cuando tenía la
ferretería aún no había caducado, 150.000 €, con ese dinero mi
mujer y mis hijos podrían tener un futuro. Era cuestión de coger la
escalera y subir al tejado, la caída parecería un accidente. Pero
me faltaba valor. Aún quedaban dos meses para el vencimiento.
Me
quedé contemplando el cuadro del abuelo. Él, sí que supo ser
fuerte. Él, sí que lo había pasado mal huyendo de la Alemania
nazi. Muchos de sus amigos judíos habían quedado por el camino.
Mirándole a los ojos empecé a tiritar como si la temperatura de la
habitación hubiera disminuido ¡qué invierno más duro íbamos a
pasar! De pronto, me sentí inquieto, como si alguien me estuviera
observando, ¡que tontería!, estaba solo. Raquel e Isaac habían ido
a la facultad y mi mujer estaba cuidando por horas a un anciano,
ganando el poco dinero que ingresábamos. El golpe del cuadro del
abuelo contra el suelo me sobresaltó. Lo recogí y vi que le faltaba
la alcayata y descubrí, pegada en la parte de atrás, una extraña y
vieja llave. ¿De dónde sería? Fui hasta el cobertizo a buscar algo
para reparar el cuadro. Allí dentro, en la penumbra, la sensación
de no estar solo, se hizo aún más patente. No se lo que me impulsó
a hacerlo, pero cogí la escalera y busqué en el viejo y polvoriento
altillo. No había alcayatas, pero encontré una veleta que el abuelo
había fabricado y que recordaba de niño. Estaba un poco oxidada,
pero con un poco de lija, quedó como nueva. La coloqué en el
huerto, aún estaba allí la piedra con el agujero donde la tenía
puesta el abuelo.
Algo
fallaba, la veleta se quedaba siempre apuntando hacia el mismo sitio,
aunque el viento estaba soplando en otra dirección. Intenté girarla
a mano pero seguía sin moverse. Curioso, en el cobertizo, el giro
funcionaba perfectamente. De pronto salió el sol y un rayo,
reflejado en el extremo de la veleta, lanzó un haz de luz a un punto
a los pies de un ficus. Era una situación fantasmagórica. Sin
haberla tocado, la veleta empezó a girar lentamente y el haz de luz
apuntó hacia la pala que tenía para cavar el huerto y luego volvió
a señalar al ficus. Sentí mi corazón latir acelerado y empecé a
temblar. Todo era una locura. Pero las cosas no suceden porque si,
cogí la pala y empecé a cavar frenéticamente donde apuntaba la
luz. A los pocos centímetros note un ruido metálico. Seguí cavando
a mano hasta desenterrar completamente un pequeño cofre envuelto en
un plástico que quité con ansiedad. Tembloroso miré la cerradura.
Recordé al instante la llave del cuadro y empecé a buscarla
frenéticamente por mis bolsillos. La metí en la cerradura, la giré
y sonó un pequeño click. Al abrir la tapa, el haz de luz hizo
brillar cinco piedras preciosas. Sabía perfectamente lo que eran,
había oído muchas veces esa historia. Los judíos siempre guardaban
unos pocos diamantes por si tenían que salir huyendo, poder empezar
de nuevo en cualquier otro sitio. Empecé a llorar y mirando al cielo
musité, te quiero, abuelo.
El
haz de luz poco a poco se fue difuminando y la veleta se puso a
apuntar en la dirección del viento.
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