Tenía 12 años cuando la
conocí. Yo acababa de aterrizar en aquel lugar del norte arrastrada
por el trabajo de papá, y estaba muy enfadada con el mundo. No me
gustaba vivir en aquella ciudad sucia, húmeda y fría, donde no
tenía amigos ni me interesaba tenerlos. Así que, en un signo de
rebeldía estúpido, cuando salía del colegio daba un rodeo para
llegar a casa, retrasando adrede mi llegada para que mi madre se
preocupara. Era mi castigo por haberme arrancado de Madrid.
Un día, durante uno de mis
paseos sin sentido, pasé por delante de un edificio señorial del
que salían unas bellas notas musicales. Me acerqué y a través de
una ventana adornada en su parte superior con una cara de un señor,
o señora, no sé, que parecía un ángel pero era muy feo, pude ver
a una mujer que, ataviada con un vestido negro de épocas pasadas y
sentada frente a un piano, aporreaba las teclas con ganas. Parecía
chiflada. Además, para mi mente infantil, no se correspondían
aquellos aspavientos que hacía con la dulce melodía que salía del
instrumento. Me quedé un rato mirándola, como hipnotizada, hasta
que la música se detuvo y ella me miró, tal supiera que la estaba
espiando, y me sonrió con su boca desdentada y hueca. Salí
corriendo de allí como alma que lleva el diablo, muerta de miedo, no
sé bien por qué. El caso es que, a pesar de mi temor, a partir de
aquella tarde algo me empujaba a pasar en mi rodeo tonto por delante
de aquella ventana. Y siempre estaba la pianista, y siempre terminaba
mirándome y sonriéndome con su sonrisa negra.
Un día, cuando terminó de
tocar, se levantó y se acercó a mí. Yo quise escaparme, pero la
misma fuerza extraña que me conminaba a pasar por allí todos los
días, me retuvo esperando su encuentro.
--Hola guapa – me dijo con
una marcado acento de no sé dónde -- ¿Qué te trae por aquí todas
las tardes? ¿Te gusta como toco el piano? ¿Quieres probar?
No supe qué contestar, no
me salían las palabras.
--¿Qué te pasa mociña?
¿Te comió la lengua el gato? Tienes vergüenza, eh, pobriña. Anda
ven, pasa, que no te voy a hacer daño, mujer.
No me moví del sitio. No es
que sintiera miedo, era otra cosa difícil de definir. Solo se me
ocurrió preguntar.
--¿Quién eres?
Ella rio con ganas.
--Uy así que eres bien
curiosa eh. Me llamo Emilia y soy la mujer de Antonio Palacios, el
arquitecto que hizo esta casa. Somos de Pontevedra ¿sabes neniña?
Pero mi marido anda por el mundo haciendo casas y yo le sigo.
--¿Y por qué no tienes
dientes? – seguí preguntando.
--Ay filliña, una infección
me dejo la boca así, lo pase mal de verdad, y casi no puedo comer,
pero el dentista ya me está haciendo unos nuevos, lo que pasa que
tarda mucho, seis o siete meses me dijo.
--¿Y de quién es esta
casa?
--Pues de un señor que se
llama Victoriano, Victoriano Fernández Balsera. Es comerciante
¿sabes? Ay, a mi marido le pago muy bien por sus servicios.
--¿Y si no es tu casa por
qué estás aquí tocando el piano?
--Para ambientarla un poco,
que llena de música ha de estar con el tiempo. Pero deja ya de hacer
preguntas, mujeriña. ¿Quieres tocar el piano o no?
Hice un gesto negativo con
la cabeza y comencé a andar de nuevo hacia mi casa. Estaba tardando
demasiado y me iba a llevar una buena reprimenda. En un momento dado
miré hacia atrás y la buena mujer me estaba diciendo adiós con la
mano. Yo no le contesté y continué mi camino.
No la volví a ver. A
partir de aquel día la casa permaneció cerrada. Supuse que se había
marchado con su marido por el mundo a construir alguna que otra
mansión y no le di más importancia. El caso es que de pronto mi
gusto por la música, que hasta el momento se limitaba a las
canciones que oía por la radio y poco más, se acrecentó hasta el
punto de convertirse en mi entretenimiento preferido. Comencé a
interesarme por tocar algún instrumento y me decanté por el piano.
Mis padres, felices de que por fin se me pasara el cabreo del cambio
de ciudad y mostrara interés por algo, me apuntaron a unas clases
particulares de piano. Me gustaba y tenía dotes para ello, así que
cuando corrió la noticia de que se iba a abrir una escuela de
música, no dudé un segundo en matricularme para estudiar solfeo y
piano. Lo que no me imaginaba era que el edificio que iba albergarla
fuera la casa donde tocaba la pianista. Recordé sus palabras, cuando
me dijo que la casa había de estar llena de música con el tiempo.
Eso era porque ya debía de saber que estaba proyectado implantar
allí el conservatorio.
Mi sorpresa fue mayúscula
cuando comprobé que mi profesora de piano… ¡era ella! No había
cambiado nada, tampoco había pasado mucho tiempo pero… estaba
exactamente igual, solo que con dientes y vestida de manera normal,
unos vaqueros y un jersey de cuello vuelto rojo. Me gustó verla, a
pesar de que cuando la conocí me pareció una persona rara en
extremo, y me acerqué jovial a saludarla.
--¡Hola! ¿Te acuerdas de
mí? Nos conocimos hace unos años, tú tocabas del piano y yo te
veía a través de la ventana.
Me miró cual si estuviera
viendo a un fantasma y me respondió que me estaba confundiendo, pero
yo sabía que no, e insistí.
--Si, mujer, me contaste que
eras la mujer del arquitecto que hizo esta casa, un señor de
Pontevedra.
Esta vez me miró con
curiosidad y me habló de muy malas maneras.
--Ese señor era mi abuelo,
y su mujer, mi abuela Emilia, era pianista. No sé de dónde has
sacado toda esa información sobre mi familia, pero te advierto que
no me gustan nada esas bromitas.
Me quedé de piedra. No
sabía qué estaba pasando. Además aquella estúpida se quejó de mí
ante la dirección de la escuela y me dieron un toque de atención.
Por otra parte me tomó de ojeriza y nada de lo que hacía estaba
bien. Me encontré tal mal que aquellas navidades, con gran dolor por
mi parte, abandoné la escuela de Música. Mis padres también se
disgustaron mucho, porque no entendían, en realidad ni yo misma
entendía, porque estaba segura de que mi profesora era la pianista
de antaño, aunque ella se negara a reconocerlo.
Una noche, llorando a
lágrima viva por la drástica decisión que había tenido que tomar,
tuve una visita inesperada.
-- Anda mujeriña, no
llores, que todo tiene remedio menos la muerte.
Asustada me senté en la
cama. A mis pies, también sentada, estaba ella, con su vestido negro
y su boca desdentada.
--Mi nieta es una estúpida
y una amargada, siempre lo fue, y también es una engreída, que se
cree que toca el piano mejor que nadie. No me mires así, que sí,
que soy lo que estás pensando, un fantasma, que habelos hailos, como
las meigas, pero no te preocupes que no te voy a hacer daño ninguno,
al contrario. ¿Quieres aprender a tocar el piano? Convence a tus
padres de que te compren uno y nos ponemos manos a la obra.
Decidí fiarme del
fantasma. Convencer a mis padres no fue tarea fácil, pero finalmente
conseguí que se hicieran con un piano de segunda mano. Y comenzaron
las clases. Emilia fue una buena maestra. Hoy doy mi primer concierto
en la escuela de música. Nadie se explica como he aprendido. Su
nieta tampoco y me mira mal, como siempre.
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