El silencio habla - Marga Pérez


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Ser capaz de escuchar lo que no se oye, es un arte que se puede aprender.

Koqué va hacia la estación de autobuses. Desde hace cuatro años, cuando empezó a trabajar, pasa más de siete horas semanales en el transporte colectivo. Al principio, hablar con quien fuese sentado a su lado, tenía su encanto, sobre todo si sus compañeros eran del sexo masculino . No, el matrimonio no estaba entre sus planes, simplemente no tenía tiempo para socializar ni divertirse.

Koqué va a la estación de autobuses a tomar el que la llevará a su trabajo aunque no le importaría conocer ahí a alguien que le diese un poco de vidilla.

Con los años fue perdiendo interés en conocer gente nueva. Siempre lo mismo, las mismas preguntas, el mismo falso interés, las mismas respuestas típicas y el mismo esperado final: “bueno, hasta otra” cosa que nunca llegaba a suceder. Ninguno repetía.

Tras casi diez minutos de espera, por fin el conductor abre la puerta delantera. Ella sube las escaleras, enseña el billete y se dirige hacia los asientos traseros donde elige uno al lado de la ventanilla, sin importarle quien se fuese a sentar a su lado. Hacía meses que viajaba en silencio. Si alguien se dirigía a ella, los monosílabos que propinaba decían a las claras “no quiero hablar”.

Quien entonces camina hacia su asiento, despierta en ella algo que hasta ese momento había estado oculto en sus más secretas fantasías. A su lado se sienta un “pacato” y además completamente impresionado por ella. Cuando piensa en pacato ve al timorato, ingenuo, inocentón. Al pueblerino e ignorante. Al clásico chavalón de pueblo frente a una mujer de ciudad, hecha y derecha.

Ella no tiene ningún interés en el. No quiere saber si trabaja o estudia, si vive donde ella o es de dónde ella trabaja, si está al tanto de la actualidad o es de los ignorantes ignorantones. Sólo quiere jugar un rato. Llenar de adrenalina el viaje. Hacer realidad una fantasía ... Acerca su pierna a la de él mientras mira distraída por la ventanilla. Está hecho. Deja su rodilla contra la suya, siente su calor, su presión. No quiere ir más allá, sólo eso. Por el rabillo del ojo ve cómo sube la tensión en su compañero. El no dice nada. Tampoco retira la pierna. Los dos siguen en silencio.

A Koqué le atrae el juego de la ambigüedad, del decir sin decir. Le atrae el roce, la sutileza. Le excita estar en la frontera entre el gesto descuidado y la provocación, entre la ingenuidad y la grosería. No quiere cruzar raya rojas, sólo jugar, no va a ir más allá. Para ella es otro modo de llenar cuarenta y cinco minutos de aburrimiento. Las rodillas no se separan hasta que ella percibe movimientos inequívocos de acercamiento por parte de él. Bruscamente retira la pierna, se gira y se concentra en lo que sucede en el exterior. La ventanilla es su aliada en este juego. Cuando ve que el peligro ha pasado vuelve a acercar la rodilla. Con este juego llegan al destino, él, sin decir nada, la mira como preguntando ¿y ahora qué? Koqué hace como que no lo ve, se cuelga el bolso al hombro y se levanta obligando a su compañero a hacer lo mismo y salir al pasillo sin emitir señales . En fila india atraviesan el autobús hasta llegar a la puerta, se bajan y Koqué se diluye entre la multitud de la estación.

A pesar del éxito del juego, piensa que con una partida tuvo suficiente. Le entra miedo ¿Y si al llegar no me pudiera despistar entre la gente y me sigue? ¿Y si quiere cobrarse lo que se imagina de mis insinuaciones?…

Vuelve a sus viajes aburridos. Deja de hablar y de jugar. Vuelve a sumirse en el silencio.

Los meses pasan sin pena ni gloria hasta que un día, en la cola para subir al bus, ahí estaba él. En cuanto la ve se acerca…

-Hola, otra vez coincidimos

-¿Perdón?

-Hace unos meses coincidimos en este mismo trayecto…

-Creo que me confunde con otra persona. Hace años que no viajo en autobús

El se resiste e insiste

-Te invito a tomar algo... cuando quieras si hoy no puedes… podemos conocernos

-Por favor, déjeme en paz. Le he dicho que se equivoca

El se pone serio, la mira defraudado y vuelve a su lugar en la cola.


Koqué no llegó a saber que lo que para ella había sido un juego para el había sido un punto de inflexión en su vida... y un torbellino de dudas. No llegó a saber que estaba hecho un lío pero ilusionado, que desconocía qué esperaba ella de él. Que le atraía su belleza. Su elegancia. Que su larga melena rubia esparcía un olor excitante que lo tenía obnubilado. Que al sentir su pierna contra la suya no dejaba de preguntarse pero ¿qué coño es lo que quiere?. Que sabía que no era un roce casual pero, lo que aquella rodilla decía, lo desmentía el resto de su cuerpo. Veía a aquella mujer que sólo miraba hacia el exterior, que no buscaba conversación ¿Querría sólo sexo?

Que intentó dirigirse a ella para saber su nombre, hablar de algo, compartir algo más que sus piernas… que se giró. Ella de forma brusca retiró su pierna y encontró fuera algo que captó su interés. Que creyó que todo había acabado ahí hasta que volvió a sentir su pierna contra la suya. Que se puso nervioso, tenso. Que no estaba acostumbrado a que una mujer llevase la iniciativa del cortejo o de lo qué coño fuera éso. Que estaba desconcertado. Que no sabía qué era lo que tenía que hacer... que se dejó llevar. Que quiso sentir su presión, su dominio, su calor, su olor, su interés,su cercanía...y mucho más. Que creía que al final del trayecto iba a pasar algo entre ellos. Que esperó sentado a que le indicase cual era el siguiente paso. Que quedó desarmado cuando vio que se levantaba y en silencio le obligaba a salir al pasillo. Que pensó que quizá una vez fuera...ya en la calle, podría ser el momento del encuentro, mirarse, hablar, ir a tomar algo, quedar para otro día...algo. Que no sabía cómo la estación la había engullido de aquella manera.

Koqué no llegó a saber que el se había quedado petrificado, quieto en mitad del andén buscando inútilmente su pelo dorado. Que desde entonces pensaba en ella, en encontrarla, en lo que le diría cuando la viese. Que cada día que puede, acude a la estación de autobuses, a distintas horas, también en la que coincidieran. Que acudía a buscarla. Que así llenaba la soledad que su novia de toda la vida le había dejado al irse con un compañero de trabajo. Que su novia se había ido mientras todo iba bien entre ellos, mientras que el era feliz a su lado. Que...


Tras varios meses buscándola ve su melena dorada en el andén. El corazón se le pone a cien. Todo lo que había preparado se le agolpa y, cuando se ve frente a ella, sólo es capaz de decir obviedades: que si habíamos viajado juntos, que si podíamos tomar algo… No se había preparado para que le dijese que estaba equivocado, que ella no era la persona que buscaba. Y otra vez quedó desarmado sin saber qué hacer, ni qué decir. Y se retiró sin decir más. Había jugado mal sus cartas. La tenía en bandeja y la había perdido.

Ambos jugaron a huir. Ella del aburrimiento, el, del fracaso amoroso que lo tenía hundido.

En Koqué nació la determinación de dejar el transporte de estudiantes, buscar un coche, con otros compañeros, sola... Sin pensar en el, ella consiguió que en el naciese el deseo de pasar página, de mirar hacia adelante. Algo en el interior de ambos había cambiado, sin poner nada de su parte, sin buscarlo ni tenerlo previsto… Ninguno de los dos llegaron a entender aquel viaje, qué coño había pasado en aquel asiento.


Ser capaz de escuchar lo que no se oye, es un arte que se puede aprender.

Ser capaz de escuchar el silencio y además entenderlo, es bastante más que un juego.

 

 

 

 

 

 

 

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El silencio habla - Marian Muñoz

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-Te has quedado muy callado ¿no te ha gustado?

-Siempre que lo hacemos terminamos riendo, cantando hasta bufamos al no encontrar palabras para expresarnos, tu silencio me preocupa.

¡Qué tonta fui, como no me di cuenta que aquella intensidad auguraba un adiós! otro más que me deja a pesar de pasárnoslo bien ¿tendré que acostumbrarme a vivir sola? Cambio de vivienda, de localidad, de provincia y a pesar de ello en todas partes ocurre lo mismo, justo en el momento en que pienso que es el definitivo ¡zas! Se esfuma de mi vida sin una razón aparente, no me cuenta cual es el problema, ni siquiera dice aquello de “no eres tú soy yo”. ¡Malditos sean los hombres! evidentemente tengo que plantear mi vida de otra manera, con otro tipo de compañía, no sé, pero éste va a ser el último en mucho tiempo, ya me harté.

Ante una palabra ya sea dicha alta o baja, con ira o dulzura puedes responder, pero a un silencio hay que escucharle bien al tener muchos significados y no siempre los sentidos están suficientemente en alerta para poder entenderlos.

Lorena comenzó a buscar el silencio, dedicó horas y horas a interpretar miradas, movimientos de rostro apenas perceptibles, posturas, vestuario, todo aquello que indicara un camino a tomar para resolver la problemática de quien tenía delante. Las médiums y pitonisas son grandes lectoras y si además les funciona la intuición eso ayuda mucho a hilar fino sobre lo que preocupa o aterra al cliente. Trabajar en una biblioteca facilitaba su tarea, allí debía imperar el silencio aunque nunca era total, siempre había siseo de hojas al pasar páginas de un libro, de un cuaderno, toses o tropezones de patas con las viejas baldosas al levantarse de la silla o sentarse. Pero a pesar del ruido ambiental escuchaba perfectamente a cada uno de los usuarios que allí transitaban. Entendía sus cuitas sin siquiera hablar con ellos eso le hacía tener a mano aquel libro que más necesitaban o el que andaban buscando sin siquiera saberlo. Tantos años en aquel trabajo le hizo darse cuenta que a aquella mujer de mediana edad la estaban maltratando, tapaba todo su cuerpo y cuando parecía que un trocito de su piel estaba a punto de asomar, lo escondía. Comenzó buscando libros de geografía, luego policiacos y ahora estaba con los de plantas. La intuición le decía que aquello no iba a terminar bien para alguien y deseaba que no fuera para ella porque le caía bien. A pesar de toda su vestimenta siempre iba impecable, colores oscuros pero bien combinados, moño bajo y zapatos de colegial, cómodos y brillantes. Sentía la necesidad de ayudarla pero sin que se enterara al no querer inmiscuirse en su vida por si acaso se equivocaba.

Al devolverle el último libro de plantas le sugirió otro que tenía en el mostrador, los especímenes que en él aparecían eran más difíciles de seguir el rastro en caso de ingesta accidental. No mostró signo alguno de sorpresa o agradecimiento, simplemente lo tomó y se sentó donde siempre, la tercera mesa del primer pasillo, donde había más claridad al estar cerca de un gran ventanal. Los días pasaban y la mujer seguía leyendo con interés, se congratuló de haber acertado.

Una tarde al salir del trabajo la encontró en la parada del bus, se saludaron e intercambiaron frases de cortesía sobre el tiempo, nada especial, pero entre ellas fluyó una corriente de simpatía. A pesar de haber grandes silencios en su conversación no parecían darle importancia y tras un largo recorrido a sus casas quedaron para verse y tomar un café. Se había autoimpuesto no relacionarse con quien acudía a la biblioteca, pero aquella mujer parecía especial, sentía curiosidad a la par que compasión y decidió ayudarla. Los día se sucedieron como antes del encuentro y empezó a exasperarse ya que ardía en deseos de pasar a la acción, el sólo pensar en las palizas o abusos que podían estar infligiendo a la mujer la reconcomía por dentro, muy a su pesar aguardó a que fuese la otra quien diera el siguiente paso.

Dos meses más tarde tomaron aquel café pendiente, una tarde lluviosa se adentraron en un bar justo cuando estaban cerrando y como la otra vivía cerca subieron a su casa. La charla fue amena, no había vestigio de otra persona viviendo con ella más parecía un piso de alquiler escasamente amueblado. Detrás del café le ofreció un licor de hierbas que había confeccionado con una receta ancestral de su familia. Olía de maravilla y su sabor dulzón encubría algo amargo que no conseguía adivinar. Debía llevar alcohol de bastante graduación porque al poco de dar un trago comenzó a marearse, se tumbó en el sofá y despertó sobre la mesa de un quirófano, asustada cayó al suelo, con dificultad pudo ver en otra mesa a una mujer muy parecida a ella, tenía que ser el efecto del licor a saber que hierbas habría metido. ¡El libro! Intentó salir de allí corriendo pero sus piernas no respondían, alguien la cogió en sus brazos y la depositó suavemente de nuevo en la mesa de quirófano, no se enteró cuando su corazón comenzó a latir en el cuerpo de otra persona, una hermana gemela robada al nacer por la mujer de la biblioteca, padecía problemas cardiacos y necesitaba un trasplante que no llegaba, la manera más directa buscar a la hermana sana y robarle su órgano.

En su cabeza se instaló el silencio y su cuerpo por fin se relajó, las pistas que leyó no fueron fiables.



 

 

 

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La maldad tiene tantas caras como la luna - Cristina Muñiz Martín



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La maldad tiene tantas caras como la luna. Hala, que bonita me ha quedado esta frase. Pero ¿cuántas caras tiene la luna? No sé, voy a mirar, esperad un momento. Pues nada, que solo tiene dos. Qué desilusión. Claro, ahora que recuerdo, lo que tiene son varias fases. ¿Y cuántas serán? Uy, voy a mirar a San google de nuevo. Buffff... era muy largo de leer, no sé por qué la gente se enrolla tanto para explicar algo tan sencillo. No obstante, también me vale. La maldad tiene tantas caras como las fases de la luna. ¿O no? Igual son demasiadas. No sé, casi que lo dejo como al principio. La maldad tiene tantas caras como la luna, es decir, la cara visible y la cara oculta. Sí, eso es más preciso. Bueno, ahora voy a ver que hago con esa frase, si una poesía, un relato o igual hasta me sale una novela. Sí, sería un buen título. Bueno, voy a pensarlo, os dejo, que se me queman las lentejas. Es lo que tiene ser escritora y ama de casa a un tiempo. Y no me quejo, que por lo menos tengo una habitación propia. Ya os contaré. Chao.


 

 

 

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Mapas- Esperanza Tirado

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Adobo guisado, besos de chocolate, dulces de canela y miel… todos esos olores y sabores… son sensaciones de días eternos en casa de los abuelos. Tiempos que se fueron. Que quedan grabados en viejos álbumes de fotos, de hojas sueltas y desordenadas, como un mapa del tesoro que hay que interpretar, reordenando las piezas que van faltando.

Ni caso tiene intentar convencerse de que no son joyas ni plata lo que contienen, sino todo un mundo que se recuerda entre neblinas y toneladas de cariño, de una memoria que se va oscureciendo con el Paso de los años.

Allí está la bici, que heredé de mi padre, debajo del hórreo; era temporada de cosecha, el maíz sobresale por las barandillas. En aquel columpio me rompí el brazo. Aún siento el ‘crack’ del hueso retorciéndose. Recuerdo ufano llegar el lunes a la escuela con mi venda recién puesta para enseñarla los amigos. Miro más arriba y me encuentro con tu risa sosteniendo una cocacola, y el sabor burbujeante de nuestro primer beso me hace cosquillas. Ojalá hubiera un mapa que me ayudara a volver mis pasos hacia esos momentos.

Pero no lo hay, no hay más explicación que lo vivido. Y es que el tiempo pasa fugaz.

 

 

 

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Sesión nicotina - Marga Pérez





-Creo que tuve alguna vez un plan para dejar de fumar pero fracasó. No lo soporto . El verbo fracasar debería dejar de existir. Nunca más hice planes. VIVO.

- Tia, ¡qué razón tienes! VIVAMOS

Tras la confidencia echa al oído las dos amigas, envueltas en humo, se abandonan al placer del tabaco mientras la música, alta la vela, llena todos los rincones del local y de los que allí se encuentran.

Los cigarros me matarán, lo sé, debo conseguir mechero antes de morir (Greg Dulli)

No me busques. Me iré. Recuerda cariño, no fumes en la cama” (Nina Simone)

Tu amor es como ese último cigarro, lo saborearé, ese último cigarro, lo fumaré aguantando el aire esperando que nunca se acabe, pero cuando se fue, se fue, como ese último cigarro” (Bon Jovi)

El tiempo se consume en lo que pones un cigarro en tu boca” (David Bowie)

Fumaba en mi cama porque pensaba que eso me molestaría, pero me encanta ver a las chicas fumar en mi cama” (Hefner)

Fuma negro sucio blanco, crápula español.

Fuma negro sucio blanco, sin bronquio ni pulmón.

Fuma negro sucio blanco, producto nacional…

Que corra la nicotina, hay ducados en la esquina. Que corra la nicotina, ven a vivir al estanco. (Siniestro Total)

Tengo un paquete de cigarrillos. ¿No sabes que esto no es forma de resolver tus problemas ?

¿Por qué no respiras? ¿No ves que mis pensamientos se ahogan en el humo? (Tash Sultana)

Es temprano por la mañana. Estoy aquí sentado con mi chica. Entre cigarrillos y café, ahora. Todo mi corazón grita . Amor, al fin te he encontrado. No me dejes. Y por favor, cariño, ayúdame a fumar un cigarrillo más. Ayúdame a disfrutar” (Otis Redding)

Tiene su gracia levantarse de la cama, un cigarrito, un cafetito, unas galletas y después otro cigarrito. Y alguien llama y con su voz insoslayable va y me dice :”Haz las maletas” Y me preparo a discutir mientras enciendo otro cigarro. Otro cigarro que aún no es el de después. Es anterior, por eso mismo lo destaco. Gracias tabaco” (Javier Krahe)


Ya me pasé fumando la noche entera, sin disipar tu imagen dentro de mi. Voy a fumar de nuevo, y a pedir bebida al saber que luego, por más que traté, sin ti no sirve mi vida” (Hector Lavoe)


Dios es un fumador de la Habana .Veo sus nubes grises. Se que fuma incluso por la noche. Me gusta cariño. Eres sólo un fumador gitano. Tu eres mi maestro después de Dios. Dios es un fumador de la Habana. El mismo me dijo. Ese humo envía al paraíso Lo sé cariño. Eres solo un fumador gitano. Sin ellos, eres infeliz.” (Serge Gainsbourg)


Fumando en el baño de los chicos. Fumando en el baño de los chicos. Profesor no me jodas con tus normas. Todos saben que está prohibido fumar en el colegio” (Motley Crue)


Antes de mi ejecución me gustaría tener un cigarrillo. Y pensar en la vida que solía vivir. Si, este va a ser el último antes de irme porque mi hora ha llegado. Y no queda nada que dar. El sabor del cigarrillo me recuerda al pasado. Cuando las cosas eran puras e inocentes. No podría haber un mejor momento para fumar mi último cigarrillo. Me doy cuenta de que ahora estoy de pie cara a cara con la muerte. No podría haber un mejor momento para fumar mi último cigarrillo. Mi cigarrillo se quemó y sólo quiero gritar y gritar. Tengo miedo de morir, pero no les importa. Si esto es un mal sueño, despiértame ahora, hijo. Estoy meando en mis pantalones, el miedo acaba de empezar. No tengo últimas palabras, porque ya estoy muerto. El fuego en mí se quemó como mi último cigarrillo “(Tim Steinfort)


Es sòlo un cigarrillo y no puede ser tan malo.

Cariño, ¿no me amas ? Sabes que me entristece

Es sólo un cigarrillo como siempre solías hacer

Yo era diferente entonces, no necesito que sean geniales

Es sólo un cigarrillo…

y daña tus bonitos pulmones

bueno, es sólo dos veces a la semana, así que no hay muchas posibilidades

es sólo un cigarrillo.

Pronto serán diez

cariño, ¿no puedes confiar en mi? Cuando quiero parar puedo.

Es sólo un cigarrillo y es un malboro light

Tal vez, pero ¿vale la pena si luchamos?

Es sólo un cigarrillo que recibí de Jamie Lee.

Ella va a recibir una bofetada y yo te voy a dar tres

Es sólo un cigarrillo” (Princess Chelsea)


Los esclavos de nicotina son todos iguales. En una fiesta de caricias o en una partida de póquer. Todo tiene que parar mientras tienen un cigarrillo. Fuma, fuma, fuma ese cigarrillo.Puff,puff, puff y si fumas hasta la muerte. Dile a San pedro en la Puerta Dorada que odias hacerle esperar pero tienes que tener otro cigarrillo.” (Tex Williams)

Nunca hagas caso cuando oigas decir que está prohibido fumar.

Nunca hagas caso cuando oigas decir que está prohibido fumar” (Roberto Carlos)


La conversación en el Club de Fumadores es casi imposible. Hoy , como todos los viernes, hubo sesión musical sobre el tabaco. Es lo que une a sus asociados.

Entre ellos no se habla de planes para dejar de fumar . La palabra fracaso se ha prohibido por unanimidad. ¡Que corra la nicotina!


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El silencio habla - Gloria Losada




No sé bien cómo comenzar a relatar mi experiencia. Podría decir que todos los hombres son gilipollas, pero no me gusta generalizar porque seguro que hay muchos que no lo son. Quizá mejor decir que todos los gilipollas me tocan a mí. Sobre todo mi último novio. En fin, creo que voy a empezar por el principio.

Me llamo María y soy maestra, aunque mi verdadera pasión es la fotografía. Siempre que voy a algún lado lo hago acompañada de mi cámara y así dejo testimonio de la vida, de la común y corriente, porque mis fotos no son nada extraordinario, son fundamentalmente escenas cotidianas y lo cierto es que aunque tengo un blog y alguna red social dedicada a ello en los que me sonríe bastante el éxito, no deja de ser un pasatiempo sin más, a través del cual conocí al tipo en cuestión.

No soy yo mucho de novios. Me casé muy jovencita para escapar de casa y de la represión de unos padres demasiado autoritarios y aquello duró lo que tenía que durar, más bien poco. Cuando ambos nos dimos cuenta de que no funcionaba nos fuimos cada uno por su lado y a otra cosa mariposa. Con Carlos, mi exmarido, siempre conservé una buena amistad, él rehizo su vida con otra mujer, le va de maravilla y de vez en cuando nos vemos, nos saludamos con cariño y nos tomamos un café o unas cañas. Por mi parte no he vuelto a tener nunca ningún compromiso serio, tampoco lo he buscado, conocí a tres o cuatro tíos cada cual más imbécil que el anterior y ninguno me llegó a enamorar, hasta que apareció Javier.

Javier comenzó a hacer comentarios sobre mis fotos. A él también le gustaba la fotografía y llegó un momento en que pasamos de hablar de nuestra afición a hacerlo de nuestra vida personal. No vivíamos demasiado cerca, aunque tampoco extraordinariamente lejos y un día decidimos conocernos. Nos caímos bien y nos hicimos novios. Nos veíamos cada vez que nuestro trabajo nos lo permitía, siempre una vez al mes por lo menos y nos lo pasábamos muy bien juntos. Pero en algún momento de la relación yo empecé a notar cosas que no quise ver, el amor me cegaba, como no. Javier recién había terminado una relación de varios años y no la había superado en absoluto. Ana, su ex, salía a relucir bastante en las conversaciones, tanto, que llegué a hacerme una imagen bastante clara de como debía ser. Un día me enseñó una foto de la tipa de espaldas, desnuda, en una playa. Es que eran asiduos a las playas nudistas. Había colgado la foto en cuestión en una red social, lo cual a mí me pareció un poco fuera de lugar, pero no dije nada, no era cosa mía. Aparte de esa foto, tenía muchas de más de la tal Ana, todas ellas posando cual modelo. La tía no era guapa, pero tenía un estilazo impresionante y en conjunto resultaba, cosa a la que yo, la verdad, no di la menor importancia porque era algo que no me interesaba en absoluto. Llamar la atención por mi físico nunca entró dentro de mis preferencias en la vida, me gustaba más que se me apreciara por otras cosas, la verdad, y si no ya me apreciaba yo a mí misma, no me hacían falta los halagos de los demás.

A veces me hablaba de lo que hacían juntos, que era ver estupideces en la televisión y poco más. Poco a poco yo me iba dando cuenta de varias cosas, de que no había olvidado a Ana, de que si pretendía hacer las mismas cosas conmigo que con ella, la llevaba clara, y de que cuando yo, por algún casual en la conversación, criticaba alguna de las chorradas que le gustaban a Ana, él se ponía a la defensiva.

El día que le dije que era fea, me miró con cara de espanto y me dijo que estaba equivocada, que Ana llamaba la atención por la calle. Valiente hazaña, pensé yo. Cosas como esas dieron al traste con la relación. Yo hacía tiempo que me había dado cuenta de que no me quería, que la quería ella, y le dejé, no por voluntad propia, sino porque estaba segura de que era lo que él deseaba y no se atrevía a hacer, de hecho lo noté aliviado cuando se lo dije. Se acabó y no voy a decir que no me doliera, me dolió mucho, lloré bastante y me costó olvidarlo, a pesar de ser consciente de que era lo mejor. Me dejó tan tocada que cerré mi corazón al amor y me centré en mi profesión y mi afición. No quise saber nada de tíos. Lideré en el colegio un proyecto educativo que tuvo muy buena acogida y por otro lado me organizaron una exposición de mis trabajos de fotografía. Me olvidé de Javier, de Ana y todo lo que no fuera lo que me gustaba hacer en la vida.

A raíz de la exposición me hiceron una entrevista en la prensa y, vaya casualidad, el mismo día que la publicaron recibí una llamada de Javier. Por cuestiones de trabajo venía a la ciudad y si quería tomar un café... creo que no, que no quería, pero por educación y en aras a los buenos tiempos, quedamos. Me contó que había vuelto con Ana y que era muy feliz. Me alegré y me dio pena al cincuenta por ciento. Si era feliz, pues estupendo, pero en el fondo no entendía cómo le gustaba estar con una persona tan simple. Sé que debí de callarme pero mi lengua fue más rápida y se lo dije. Se sonrió y con un deje de rabia en su voz me dijo que lo que yo tenía era envidia. Envidia... yo... de esa tía. Me mordí la lengua. Pensé que la callada por respuesta era lo mejor. Yo también sonreí. Cogí el periódico, lo abrí por mi entrevista y se lo tiré encima de su café.

–Lee – le dije – esta vez no te voy a dar réplica. Lee y que mi silencio te haga pensar.

Y me fui. No le he vuelto a ver, ni falta que me hace. Prefiero mis fotos.


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Dejadme dormir, por favor - Marga Pérez






Despierto y veo muerte. Negocios cerrados. Pobreza. Miedo. Colas del hambre. Incertidumbre. La economía parada. Dolor. Pandemia por doquier. Tristeza. Luchas de poder. Intolerancia. Soledad. Depresión. Bulos. Mujeres maltratadas. Asesinadas. Mascarillas que axfisian . Tormentas devastadoras. Emigrantes que llegan huyendo de algo peor que el virus. Emigrantes que huyen de otros miedos. Gel que todo lo desinfecta. Ataúdes que llenan grandes recintos. Negocios que bajan la persiana. Políticos que no están a la altura. Abrazos virtuales. Inundaciones. Manifestaciones del odio. Hacinamiento de seres humanos esperando respuestas que no llegan. Mentiras. Engaños. Padres que matan a sus hijos para hacer daño a sus madres. Enfrentamientos ideológicos. Campos arrasados. Viviendas anegadas. Tornados. Distanciamiento físico. Ancianos condenados a la soledad. Noticias que se repiten y se repiten y se repiten y se repiten. Falta de libertad. Normas y normas, algunas contradictorias, absurdas, inútiles también. Paro. Ertes. Soledad. Morir sin familia. Viajar al más allá . Dar el paso sin cortejo fúnebre. Sin consuelo. Demencias prematuras, en casas, en residencias, en silencio. Infartos. Ictus. Parásitos. Depresiones. Ciudades en blanco bloqueadas de hielo. Ciudades vacías. Silencio. Aislamiento. Niños privados de abrazos seniles. Tiempo perdido que no vamos a recuperar porque el virus lo engulló sin darnos cuenta. Miedo al contagio. Miedo a salir. Miedo a lo que se sabe, a lo que no sabemos, a lo que podríamos llegar a saber…

Despierto y no me gusta lo que veo. Me niego a poner la mascarilla. Nadie ve el final del túnel. La tele dice cosas que... mejor callaba. No sé cuánto llevo en casa sin salir...

Despierto y vuelvo a empastillarme. Quiero dormir. Mi médico sabe que no he sido programada para sufrir, lo entiende y yo también, así que me piro.


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Escenas cotidianas - Gloria Losada



     Ana y Sebas caminaban despacio cogidos de la mano. Hacía apenas
dos semanas que habían empezado a salir juntos y cuatro que se
conocían, justo cuando ambos habían comenzado el curso en el nuevo
instituto. Ni uno ni otro habían conseguido encajar nunca en sus
antiguos colegios porque eran un poco frikies, si por frikie se puede
entender a alguien que le guste estudiar, le entusiasme el arte y la
historia y pase de emborracharse y de fiestas estúpidas. Puede que
para dos chicos de 16 años no fuera muy normal pero ni uno ni otro
deseaba renunciar a sus gustos por ir con la corriente, así que
encontrarse fue toda una fiesta, su fiesta.
    Aquella tarde habían quedado para rematar un trabajo sobre el arte
rupestre, trabajo precisamente a través del cual se habían conocido y
descubierto. Como había terminado pronto y hacía una agradable tarde
otoñal, salieron a dar un paseo. Al llegar a la altura de Los Canapés,
decidieron sentarse a comer unos paquetes de pipas. Comenzaron a comer
en silencio, solo roto por los tenues chasquidos de las cáscaras al
romperse, hasta que Sebas dijo:
      -Yo creo que estos bancos merecían estar en otro sitio de la
ciudad  donde tuvieran más vistosidad. Son una bonita obra de arte y
casi nadie sabe que existe.
    -Pues sí, podían ponerlos en el parque de Ferrera, o en el de las
Meanas… pero supongo que será difícil sacarlos de aquí. Además  este
es su lugar original. ¿Sabes que los construyeron para que el rey
Carlos III que viajaba de Avilés a Oviedo se sentara a descansar?
    -Eso es lo que se cuenta, pero no es verdad. El rey Carlos III
jamás viajó a Asturias, lo que sí es cierto es que se hicieron por
orden de él, que al parecer le gustaba mucho crear rutas a las afueras
de las ciudades, para que éstas tuvieran más fácil acceso, y
adornarlas con estas historias. No era mala idea, unos bancos para que
la gente descansara, como antes se andaba tanto a pie, o en caballo,
que nos les venía mal tampoco descansar el culo de tanto trote.
      Ambos rieron la ocurrencia de Sebas, mientras seguían comiendo
las pipas y colocando las cáscaras cuidadosamente en el medio de
ambos, para luego tirarlas en una papelera.
     -No los hay en muchos lugares – continuó hablando Ana -. Bueno en
Oviedo hay uno, o había, no recuerdo si sigue existiendo. ¿Te suena
una calle que se llama Silla del Rey? Pues ahí estaba, o está, no sé.
     -Silla del Rey, ni idea, pero podíamos ir un día a ver si la encontramos.
     -Pues sí, sería divertido. Siempre prensé que esa calle tenía un
nombre estúpido, si le hubieran llamado Trono, calle Trono, sería lo
mismo.
    -Ya, pero le faltaría sonoridad.
    -Sí, eso es cierto. Que buenas están las pipas, son un vicio,
cuando empiezo no paro. ¿Sabes Sebas? Yo creo que cuando se hicieron
estos bancos, el lugar tenía que ser perfecto. Quiero decir, hoy están
al lado de un puente de cemento, con vistas a una gasolinera, pero
antes todo eso serían campos… y un río… estaría chulo pasarse las
tardes aquí sentado, leyendo un libro, y de vez en cuando levantar la
mirada y contemplar el paisaje.
    Sebas soltó una risilla.
    -Visto así… - dijo- aunque no creo que por aquel entonces los
aficionados a la lectura leyeran fuera de sus casas. Lo que sí son, un
poco duros, se me está quedando el culo cuadrado. ¿Marchamos?
    -Sí, que en casa cenamos a las ocho y media y son casi las ocho. Vamos.
   -Qué vas a cenar tú con todas las pipas que te has comido.
   -Uy no sabes tú el saque que tengo.
   Tiraron las cáscaras de las pipas a la papelera y continuaron su
camino. Un días más.




Los Canapés - Marián MUñoz




Magdalena del Río nunca usaba su segundo apellido como forma de mostrar desprecio hacia una madre que la abandonó tras destetarla.
Fue en el verano de mis catorce años cuando me propuse trabajar y ganar algo de dinero.  Me había pasado todo el curso encerrada en casa, haciendo deberes, estudiando y viendo películas americanas que llenaron mi mente con ideas de independencia y de disfrutar la vida de otra manera.  Mi mejor amiga se había roto una pierna y su madre no nos permitía visitarla porque según decía “ensuciáis mucho la casa”.  Como me aburría decidí buscarme un entretenimiento remunerado.  El ser de constitución pequeña no me ayudaba con el cometido de canguro, tampoco interesaba en el barrio lo de beber limonada; en tareas de jardinería o limpieza no tenía mucha idea aunque estaba dispuesta a aprender con tal de recibir una paga.  No es que me faltara de nada pero generar mis propios ahorros me hacía sentir mayor.  Comentándolo con una amiga me escuchó Paquita la vecina de al lado, informándome que en la casona buscaban personal para las tardes.
Me armé de valor y entré por el gran portón de la casa azul, los jardines que la circundaban además de vistosos lucían muy cuidados.  Tiré del llamador de la puerta principal y abrió una mujer bajita y gruesa con cara de mal humor.  Me miró de arriba abajo despachándome con cajas destempladas.  Alzando la voz para hacerme oír le conté que buscaba trabajo, me miró nuevamente de la misma forma, reconozco que aún no estaba desarrollada y mi rostro conservaba rasgos infantiles, pero tenía mucha fuerza, la que me daba acarrear con diez o doce libros cada día que iba a la escuela. Intuía que iba a echarme cuando del interior de la casa se oyó una voz de mujer que decía “¡déjala entrar!”
Era la primera vez que me aventuraba en una vivienda como aquella, suelos de madera brillante, paredes profusamente adornadas con grandes cuadros, alfombras gastadas que aún conservaban su esplendor por las esquinas, el recorrido fue corto pero intenso para una mente juvenil impresionable.  En una gran sala y sentada en un sillón orejero granate descansaba una mujer mayor, si bien su peinado y vestimentas oscuras parecían sacadas del siglo pasado su voz demostraba energía y vitalidad.  Me preguntó mi nombre y observando mi pulcritud se levantó del asiento ayudada por un bastón, presta me acerqué para ayudarla.  Se colocó a mi lado y me cogió del brazo, parecía tan débil y escuálida que apreté el suyo a mi costado por si se tambaleara.  Sonrió y sin más preámbulos me dijo “¡estas contratada!”.  Mi tarea consistiría en acompañarla todas las tardes a dar un paseo de seis a ocho, el recorrido lo decidiría ella, debía ser muy puntual y la paga de veinte reales la recibiría el sábado, por supuesto el domingo descansaría como manda la ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia.
Salí brincando de allí, tenía un trabajo y me iba a pagar más de lo que había imaginado, no cabía en mí de contenta.  Al día siguiente aparecí puntual y fuimos de paseo con paso lento pero seguro.  Mi obligación no era sólo acompañarla, sino portar una bolsa un tanto voluminosa desconociendo su contenido.  Dejamos atrás su casa y cruzamos la carretera general por donde había un paso de peatones.  Continuamos tranquilamente caminando mientras bordeábamos pequeñas huertas y una avenida arbolada, insistió en subir una pequeña cuesta y en su parte más alta nos detuvimos, habíamos alcanzado nuestro destino, un asiento ornamentado de piedra bastante sucio y descuidado a cada lado del camino.  De la bolsa sacó un pequeño cepillo con el que barrió la superficie del sillar, una vez limpio colocó encima dos vistosos cojines y como si fuera el bolso de Mary Poppins sacó un viejo cuaderno desgastado y empezó a leerlo.
Disimuladamente intenté echar un ojo a la lectura pero al estar escrito con caligrafía tan particular fui incapaz de enterarme de nada, al verme fisgar por encima de su hombro decidió contarme lo que ponía en aquellas anotaciones: “En la segunda mitad del siglo XVIII, se abrió un nuevo tramo en la carretera que transcurría entre Avilés a Oviedo y que unía esta villa con la cuesta del Vidriero.  Este tipo de paseos eran muy frecuentes en la arquitectura de la Ilustración que impulsó el rey de España Carlos III, no sólo servía para adornar parajes con obras monumentales, sino también se utilizaban fuentes, puertas, arcos o bancos de piedra como en los que estamos sentadas, servían para marcar la entrada de las ciudades importantes.  Los Canapés, así se llaman, datan del año 1786 y son obra de José Bernardo de Meana Costales. Se trata de dos bancos de piedra iguales que están situados uno frente al otro, como puedes comprobar, a ambos lados de la carretera y están realizados en sillería, con un asiento dividido en tres partes para apoyar los brazos.  El único escritor de la época que los cita es el famoso Gaspar Melchor de Jovellanos, viajero infatigable por tierras asturianas.  Estos canapés se convirtieron en un importante nudo de comunicaciones y fueron declarados monumento histórico-artístico en 1955.  Si te fijas en la parte alta está escrita una reseña (Reynando la magestad del Señor Don Carlos III se hizo esta obra) y en la de enfrente (A expensas de los propios y arbitrios de esta villa año MDCCLXXXVI), lo curioso es que el rey nunca vino a sentarse en ellos porque dos años más tarde falleció.  Además de la información había dibujos de los bancos y medidas de cada piedra, con comentarios sobre su estado de deterioro”.
El que aquellas piedras que invitaban al reposo tuvieran historia y fueran importantes quedó grabado en mi memoria de adolescente.  
Día tras día el paseo era el mismo, lo único que variaba era sentarnos en un canapé o en el de enfrente, lo tenía todo bien calculado, el tiempo que nos llevaba el paseo, el rato de lectura sobre los cojines apoyados en las frías piedras, apenas hablábamos y tampoco me atrevía a preguntar, hasta que un día nuestra relación se fue relajando e iniciamos conversaciones más personales.  Se interesó por mis estudios, por mi familia y también le pregunté sobre su vida.  Le notaba tristeza al hablar de sí misma, su madre la había abandonado siendo muy pequeña y la crió su padre abogado de afamada reputación, hombre cariñoso y familiar le permitió desde muy niña leer cuanto quisiera de su vasta biblioteca.  Le explicaba con palabras sencillas los casos en los que trabajaba, adquiriendo una cultura inusual para su época.  A los quince años conoció al amor de su vida, un joven que hacía prácticas de Ingeniería en el Ayuntamiento de Avilés, su relación fue un flechazo manteniéndola en secreto hasta que él pudiera terminar su carrera y ganar suficiente para formar una familia.  Cumplidos los diecisiete decidieron casarse, le habían encargado por el Ayuntamiento reformar y rehabilitar los Canapés que diariamente visitábamos.  Solía ir a verle mientras realizaba los trabajos y después él la acompañaba a casa, eran felices hasta que una tarde Magdalena se acercó como siempre y allí en el suelo tendido y lleno de sangre estaba su prometido junto con los hombres de su cuadrilla de trabajo.  Todos estaban muertos.  Él aún sujetaba entre sus manos el cuaderno donde había anotado la historia y las mediciones de los canapés, cuaderno que ella seguía leyendo día tras día para continuar oyendo su voz a través de la lectura de sus anotaciones.
Se había declarado la guerra y un grupo armado llegado desde Oviedo había accedido a la villa por esa entrada, dejando un rastro de muerte a su paso.  Nunca se recuperó de dicha pérdida y tampoco contó nada a su padre que veía como su hija día a día se consumía de dolor.  Se recluyó en casa dedicándose a cuidarle y al fallecer consiguió subsistir de las rentas de pisos y tierras que había heredado.  Nunca le había olvidado y siempre que podía se acercaba a los canapés para cuaderno en mano leer mientras en su mente oía el sonido de la voz de su amado.
Durante diez veranos la acompañé en aquel paseo, diez veranos de confidencias y conversaciones que me instruían no sólo en la vida, sino en la historia y en el arte, porque esa es la carrera que decidí estudiar gracias a su generosa paga.
Una triste tarde de invierno avisada por una prima acudí a su funeral y en el cementerio anegada mi vista por las lágrimas recibí un último encargo, continuar haciendo nuestro recorrido siempre que pudiera para que sus vidas siguieran unidas en el recuerdo.  Para ello me hizo entrega de la bolsa con el cepillo, los dos cojines y aquel maravilloso cuaderno que consiguió encauzar mi vida hacia el arte.


Estridencias - Gloria Losada




     El día que Juan y yo acordamos casarnos, ni por asomo pensamos que semejante decisión provocara la revolución que provocó. Vivíamos juntos desde hacía cinco años y estábamos bien, pero comenzamos a darle vueltas a la posibilidad de ser padres y siempre habíamos dicho que en tal caso, antes de traer un hijo al mundo, legalizaríamos nuestra situación. Evidentemente no buscábamos ninguna celebración, nosotros queríamos una boda sencilla, tan sencilla como ir a firmar con los testigos al juzgado y poco más, si acaso una cena en casa con nuestros padres y hermanos y por sorpresa. 
   Así pues pasamos por el Juzgado a preguntar lo que necesitábamos y cómo andaban de fechas. Nos atendieron amablemente y después de darnos una hoja en la que detallaban todo lo necesario para comenzar el expediente, nos dijeron que, puesto que estábamos a principios de junio y en el mes de agosto no se celebraban bodas, no había fecha hasta septiembre. Nos pareció bien, dejamos reservada el 15 de septiembre para la boda, con la intención de ir la semana siguiente a llevar los papeles y los testigos. Uno de los testigos tenía que ser familiar de cualquiera de nosotros. Se nos había fastidiado el asunto de llevarlo lo más discretamente posible. Pensamos en los hermanos de Juan, pues cualquiera de ellos se haría cómplice de nuestro secreto, pero ninguno estaba disponible por la mañana, la que sí lo estaba era mi hermana,  a la que la moderación en esto de airear asuntos no se le daba demasiado bien, pero visto lo visto no nos quedaba más remedio que acudir a ella. 
    La llamé aquella misma tarde y la puse al corriente de nuestros planes, no sin antes advertirle, por activa y por pasiva, que no dijera nada a nadie, en especial a mamá.
     --Quiero una boda sin estridencias –le dije-. Y  si se entera mamá no va a poder ser, ya sabes cómo es.
     Mi madre era la mejor madre del mundo, pero tenía debilidad por dos cosas, por mandar y por la fiesta, si lo uníamos a mi boda podía resultar una hecatombe. Mi querida hermana me juró y me perjuró que mantendría la boca cerrada y yo le creí, y confié, y como siempre, me equivoqué.
     Unos días después de venir con nosotros al juzgado me llamó por teléfono. Apenas descolgué y escuché su voz lastimera decirme, “ay nena no sabes lo que me pasó” sonó el timbre. Abrí la puerta y me encontré a mi madre y a mi suegra, las dos con cara de circunstancia. Les regalé la mejor de mis sonrisas y antes de dejarlas entrar me di la vuelta y le dije a mi hermana:
    -No me digas más, te mereces que te cosa la lengua, ya nos veremos las caras – y colgué.
     Mamá y mi suegra, que desde que se habían conocido eran uña y carne, entraron en mi casa cual toro embravecido reprochándome no haberles dicho que me casaba  y a continuación, cómodamente sentadas en el sofá del salón, se pudieron a organizar la boda, véase un resumen:
     “El vestido en Pronovias, que tiene diseños preciosos, ay sí a mí me encantan los de Rosa Clará, aunque hay un Boutique en la calle Magdalena, cerca del Ensanche, que también los tiene monísimos, pero seguramente no serán de firma; bueno, qué más da, si con el tipo que tiene Merceditas (esa soy  yo) estará guapa de todas maneras; uy eso desde luego, se ponga lo que se ponga, yo creo que un palabra de honor de corte recto le quedaría genial, ¿tú qué opinas? Pues opino que le quedaría maravilloso, aunque uno estilo ibicenco así medio hyppie iría mucho con su forma de vestir; ah pues tienes razón y la melena con unas flores aquí y allá, ya la estoy viendo; tampoco hay que olvidarse de Juancito eh, que es muy buen mozo y tiene que lucirse, yo creo que un traje de pingüino…; a mí también me encantan, pero mi hijo es más sencillo, a él lo podemos vestir en El Corte Inglés, que para caballero tiene cosas monísimas; sí, tienes razón, y luego el convite, yo me decanto por el restaurante La villa, se come magníficamente y al lado del mar…; ay a mí también encanta, pero antes habrá que hacer la lista de invitados, a ver cuántos nos salen, porque los comedores de La villa no son muy grandes y nosotros tenemos muchos compromisos; en eso tienes razón, además en septiembre suele hacer buen tiempo, pero si se le da por venir un día malo ya  puede hacer algo de frío y a la orilla del mar…”
     Ese era su parloteo, a grandes rasgos, todo ello salpicado por mis “pero es que”, “no hace falta”, “si es que yo”, palabras a las que aquellas dos no hacían ni puñetero caso, yo allí era una estatua a la ni siquiera miraban. Hasta que pegué un grito:
    -¡Que os calléis ya de una vez!
     Por fin fui capaz de hacerlas callar. Me miraron sorprendidas, casi asustadas, pues no era yo mujer de gritos.
   -Queremos una boda tranquila –dije – sin estridencias.
    -No, si de eso no queremos nosotras tampoco ¿verdad consuegra? Ni en el menú ni en nada, nada de estridencias. Por cierto ¿eso qué es? ¿algo de marisco?
      -No, mamá, no es marisco. Significa que quiero una boda tranquila, una comida tranquila con mi familia, ni traje de novios ni leches ¿Vale?
     -Bueno mujer, una cosa no quita la otra, que uno solo se casa una vez en la vida… o casi…
     Desistí. Luchar contra ellas era una batalla perdida, al menos peleando cuerpo a cuerpo, pero desde luego iba a ganar yo, simplemente tenía que utilizar la astucia.
      Me dieron la vara unas cuantas veces más, que si el vestido, que si el menú, que si el restaurante, apremiándome porque el tiempo pasaba y yo no movía ficha. Yo no decía nada, sonreía como una estúpida y hacía lo que me daba la gana.
      El día 30 de julio nos casamos en el ayuntamiento. Juan, yo, y como testigos dos compañeros de trabajo. Esa misma noche, con la excusa de celebrar un ascenso que no existía, organizamos una cena en casa con padres y hermanos. A los postres les dimos dos noticias, la de la boda y la de mi embarazo de tres semanas.
     Mi madre y mi suegra me miraron entre la emoción y la desilusión.
    -Lo siento chicas, pero solo así pudimos conseguir una boda sin estridencias – les dije. Y respiraron resignadas.